Un Estado territorial increíblemente complejo y difícilmente eficiente

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«Son suficientes mil años para formar un Estado; pero puede bastar una hora para reducirlo a polvo». (Lord Byron).

El principio de división de poderes ya no es lo que era. Después de más de dos siglos desde la Revolución Francesa, no podemos decir que haya un solo poder legislativo ni  ejecutivo, y aunque en realidad sí hay un único poder judicial según la Constitución, incluso este está organizado territorialmente hacia dentro y presenta un importante matiz hacia fuera por la existencia de tribunales europeos e internacionales con jurisdicción propia. Valga como ejemplo el demostrado difícil encaje de la jurisprudencia del TJUE en nuestro entramado legal de corte administrativista.

Con respecto al poder legislativo, la cuestión se torna aún mucho más compleja. En cada centímetro cuadrado de nuestro suelo rigen conjuntamente tres poderes constitucionales o cuasi constitucionales (europeo, estatal y autonómico), cuatro poderes legislativos ordinarios (supranacional, europeo, estatal y autonómico), y cuatro poderes reglamentarios (estatal, autonómico, provincial y municipal). Se trata, sin duda, de un sistema jurídico muy complejo que cabe interpretar correctamente. La consecuencia, un BOE que echa humo y miles de normas que aplicar, no favorece en absoluto la seguridad jurídica.

Algunas de estas normas, sobre todo las que forman parte del bloque constitucional (Tratado de la Comunidad Europea, Constitución Española, Estatutos de Autonomía), establecen además las competencias que deben ejercer las distintas administraciones territoriales, por definición los ejecutivos (los gobiernos, el «poder» que nos faltaba). Pero no todas las administraciones tienen esa suerte de ver sus competencias listadas en negro sobre blanco y en normas de tan alto rango, y de hecho los Ayuntamientos, seguramente la administración que tiene más competencias o, de forma más precisa, servicios, deben acudir a un sinfín de normas, no ya tanto de régimen local como sectoriales, para saber qué les corresponde hacer. Pero, además de los servicios mínimos (art. 26 LBRL) y el listado oficial de servicios del art. 25 LBRL concretados por esa legislación sectorial, prestan «servicios impropios» que en principio le corresponderían a otras instancias territoriales, fundamentalmente las CCAA, pero que de hecho nunca llegaron a escapar de manos municipales, estando con ello bien prestados y mal financiados. Otras administraciones locales, como las Diputaciones, los Consejos, los Cabildos, las Comarcas o las Mancomunidades, pueden ayudar y ayudan a prestar los servicios municipales, siendo esta su razón de ser. También el sector privado es un actor importante a través de la gestión indirecta, eso a lo que los menos documentados llaman «privatización». Las posibilidades son muchas; lo difícil es acertar con la forma de gestión del servicio más eficiente en cada caso.

En cuanto a los diferentes niveles de gobierno territorial, se rigen por los principios de descentralización y desconcentración. Seguramente era la solución menos mala, pero sigue siendo un caos. En la práctica echamos de menos otro principio importante, el de coordinación. A la postre, unos tienen las competencias y otros teóricamente las pagan porque, sobre todo los Ayuntamientos, no podemos autofinanciarnos. Otras veces, la mayoría de hecho, las competencias son compartidas. De hecho se solapan. Abundan los conflictos de competencias, tanto los positivos (ambas Administraciones creen que deben actuar) como los negativos (ambas se desentienden), siendo nefasto este segundo caso para la ciudadanía y como mínimo engorroso el primero. Otras veces se firma un convenio que, sobre todo tras el cambio de legislatura, cae en el olvido y no se aplica. Mientras tanto, en cualquiera de nuestras provincias e islas tenemos Ayuntamientos, Diputaciones, Cabildos o Consejos, y delegaciones territoriales autonómicas y estatales, además de tres o cuatro cuerpos de seguridad. Y todo ello sin entrar en el proceloso mundo de los entes instrumentales.

Por otra parte, los principios de proximidad y subsidiariedad, otorgan un protagonismo importante a los Ayuntamientos como prestadores de servicios públicos. Vaya por delante que no es lo mismo un servicio que una competencia, como tampoco es lo mismo la autonomía local que la autosuficiencia financiera. La segunda partida más grande de los Presupuestos Generales del Estado es la de «Transferencias a otras AAPP». Paradójicamente, nunca hemos llegado a un nivel de financiación óptima de la Hacienda Local. Recordamos intentos fallidos, como el llamado «Plan Zapatero» de 2009, o la mismísima Ley 27/2013, de 27 de diciembre, de racionalización y sostenibilidad de la Administración Local, que curiosamente se amparaba en el eslogan «una administración una competencia». Ojalá.

Mientras tanto, los arts. 142 de la Constitución y 9 de la Carta Europea de Autonomía Local siguen hibernando en un perpetuo letargo. Pero sin autonomía financiera no hay autonomía local. Dice el art. 137 de la Carta Magna que el Estado se organiza territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyan. Todas estas entidades (no solamente una de ellas) gozan de autonomía para la gestión de sus respectivos intereses. Esta reflexión viene al caso, porque como dijo Pedro Castro (ex Presidente de la FEMP, en su intervención en el Club Siglo XXI con la conferencia titulada «Gobiernos Locales y Democracia», enmarcada en el ciclo «Treinta años después….»), se trataría de «…avanzar de verdad en el desarrollo constitucional que se quedó en el rellano de las Comunidades Autónomas». Pero esto no va a ocurrir, porque los Ayuntamientos no tenemos el poder político de “presionar”, todo lo contrario que algunas CCAA.

Y es que no parece que las respectivas autonomías (ambas constitucionales), la de las Comunidades Autónomas y la de las Entidades Locales, sean fáciles de conciliar. Y menos en el presente momento de fortísima politización. Recordamos que en los primeros años de vigencia de la Constitución toda la fuerza descentralizadora fue absorbida por las CCAA. También recordamos perfectamente, unos veinte años más tarde, los tiempos del Pacto Local, y aquel desiderátum de cara a un futuro que podría ser hoy, casi necesidad, de que el segundo pacto se produjera entre las CCAA y las EELL. Pues bien, como todos sabemos el primer pacto fue más bien «un quiero y no puedo», tan bien intencionado como insuficiente, mientras que el segundo aún lo estamos esperando. En aquel contexto no muy positivo irrumpió la citada Ley de racionalización como un elefante en una cacharrería, para volver a enfrentar a las CCAA con las EELL. Y es que, a partir de un cierto tamaño del Estado, la descentralización es buena, pero el sistema de descentralización que concibió la Constitución, sobre todo su ejecución práctica, ha hecho aguas por todas partes. La conclusión es que tenemos demasiadas entidades públicas y algunas de ellas a su vez están demasiado dimensionadas, del mismo modo que dijimos que tenemos demasiadas normas. El «adelgazamiento de la Administración» es otro eslogan que nos quisieron vender, en este caso desde Europa, pero ya sabemos que no se cumplirá nunca.

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