Permítanme, por favor, la pequeña licencia de tener que acudir a la teoría general del derecho para definir, brevemente, términos y conceptos que son esenciales para aportar una visión con pretensión aclarativa de lo sucedido en la Asamblea de Madrid, a propósito del encuentro de las distintas actuaciones políticas. Así, en primer lugar, es importante señalar que tanto una norma como un acto son declaraciones de voluntad. Ambos pretenden producir efectos jurídicos y ambos requieren un procedimiento para su producción. Igualmente, ambos son decisiones. A lo que interesa ahora y a efectos básicos, su diferencia estriba en que para que una norma sea jurídica, la regla, el mandato debe descansar en una “norma fundamental” (Hobbes), es decir, en la norma previa en la que se hace descansar la validez de todo el orden que pretende constituir. En nuestro caso, una ley es ley porque parte de la Constitución y porque se dicta conforme a esta norma considerada fundamental. Un acto, sin embargo, es jurídico porque parte de la ley, es decir, de la norma que lo hace jurídico. Sin una norma, la declaración de voluntad es solo acto, pero no decisión estatal con eficacia jurídica.

La validez es una cualidad que posee la norma en función de su respecto al orden jurídico al que pertenece. La eficacia no depende de la norma, sino del sujeto al que va dirigido. Una norma es eficaz cuando es cumplida. La eficacia no depende de la validez, pero la validez sí depende de la eficacia, pues toda norma pretende ser cumplida. En esta dicotomía no existen diferencia entre la norma y el acto.

No obstante, al acto administrativo, es decir, la decisión que adoptan los agentes del poder ejecutivo y su instrumento de racionalización burocrática, la Administración pública, se le añaden dos consecuencias más por razón de que, su esencia, es satisfacer el interés público, es decir, el interés socialmente mayoritario. Uno es la ejecutividad, es decir, la capacidad del acto de producir efectos desde que se dicte. Es obligatorio desde su emisión. El otro es la ejecutoriedad, es decir, la capacidad del agente público de imponer coactivamente el cumplimiento de lo querido por el acto.

Dicho brevemente lo anterior, debemos señalar que, en las actuaciones realizadas en el Parlamento de la Comunidad Autónoma de Madrid, no se ha producido ninguna norma. Todos han sido actos. Tanto la presentación del acto de disolución de la Cámara, como los actos de presentación de las Mociones de censura. No hay norma, solo acto.

Y en este sentido, nos encontramos con dos actos, es decir, dos declaraciones de voluntad distintas, contrarias y contrapuestas. El acto de disolución de la presidencia provoca, en primer lugar, efectos ad intra porque descompone la organización política representativa de la Cámara, y, en segundo lugar, ad extra, pues se necesita la convocatoria de elecciones tras la disolución de la Cámara donde residía la confianza investida de la presidencia. El segundo efecto es dependiente del primero. No puede haber elecciones sin que previamente la presidencia haya disuelto la Cámara, es decir, haya disuelto la representación parlamentaria.

La moción de censura, no actúa así. Es un acto parlamentario con efectos ad intra. La censura por una acción del gobierno hace perder la confianza de la Cámara en la presidencia. La moción tiene un doble carácter: de censura y de investidura. Todo queda en el ámbito parlamentario.

¿Qué ocurre en el caso de Madrid? Pues que existen dos actos incompatibles por razón de su finalidad. Es evidente que si existe disolución no puede haber moción y a la inversa igualmente.

El art. 21.1 de la Ley Orgánica 3/1983, de 25 de febrero, de Estatuto de Autonomía de la Comunidad de Madrid, dispone que: «El Presidente de la Comunidad de Madrid, previa deliberación del Gobierno y bajo su exclusiva responsabilidad, podrá acordar la disolución de la Asamblea con anticipación al término natural de la legislatura. La disolución se formalizará por Decreto, en el que se convocarán a su vez elecciones, conteniéndose en el mismo los requisitos que exija la legislación electoral aplicable». El artículo 50 de la Ley 1/1983, de 13 de diciembre, de Gobierno y Administración de la Comunidad de Madrid manifiesta claramente: «En el ejercicio de sus atribuciones y facultades, el Presidente, dictará Decretos, que se denominarán «Decretos del Presidente»”. Es decir, el acto de disolución de la presidencia ejercido en el uso de sus facultades, adopta la forma de Decreto.

Y, ¿cuándo nacen sus efectos? Pues el artículo 51 de la citada ley establece que: «Los actos y acuerdos de las autoridades y órganos de la Administración de la Comunidad Autónoma de Madrid serán inmediatamente ejecutivos, con los límites señalados en los artículos 101 y 116 de la Ley de Procedimiento Administrativo» Es decir, gozan de eficacia (obligatoriedad) inmediata, debiendo distinguirse los dos efectos antes mencionados. El efecto dirigido al parlamento autonómico que produce la disolución desde la firma del decreto que lo acuerda. Y con posterioridad, la convocatoria electoral, que exige su publicación y señalamiento de las elecciones (art. 2 de Ley 5/1990, de 17 de mayo, reguladora de la facultad de disolución de la Asamblea de Madrid por el Presidente de la Comunidad). La eficacia del acto de disolución (efecto principal) no queda varada hasta la publicación, por cuanto que este efecto no depende de él.  Sí depende el derecho de sufragio activo, por ello para su entrada en vigor exige su publicación. Su ejecutividad ad intra (disolución anticipada) es inmediata; su eficacia publica (elecciones) mediata. La separación de ambos efectos puede inferirse, obiter dicta, de la lectura del FJ13º de la STC 89/2019, de 2 de julio.

 En caso distinto, no quedaría reforzada, como manifiesta la Ley 5/1990, de 17 de mayo, «la posición del ejecutivo», por cuanto que cualquier acto de disolución podría ser abortado por una moción de censura presentada antes de ser publicado.

Por otra parte, es interesante señalar que el artículo 21.2 del Estatuto de Autonomía de Madrid, señala que no puede disolverse la Cámara cuando se esté «tramitando» una moción de censura. La presentación de una moción de censura ante el registro de la Mesa del parlamento autonómico, no supone que se esté tramitando la moción de censura. Tanto es así, que la Mesa puede pedir subsanación si no está presentada por el porcentaje de diputados necesarios (15%) o porque no incorpora un candidato a la presidencia. La tramitación exige una ordenación (instrucción) del expediente –mutatis mutandi– arts. 70 y ss. de la Ley 39/2015. Estaría en tramitación si calificado el escrito de moción, es admitido por la Mesa del Parlamento y se hubiera abierto el plazo de los cinco días desde su presentación que exige el Estatuto. En el supuesto actual, no se ha iniciado dicha fase.

A estas alturas, pocas dudas caben de que el decreto de disolución se presentó poco antes que las mociones de censura. La ejecutividad del acto se antepuso a la solicitud para la tacha parlamentaria.

En estos momentos el conflicto jurídico se está dilucidando como medida cautelarisima en el TSJ de Madrid. Pocas dudas caben de que, si se otorga tutela cautelar al acto de la Mesa de la Asamblea de admitir a trámite la moción de censura, dejando sin efecto el acto de disolución de la presidenta, será recurrido ante el Tribunal Constitucional mediante el correspondiente recurso de amparo. En la interposición del recurso la presidenta podría solicitar que dejara en suspenso la tramitación de la moción de censura hasta tanto no resolviera sobre el fondo del asunto. Bajo mi criterio la disolución de la Cámara seguiría su propio curso.

Tras esta breve aportación, la pregunta que debe hacerse la ciudanía ante toda esta situación descrita es si el espíritu que anima tanto a la moción como a la disolución anticipada responde a los fines legítimos que el ordenamiento jurídico les reserva a estos instrumentos parlamentarios o pudiera pensarse, sin muchos esfuerzos, que son utilizados con otras intenciones particulares. Esta cuestión las dejo a la reflexión del apreciado lector.

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