(Viene de la primera parte)

Anuncié en mi comentario anterior la conveniencia de atender a una reciente sentencia que condenaba a entidades financieras a indemnizar a varios Ayuntamientos por las pérdidas que les habían generado realizar las inversiones por ellas aconsejadas. Puede parecer extraño, a primera vista, reparar en inversiones financieras cuando las haciendas locales no están para negocios bursátiles, tan necesitadas de unos mínimos recursos económicos para cumplir con los servicios públicos mínimos. Sin embargo, a mi juicio, tiene interés este pronunciamiento judicial que beneficia a los Ayuntamientos porque insiste -en septiembre pasado otra sentencia también había acogido la petición de otros inversores privados- en la responsabilidad patrimonial de unas empresas privadas financieras y de calificación de riesgos, que durante décadas han ido incrementando su influencia y poder sin especiales obstáculos.

En resumen, el origen del conflicto parte de la inversión que varios Ayuntamientos australianos realizan a través de una entidad de servicios financieros que encauza muchas inversiones locales (Local Government Financial System). Esta empresa invirtió en unos “productos”, valores negociables, creados por el banco holandés Abn Amro que se denominaban Rembrant 2006 y cuya naturaleza es ciertamente complicada. Propia de la sofisticada ingeniería financiera que se ha extendido en las últimas décadas.

Bautizados por los analistas con el acrónimo “CPDO” constituyen -de manera muy sintética, pues dejo a un lado las precisiones que recogen los manuales financieros- productos derivados de unas previas obligaciones de deuda, que toman como referencia varios índices en mercados de valores, para ofrecer una rentabilidad pero también, a su vez, pretenden facilitar mediante su reparto nuevas inversiones con el fin de multiplicar los beneficios. Una maraña de sucesivas inversiones que se enuncian con fórmulas de inversión, de garantías de seguro, de contrapartidas y demás terminología que levanta muros a una comprensión asequible para cercar un terreno sólo apto a determinados especialistas. La sentencia de la Corte federal de Sydney del pasado 5 de noviembre recoge páginas y páginas de descripciones de estas inversiones para tratar de encontrar una razonabilidad en las mismas y su percepción fue la de que se trataba de una inversión “complicada de manera grotesca”. Es más, en determinado momento se reconoce que se podría considerar un enredo de inversiones, una especie de juego de apuestas.

Pues bien, ese extravagante producto había sido confeccionado por el Banco holandés con el asesoramiento de una conocida agencia de calificación de riesgos (Standard and Poor’s) que le otorgó el máximo rango de seguridad dentro del orden de clasificaciones que forma, la triple “A”. Como es sabido, la mejor categoría que únicamente alcanzan las entidades más fiables y estables, en otras palabras, una inversión con la más alta seguridad.

La millonaria inversión inicial, confiada en la garantía de las entidades que la valoran y esperando unos seguros beneficios a largo plazo, se perdió prácticamente en su mayoría (alrededor de un noventa por ciento fué el detrimento en sólo dos años). De ahí que los Ayuntamientos reclamaran daños y perjuicios, no sólo por negligencia en la gestión de un patrimonio, sino también argumentaran que había existido una conducta fraudulenta y engañosa por esas entidades de inversión. Y eso lo acoge el Tribunal: un incumplimiento grave de los deberes mínimos de información y asesoramiento, una conducta reprochable de falseamiento, fruto de las nocivas relaciones entre los bancos de inversión que confeccionan productos con las agencias de calificación de riesgos que, a su vez, los valoran para atraer a los inversores.

Las entidades condenadas han anunciado que recurrirán la sentencia. No obstante, aunque haya que esperar otra decisión judicial, este primer pronunciamiento supone ya una importante llamada de atención para tomar nota de varias lecciones. Entre otras, la exigencia de responsabilidad a las entidades financieras y de inversión por sus productos, asesoramientos y calificaciones. El Reglamento comunitario 1060/2009, de 16 de septiembre, sobre las agencias de calificación crediticia, exige ahora a esas entidades su registro en los países miembros de la Unión europea y el cumplimiento de unas mínimas obligaciones de información. Pero también, hay que volver la mirada a los inversores. Desde la Unión europea se intenta armonizar una mínima protección en las inversiones que se realizan en los mercados financieros. Es esencial, en este sentido, la regulación que se ha generado a partir de la Directiva de inversiones en los mercados financieros (Directiva 2004/39, de 21 de abril, y que ha sido varias veces modificada). Impone, entre otras previsiones, la clasificación de los inversores y que los mismos tengan conocimiento y conciencia de sus decisiones. Y aquí es donde se debe profundizar. Tanto por las entidades financieras a la hora de no disimular con escuetos formularios unas complejas inversiones y dar la máxima información; como por los clientes en ser conscientes de los riesgos que asumen con la negociación financiera. Es siempre la información la mercancía de más valor.

En esta época de crisis hay que cuidar las inversiones. Y, sobre todo, mejor que en los mercados financieros, invertir en conocimiento y formación. Muchos próceres nos lo han recordado a lo largo de la historia. Por todos, recuerdo a Abraham Lincoln que insistía en que: “el conocimiento es la mejor inversión que se puede hacer”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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