Avatares de la Ley cántabra de urbanismo

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Hace unos días publicaba el Boletín oficial del Estado el anuncio del Tribunal Constitucional de admitir a trámite una cuestión de constitucionalidad, suscitada por el Tribunal Superior de Justicia de Cantabria, relativa a la última modificación de la legislación autonómica sobre el régimen del suelo. Los lectores de este blog, buenos sabedores del Derecho urbanístico, recordarán que la Comunidad autónoma de Cantabria aprobó hace unos meses una reforma de su legislación de ordenación territorial y régimen urbanístico del suelo (a través de la Ley 2/2011, de 4 de abril). El objetivo, explicitado en la propia Exposición de Motivos, se dirigía a proteger el patrimonio de aquellos ciudadanos que perdieran su vivienda por existir una sentencia que confirmara la ilegalidad de la licencia o de la edificación y ordenara su demolición. “Terceros adquirentes de buena fe”, ajenos tanto a la ilegalidad de las actuaciones como a los procesos judiciales que condujeron a la orden de demolición.

Con el fin de proteger el patrimonio de estos “terceros de buena fe” la Ley cántabra articuló un sistema para que no se pudiera materializar el derribo de las edificaciones mientras esos propietarios no hubieran sido indemnizados por el Ayuntamiento. Se pretendía compensar a esos vecinos acudiendo al reconocimiento de la responsabilidad patrimonial municipal, al ser el Ayuntamiento el autor de una licencia declarada ilegal.

Muchos interrogantes y también algunas críticas expresamos cuando se publicó esa reforma el pasado mes de abril. A mi juicio, origina más problemas que soluciones este nuevo sistema, empezando porque, en mi modesto entender, las Comunidades autónomas carecen de las suficientes competencias para establecer esos mecanismos de expropiación del contenido de una sentencia. De ahí que no me haya sorprendido la admisión a trámite de una cuestión de constitucionalidad sobre la nueva regulación.

Me preocupó también que esa nueva regulación, en la práctica, podía favorecer los incumplimientos de la ejecución de las sentencias. Bastaba que un Ayuntamiento no satisficiera la indemnización para que no se derribara la vivienda y, en estos tiempos de crisis económicas, resulta elemental considerar esa situación.

Pero, sobre todo, lo que más sorprende es que la solución arbitrada por la Comunidad autónoma haya concentrado la solución, de manera exclusiva, en la institución de la responsabilidad patrimonial de la Administración, institución que está saltando por los aires debido a los abusos a los que se ha visto sometida. Ante cualquier daño y lesión se ha buscado el amparo maternal de una Administración para que asuma y compense los perjuicios. ¿Y qué pasa con los promotores y constructores que promovieron esas viviendas ilegales? ¿Para qué se regula desde hace tanto tiempo la acción de rescisión de los contratos, que incluye también la correspondiente reparación de los daños y perjuicios? ¿Para qué se ha insistido en los mecanismos de publicidad registral desde los años 90 de tal modo que se anote en el Registro de la Propiedad cualquier procedimiento de protección de la legalidad urbanística, cualquier recurso contencioso-administrativo que afecte a la nulidad de las licencias?

Parece que lo cómodo y fácil es siempre dirigirse a la Administración y que sea ella quien pague la factura. Y no perseguir a los responsables de tanta destrucción de ciudades y costas.

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