El comentario que sigue, también podría titularse con el viejo dicho de que en todas partes cuecen habas y toca, tangencialmente, los lamentables casos de corrupción municipal y el enorme abismo que se observa entre las inquietudes de los vecinos y las prioridades de algunos gobernantes.
Acabo de regresar de una ciudad italiana, con una extraordinaria calidad de vida; capital, por cierto, de una de las regiones con estatuto especial. O sea: de primera división y de eso también sabemos algo los españoles. Resalto estas circunstancias porque, el relato que sigue, podría parecer que responde al cliché de una ciudad anárquica y vital del Mezzogiorno. Pero no.
La anécdota que me sugiere la reflexión, es ésta: el conductor que me trasladaba del aeropuerto al centro urbano, al llegar a un cruce concurrido, giró a la izquierda pese a la enormidad de una señal prohibitiva. Me atreví a preguntarle si no estaba vedado tal viraje y me respondió, sagazmente, con otra pregunta: -¿ve usted esos jardines del otro lado de la calle? Asentí, ante la evidencia y feracidad de buganvillas y rododendros. Pues ya ve usted –sentenció-, el Ayuntamiento los ha recalificado para bloques de apartamentos; o sea que está bueno para darme lecciones de comportamiento.
El sucedido es rigurosamente cierto y cuenta con testifical suficiente. La verdad material, en términos jurídico-administrativos, es que el talud lleno de arbustos florales condenado a ser pasto del ladrillo no era una zona verde en sentido estricto, de dominio público, en suma, sino una franja patrimonial de titularidad municipal, a la que, durante largos años, se le dio un maquillaje provisional hasta mejor proveer. Pero el pueblo soberano, comenzando por mi interlocutor, entendió que aquello era proveer para peor, “sólo para sacar muchos cuartos” y que los jardines serían provisionales para el planeamiento, pero eran definitivos para el barrio. Vamos, que no estaban en precario. Me acordé de la abundante doctrina sobre el carácter meramente gestor y no de “dominus” de la Administración titular de un demanio adjetivado como público; o sea de la colectividad. Todo mentira, pensaría mi taxista. Lo de las plusvalías para la sociedad, no se lo cree ni un párvulo. Y desgraciadamente, cuando estamos viendo financiaciones irregulares de partidos e incrementos escandalosos de patrimonio en personajes de medio pelo, es lógico que acabemos contagiados de escepticismo ante el deber ser de los leguleyos.
La desconexión entre vecinos y munícipes, en efecto, es a veces escandalosa. Lo de “las necesidades y aspiraciones de la comunidad” es una bella frase del artículo 25 de nuestra ley básica local que, muchas veces, no encuentra eco alguno en los gobernantes que deben recabarlas y satisfacerlas. Y pongo otro ejemplo, éste de puertas adentro: en un municipio de cuyo nombre no puedo olvidarme –y sé que estas cosas se repiten por doquier-, los responsables de patrimonio huían como de la quema de un benemérito vecino de la zona rural que, un día y otro, denunciaba invasiones de caminos públicos inventariados o investigaba, sin premio alguno, el carácter vecinal de los no inscritos. Se gastaba sus duros, incluso, en acciones sustitutorias ante la desidia y el rechazo de quienes debían defender la cosa pública pero preferían no aguantar a aquel pesado y permitir, llegado el caso, la obtención de licencia para chalet en medio de un antiguo camino del común. Ellos sabrían por qué.
Para los que nos dedicamos a la docencia, cada vez es más duro, más irreal y más lejano, hablar del carácter corporativo de los entes locales. No sólo por lo iconoclasta de la Ley 57/2003, sino porque pensar en el gobierno de los vecinos por los elegidos entre los vecinos, amén de un galimatías es, en muchos lugares, una falacia a la que no son ajenos ciertos comportamientos de los partidos políticos.
¿Insumisión? Es una barbaridad, naturalmente. Pero entre saltarse, sin riesgo, una señal y cargarse una ciudad para hacer caja, todavía hay diferencias.
¿ Pero la caja quien la hace ? ¿ Los partidos políticos o los partidos de risa ?, vaya que algunos se parten el pecho y no se acabam de creer lo fácil que se las llevan echando una firmita por aquí, otorgando un permiso por allá, un P.A.U. por acullá, un S.P.U., etc..
Quizás en cumplimiento de nuestras obligaciones cívicas deberiamos ser tan insumisos como el taxista italiano.
Como siempre, el maestro Tolivar instruye deleitando y sacando enseñanzas de la vida cotidiana. En este caso, la ciudadanía, cada vez más, está aceptando pacífica y resignadamente unos modelos de comportamiento público que suponen carentes de ética.
La verdad es que me encanta hablar con los taxistas, sobre todo en el trayecto al aeropuerto (¡indefectiblemente oyendo la COPE!) y suelo «meter peseta» insinuando la poca moral pública del gobernante del sitio que visito. Para mi sorpresa la resignación latina se impone con comentarios del tipo: «bueno este roba pero el anterior no hacía nada, que era peor» o cosas así.
Gracias por el artículo.