Siguiendo las nuevas recomendaciones de la RAE, comienzo por quitar la letra te, entre consonantes, a postpandemia, aunque ello no se considere incorrecto.
En un anterior comentario, reflexionaba sobre la ruptura conceptual que había supuesto el coronavirus. Sin duda, una catástrofe social y sanitaria absolutamente imprevisible e, inicialmente –aunque la Ciencia hizo maravillas y la Unión Europea, también-, inevitable para la ciudadanía y los Estados ajenos a la aún poco esclarecida aparición del retrovirus. El concepto de fuerza mayor, en su clásica descripción ejemplificativa (incluso, como luego recordaré, ceñida a numerus clausus en algunas materias), tomaba otra dimensión exorbitante y no porque, en el pasado, no haya habido pestes, fiebres de diversos apellidos nacionales y mil patologías contagiosas y letales.
Es curioso que la invocación a la fuerza mayor («o situación de necesidad»), la hará el Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre, por el que se declara el estado de alarma para contener la propagación de infecciones causadas por el SARS-CoV-2, para permitir la circulación nocturna o el paso a otra Comunidad autónoma (artículos 5 y 6), dejando muchos interrogantes de apreciación casuística de esta excepción.
Previamente, el Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo, de medidas urgentes extraordinarias para hacer frente al impacto económico y social del COVID-19, sí había visto la fuerza mayor en los efectos impeditivos y la necesidad preventiva de la pandemia: «las pérdidas de actividad consecuencia del COVID-19 tendrán la consideración de fuerza mayor a los efectos de la suspensión de los contratos o la reducción de la jornada». Quince veces se hace referencia a la «vis maior» en la disposición, a propósito de la suspensión, reducción o regulación temporal de empleo. Obsérvese que no se dice que la pandemia es una causa de fuerza mayor, sino que lo son sus consecuencias laborales. Y es que, al menos en materia de contratación pública, el COVID no se ha considerado una causa de fuerza mayor. Recordemos, aunque sea bien conocido que La Subsecretaría del Ministerio de Cultura y Deporte planteó esta cuestión tempranamente a la Junta Consultiva de Contratación del Estado por la ejecución de los contratos de obras a ejecutar en la ciudad autónoma de Melilla, dado que la frontera con Marruecos permanecía cerrada, haciendo imposible la importación de materiales destinados a ejecución de obra pública.
La primera de las cuestiones planteadas se centra en valorar si desde el punto de vista jurídico sería posible considerar la pandemia ocasionada por el COVID-19 como un caso de fuerza mayor semejante a los descritos en el artículo 239.2 a) de la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público (LCSP) a los efectos de la obtención de posibles indemnizaciones derivadas de daños debidamente acreditados por los contratistas que los hubiesen sufrido, de modo que tales situaciones quedarían excluidas de la aplicación del principio de riesgo y ventura del contratista. La Junta Consultiva, en su informe 30/20, como previamente había hecho la Abogacía General del Estado, se ciñe al «numerus clausus» de supuestos que pueden permitir la excepción de la aplicación del principio de riesgo y ventura. El artículo 239 de la LCSP, al que se remite el artículo 197, regula los casos de fuerza mayor en la ejecución de los contratos públicos de obras «y siempre que no exista actuación imprudente por parte del contratista, este tendrá derecho a una indemnización por los daños y perjuicios, que se le hubieren producido en la ejecución del contrato» en los casos de fuerza mayor, entendiendo por tales: a) Los incendios causados por la electricidad atmosférica; b) Los fenómenos naturales de efectos catastróficos, como maremotos, terremotos, erupciones volcánicas, movimientos del terreno, temporales marítimos, inundaciones u otros semejantes y c) Los destrozos ocasionados violentamente en tiempo de guerra, robos tumultuosos o alteraciones graves del orden público. Las dos primeras letras se refieren a catástrofes naturales y la tercera a la violencia humana. Cabría preguntarse si hoy, con la experiencia de la pandemia, impensada por el legislador estatal y la normativa europea en la que se basó la LCSP, se tendría en cuenta una situación como la del COVID19, con 570.000 muertos en el continente.
Para el contrato de obras la normativa de excepción previó un régimen especial paliativo de las suspensiones. Tal singularidad tuitiva está contenida en el artículo 34.3 del Real Decreto-Ley 8/2020, de 17 de marzo, de medidas urgentes extraordinarias para hacer frente al impacto económico y social del COVID-19; precepto que, bajo ciertas condiciones como sería la apreciación de la imposibilidad de ejecución del contrato, permite, previa solicitud del contratista, obtener la suspensión hasta que dicha prestación pueda reanudarse. Y de ser procedente, serán indemnizables, entre otros, los gastos salariales que efectivamente abone el contratista al personal adscrito a la ejecución ordinaria del contrato, durante el período de suspensión; los gastos por mantenimiento de la garantía definitiva, relativos al período de suspensión del contrato; los concernientes a las pólizas de seguro o los de alquileres o costes de mantenimiento de maquinaria, instalaciones y equipos siempre que el contratista acredite que estos medios no pudieron ser empleados para otros fines distintos. Ese régimen singular es claro cuando el propio artículo 34.3 declara que «no resultará de aplicación a las suspensiones a que se refiere el presente artículo lo dispuesto en el apartado 2.a) del artículo 208, ni en el artículo 239 de la Ley 9/2017, de 8 de noviembre». La Junta Consultiva deja abierta, con cautelas, la posible modificación del contrato por causa de un acontecimiento imprevisible –la doctrina francesa del riesgo-, para adaptarlo a las necesidades surgidas como consecuencia de las medidas adoptadas para luchar contra el COVID-19. Y, además de recordar la jurisprudencia de la Sala 3ª, restrictiva y literal en cuanto a la fuerza mayor en la contratación, entiende que, en el ámbito civil, origen de toda regulación negocial, en el mismo sentido se pronuncia la Sala Primera, Sección1ª del Tribunal Supremo, en su Sentencia 1321/2006 de 18 diciembre, donde señala que «la fuerza mayor ha de entenderse constituida por un acontecimiento surgido “a posteriori» de la convención que hace inútil todo esfuerzo diligente puesto en la consecución de lo contratado (sentencia de 24 de diciembre de 1999)” . Y, en un caso como el planteado en la consulta, de la no entrada de materiales a Melilla, la obligación ha podido seguir cumpliéndose, aunque por un precio o en condiciones diferentes, por lo que la aplicación del concepto de fuerza mayor no es posible desde el punto de vista jurídico. La fuerza mayor, o su aplicación, también ha importado, lógicamente, a la jurisdicción social, a propósito de los efectos en las suspensiones y regulaciones de empleo, como puede verse, aunque la resolución es puramente procesal, en la sentencia casacional por unificación de doctrina 571/2022, 22 de junio, de la Sala Cuarta.
La doctrina del numerus clausus en materia contractual es antigua, como lo evidencia la STS (Sala 3ª) de 12 de marzo de 2008, donde, a propósito de un servicio de telesquí, en un suceso muy anterior a la sentencia, el tribunal dirá que «resulta imposible, pese a los esfuerzos de la defensa de la parte actora, encajar las alegaciones que tienen como referencia una actuación de un tercero, aunque sea una Administración Pública, que además es socio de la actora, como es el Ayuntamiento de Vielha-Mijaran, como una causa de fuerza mayor, al no ser admisibles como causas de fuerza mayor otras que no sean las enumeradas en el artículo 46 del Decreto 923/1965, de 8 de abril, por el que se aprueba el texto articulado de la Ley de Contratos del Estado, aplicable por razones temporales, que es el precepto de referencia por así disponerlo el artículo 67 de la mencionada Ley».
Todo ello parece llevarnos a la conclusión de la primera entrega de estas reflexiones: las tensiones que genera la invocación o refutación de la fuerza mayor merecen un nuevo tratamiento más ajustado a lo que ya no es aislado o coyuntural. Con todo el respeto, pese a sus contradicciones, a una evolución dogmática prolongada en los siglos, pero necesitada de una nueva visión. La relación entre el riesgo social y los servicios públicos es tan antigua como interesante. Pero la evolución es incontestable y el Derecho no puede sustentarse en una permanente inestabilidad por invocación de que o todo o nada es fuerza mayor. Y la casuística, vista la prolijidad y variedad de las situaciones sobrevenidas, tampoco es una herramienta útil.
La pregunta del millón es, resumida y toscamente: entonces, ¿qué es jurídicamente una pandemia con cientos de miles de muertos?
Solo un apunte ejemplificativo de que hay, incluso en casos indudablemente señalados como de fuerza mayor, carencias regulatorias importantes. Me refiero a la electricidad atmosférica; vulgo, rayos. Según las estadísticas, cada año mueren en España por culpa de los rayos entre diez y doce personas y unas dos mil en todo el mundo. Pues bien, la concreción normativa en España de este supuesto sí previsto en la LCSP es penosa.
Si vamos a un buscador parajurídico, leeremos que, en España, la normativa que regula la instalación de pararrayos se encuentra en el Reglamento Electrotécnico de Baja Tensión (REBT) que establece las condiciones y requisitos que deben cumplir los sistemas de protección contra rayos en edificios e instalaciones. Según esta información, el citado REBT establece que los edificios de más de 28 metros de altura o con una superficie construida superior a 5.000 metros cuadrados deben disponer de un sistema de protección contra rayos. Ojo: vayan a la disposición, aprobada por Real Decreto 842/2002, de 2 de agosto y, en un buscador del propio texto, escriban “rayo” o “pararrayos”. Sólo en las medidas para el control de las sobretensiones, se habla de la descarga directa o lejana del rayo y, en el punto 6 de la norma, como medida protectora, se indica que «con el fin de optimizar la continuidad de servicio en caso de destrucción del dispositivo de protección contra sobretensiones transitorias a causa de una descarga de rayo de intensidad superior a la máxima prevista, cuando el dispositivo de protección contra sobretensiones no lleve incorporada su propia protección, se debe instalar el dispositivo de protección recomendado por el fabricante, aguas arriba del dispositivo de protección contra sobretensiones, con objeto de mantener la continuidad de todo el sistema, evitando así el disparo del interruptor general». Pero las demás referencias al rayo van apellidadas de “ultravioleta”, que nada tiene que ver con la electricidad que nos cae del cielo. Y la palabra “pararrayos”, no aparece por ninguna parte. Debe de ser un término muy vulgar ya que, en articulado y anexos, sí se usa ambigua y profusamente la expresión “dispositivo de protección” que vale lo mismo para un roto que para un descosido. Y no es broma.
Y es que la regulación de los rayos y de sus medidas preventivas, no está en una disposición jurídica sino en la norma UNE-EN 62305, que establece el diseño y la instalación de los sistemas de protección contra rayos, así como su mantenimiento y revisión. Allí se dice que el sistema de protección contra rayos debe amparar todo el edificio, incluyendo las antenas de televisión, la chimenea, las tuberías y demás y que el pararrayos (aquí sí que se utiliza el término tan coloquial como preciso), debe estar conectado a una red de tierra que cumpla con los requisitos establecidos en la normativa técnica, que deberá ser revisado y mantenido periódicamente por personal cualificado; algo tan obvio como impreciso. También se recuerda que existen dos tipos de pararrayos permitidos por la normativa española: el más frecuente, el de punta Franklin (una varilla metálica puntiaguda que se instala en la parte más alta del edificio que conduce las descargas hacia el suelo) y el pararrayos con mallas conductoras.
Pero vuelvo, a esta pobreza regulatoria, porque esta normativa no es ni siquiera un reglamento administrativo, pese a su importancia, sino un producto, todo lo homologado y europeo que se quiera, pero de una entidad mercantil como AENOR, creada en 2017.
Esta regulación de rango ínfimo o ninguno prevé -¿con qué fuerza?- que el pararrayos debe estar diseñado y construido según las normas UNE-EN 62305-1, UNE-EN 62305-2, UNE-EN 62305-3 y sucesivas hasta 7, que recogen, entre otras, las exigencias técnicas para los componentes de conexión; los requisitos para vías de chispas de aislamiento; los requisitos para las fijaciones del conductor; las prescripciones para las arquetas de inspección de los electrodos de tierra y para los sellos de los electrodos de tierra o, en fin, los requisitos para los compuestos que mejoran las puestas a tierra.
Esta norma, lo he comprobado pese al escaso ardor con el que entro en estas regulaciones, es la versión oficial, en español, de la Norma Europea EN 62305-1.2010 que, a su vez, adopta la Norma Internacional IEC 62305-1:2010 y que anuló y sustituyó a la Norma UNE-EN 62305-1:200.
Pero me pregunto y termino por hoy. Supongamos que una entidad pública, por ejemplo, un municipio en la Consistorial, no tiene instalado un pararrayos, puntillosamente, conforme a las distintas entregas de la UNE-EN 62305 y en una tormenta descomunal, que las hay, un rayo causa daños, lesiones o muerte a personas que se hallan en el edificio. ¿Se exonera o no la Administración? Y podríamos poner el ejemplo adaptado a una situación contractual. Creo, sinceramente, que es poco serio. Ya que el artículo 239.2 a) de la Ley 9/2017, de 8 de noviembre sí prevé la fuerza mayor exoneratoria en el caso del rayo, ¿dejamos toda interpretación del hecho determinante a los jueces en una discrecionalidad inmensa o nos acogemos a la prosa de la UNE-EN 62305? Porque, la verdad, no creo que letrado alguno, por valor que le eche, invoque en la demanda o contestación, el principio iura novit curia.
Postpandemia, servicios y redimensionamiento de la fuerza mayor (I)