O no reformamos nada o lo reformamos todo para que, al final, lo importante no cambie. Éste país nuestro es país de extremos. Leo el Real Decreto-ley 13/2010, de 3 de diciembre, de actuaciones en el ámbito fiscal, laboral y liberalizadoras para fomentar la inversión y la creación de empleo que, de nuevo, plantea una serie de medidas de reducción del ámbito de lo público y lo social a mayor gloria de esa entelequia que hoy se da en llamar “mercados”. España, constituida en 1978 en un Estado social y democrático de Derecho, parece hoy empeñada en un afán reformista aparentemente impuesto por una Europa gobernada por unos anónimos “mercados” que, a la postre, pueden dar al traste con lo que el primer artículo de la vigente Constitución continúa aún estableciendo.
Se dice que es preciso reformar lo público aún limitando los derechos sociales de hoy para garantizar los de mañana. Se justifican liberalizaciones, bajo privatización, para otorgar un mayor margen a la empresa privada. Se postulan fórmulas de copago de servicios públicos o de privatización de los sistemas de pensiones, para trasvasar recursos financieros al sector privado. Se impulsa la reducción de la deuda pública para otorgar un mayor margen, todavía mayor, a la privada. Y en ello andamos. Con reformas laborales, cierre de líneas de acción y servicio en todos los niveles de gobierno, restricción de prestaciones sociales, inyección de liquidez al sector financiero, privatización del magro sector público restante. Todo porque lo exigen los “mercados”, todo para lograr su tranquilidad.
No creo, sin embargo, que los “mercados” vayan a tranquilizarse. Poco pueden hacer los Gobiernos, que asumen ante los ciudadanos que los eligieron todo el coste de los recortes que aquéllos imponen, para exigir cordura a quien se mueve hoy por el mismo afán especulativo que hizo hace algunos años que fluyesen ríos de dinero hacia nuestro país. Los mismos que en su día alimentaron la burbuja inyectando dinero en nuestro sistema financiero, que lo aceptaba gozoso y lo distribuía con fruición entre los cada vez más numerosos operadores inmobiliarios, hoy quieren recuperar lo prestado y exigen a lo público que devuelva su deuda, recortando derechos y prestaciones sociales, para que puedan recuperar a su vez lo prestado al sector privado. Los Gobiernos son simples esclavos de los mercados, marionetas en sus manos que poco podrán hacer para tenerse en pie cuando, saciados de sacrificios y sin margen para imponer más, suelten los “mercados” la cruceta y abandonen al país a su suerte. Los Gobiernos se deslizan directamente hacia la irrelevancia, postergados tras imperativos económicos. Y si los Gobiernos acaban siendo irrelevantes la democracia misma lo será. Se impondrá la “mercadura”.
Reformar un país no es labor de un Gobierno. Tampoco la construcción europea puede ser abandonada o delegada en manos de los Jefes de Estado y de Gobierno. Una y otra son el resultado de un compromiso y un esfuerzo colectivo, o no son. Y si en Europa los afanes nacionales parecen imponerse hoy sobre el compromiso integrador, esta España autonómica nuestra, que parece inspirada en algo parecido al cantonalismo que contribuyó a acabar con la I República, no parece tampoco proclive a emprender a ese esfuerzo colectivo. Ni invita a ello su sistema electoral; ni las fuerzas políticas que lo habitan, más o menos adormecidas o acomodadas en sus respectivas posiciones; ni la estructura político-administrativa del país; ni planteamientos políticos demagógicos e hipócritas que llevan a criticar donde no se gobierna lo mismo que se hace en ámbitos donde se gobierna; ni lo hacen, en fin, las fuerzas disgregadoras amparadas por grupos políticos con implantación territorial limitada cuya clientela exige para su propia supervivencia un avance sin fin hacia la ruptura del país. Ni España parece ya país de pactos ni los postulados éticos o ideológicos inspiran el voto de partes relevantes del cuerpo electoral.
No cabe pues esperar sino reformas como las realizadas hasta el momento. Sacrificios que se impondrán a los de siempre y que determinarán elevados costes políticos para quienes, desde responsabilidades de Gobierno, los impulsen. Sacrificios que se observan con complacencia por quienes, desde la oposición, observan el desgaste del llamado por la ciudadanía a gobernar. Pero la verdadera esencia de la crisis, la verdadera esencia del país, no será objeto de reforma. No cabe esperar una simplificación de la estructura político-administrativa y sí que sigamos inmersos en una permanente reforma administrativa que nada reformará, que se limitará a yuxtaponer nivel de gobierno tras nivel de gobierno en función de impulsos y ocurrencias de cada demarcación territorial. Barrios, distritos, entidades locales menores, municipios, ciudades autónomas, mancomunidades, comarcas, áreas o entidades metropolitanas, provincias, veguerías, comunidades autónomas, Estado, Unión Europea… niveles y niveles de gobierno que subsistirán. No es sólo un problema de gasto corriente, que también, cuanto una cuestión de adecuación de las estructuras de gobierno a las necesidades y capacidades del territorio. No se ha abordado tampoco, al menos de momento, un adecuado tratamiento de la mayor concentración de riesgo país, centrada en lo inmobiliario y en la devaluación extrema de las garantías que sirvieron de base a una irresponsable concesión de crédito del que sólo pudimos disponer endeudando más allá de cualquier límite razonable al conjunto del país. La posibilidad de refinanciación se acaba y los tiempos no mejoran. Ahora el sistema financiero se ve abocado a refinanciarse a sí mismo y, para ello, está en manos del exterior y de la “mercadura”. No se ha afrontado, ni resulta previsible que se afronte, una reforma en profundidad del sistema electoral que reequilibre representatividad e intereses generales, que preserve lo común de la voracidad de lo particular y garantice al mismo tiempo a lo particular su capacidad autónoma de gobierno.
Seguiremos reformando lo accesorio y recortando aquí y allá. Probablemente los sucesivos comicios no serán determinantes. Se conseguirá sorprender a ciudadanos y juristas, eso sí, desafectando en bloque y por disposición legal bienes de dominio público, trasvasando liquidez y garantías que escasean en lo público a lo privado sin tomas de control societario, alterando una y otra vez la fiscalidad al servicio de objetivos contingentes, modificando o prorrogando al alza o a la baja según convenga y justifiquen las diversos idearios políticos criterios de valoración de garantías y activos, imponiendo condiciones laborales por decreto-ley (por razonable y popular que el fondo del asunto pueda llegar a ser) y regulando ab absurdum procedimientos para creación de empresas que pocos parecen dispuestos hoy a crear. Continuaremos ocupados en imponer, en un solo artículo de una norma legal y por referencia a un mismo procedimiento, la realización de trámites en un día hábil, en el mismo día, en tres días hábiles, en el mismo día de la inscripción registral o, llegando al límite, en el de siete horas hábiles, “entendiéndose por horas hábiles a estos efectos las que queden comprendidas dentro del horario de apertura fijado para los registros”. Los “mercados”, mientras, a lo suyo.
D. Julio: Estas son las mismas ideas de siempre. Ni hay Mercados-lobos que se comen a los corderitos trabajadores ni hay «mercadura»: lo que hay es la propia esencia de la naturaleza humana: nadie está dispuesto (o al menos, no lo está hasta ciertos límites) a trabajar mientras el resto está cruzado de manos.Por cierto, la racionalización de las Administraciones Públicas que propone ¿cómo se hace? no será manteniendo lo existente: algo tendrá que cambiar. Bueno, me voy que me estoy escorando a estribor (eso dirán los bienpensantes)
Bueno… Todo es opinable. Personalmente pienso que los llamados «mercados», que tienen nombres y apellidos detrás, sí se están comportando como lobos y atacan a quien consideran que tiene menos capacidad económica para defenderse o reaccionar. Es una simple descripción de una realidad económica que conozco y que, efectivamente, funciona así. No creo que sea cuestión de trabajar o no trabajar…
En cuanto a la racionalización de las administraciones públicas hay mucho por hacer. En España tenemos una estructura administrativa que podríamos denominar «sedimentaria». Nunca suprimimos ni reformamos nada en profundidad para no herir ninguna susceptibilidad. Cuando algo no funciona como debiera (a juicio de quien gobierna en cada momento y lugar) simplemente se inventa algo nuevo que se superpone a lo existente. Eso explica la proliferación de niveles administrativos solapados y proclives al conflicto competencial (pues todos ellos son autónomos, salvo el Estado, que se dice soberano, aunque debiera serlo el pueblo realmente). Racionalizar es, de acuerdo con la segunda acepción del diccionario «organizar la producción o el trabajo de manera que aumente los rendimientos o reduzca los costos con el mínimo esfuerzo» y según la primera «reducir a normas o conceptos racionales». Personalmente me valen las dos. Realmente pienso que hay formas mejores de organizar lo público y que en España tenemos un problema serio de gobernanza (y de responsabilidad o, en términos del Jefe del Estado, de «sentido de Estado» por parte de las fuerzas políticas).
No soy proclive a cambiar mis ideas fácilmente. Lo cual no quiere decir que no se me pueda convencer, que se puede. Pero con argumentos.