Aprendí en segundo y tercero de derecho, en la asignatura de derecho penal, que cada tipo delictivo describe una conducta que merece un grave reproche social, una conducta que no es deseada ni tolerable por la sociedad y que sobrepasa los límites de la convivencia, al colisionar con los derechos de otros. Ante esto, el legislador aplica la llamada ultima ratio, es decir, el último recurso en forma de sanción económica o privación de libertad incluso.
En aquel momento de juventud, todo aquello me parecía una mera digresión para solaz del catedrático, algo que había que estudiar y ya está. Sólo después, tras madurar, me di cuenta de la importancia de la cuestión: lo esencial en el derecho penal es primero, determinar cuál es el bien jurídico protegido (BJP). Segundo, describir con claridad cuál es la conducta intolerable y reprochable, o sea el tipo. Y tercero, determinar qué pena debe corresponder a quien sigue esa conducta antisocial. Un último aspecto es la finalidad de la pena, es decir, qué se pretende conseguir con la misma: meramente castigo o venganza (ojo por ojo), castigo y reeducación o castigo y reeducación y reinserción. En pleno fervor democrático, nuestra Constitución optó claramente por este último aspecto. En el art. 23 se habla de que «las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social» lo que excluye de nuestro ordenamiento la pena de muerte, así como la cadena perpetua, aunque recientemente y ante la gravedad de algunas conductas, se inventa un instituto casi equivalente, la prisión permanente revisable. Se añade el adjetivo revisable de tal modo que se excluye la prisión de por vida, pero existe la opción de que un reo pueda no obtener jamás la libertad, lo que equivale en palabras que todos entendemos, a cadena perpetua. Vieja discusión filosófica sobre la bondad o maldad humanas y sobre si es posible que algunos delincuentes especialmente violentos o psicopáticos en realidad puedan realmente reinsertarse.
Sin embargo, quisiera incidir ahora en la cuestión del bien jurídico protegido, concepto jurídico frecuentemente olvidado, pero de imprescindible consideración cuando se aprueban normas, no ya penales sino de cualquier orden. Se trata de determinar en cada momento qué se pretende proteger, en primer lugar, porque ello determinará la gravedad de las sanciones, del reproche y, por otro lado, porque será un criterio interpretativo determinante cuando exista colisión de derechos. Así, dependiendo de cuál sea el BJP, se deberá determinar qué derecho merece mayor protección o cómo solucionar las posibles colisiones. Nuestra Constitución regula por ejemplo el derecho de propiedad en el artículo 33 «1. Se reconoce el derecho a la propiedad privada y a la herencia». Pero a continuación, modula este derecho indicando que «2. La función social de estos derechos delimitará su contenido, de acuerdo con las leyes». Y termina con un tercer apartado, que indica que «3. Nadie podrá ser privado de sus bienes y derechos sino por causa justificada de utilidad pública o interés social, mediante la correspondiente indemnización y de conformidad con lo dispuesto por las leyes». Así pues, existe el derecho a la propiedad cuyo BJP es la libertad individual, pero existe a la vez una posibilidad de verse privado de la misma si la sociedad precisa de esos bienes cuando existe una causa colectiva superior, eso sí, previa indemnización.
Por traer a colación un problema que me he planteado a menudo y que puede ilustrar la cuestión, lo mismo ocurre desde mi punto de vista con el derecho a la vida y el derecho a la libertad. No niego en modo alguno que la libertad es un valor básico a proteger, pero si este colisiona con el derecho a la vida, hay que determinar cuál de los dos merece mayor protección. Así, en el caso del aborto, llamado interrupción voluntaria del embarazo (quizás de forma eufemística, porque no se trata de interrumpir algo que puede luego seguir, sino de terminar con el embarazo) y dejando al margen cualquier cuestión moral, colisionan claramente dos derechos: el derecho a la libertad de la mujer de tener o no tener un hijo y el derecho a la vida, y se plantea el problema filosófico, que hay que plasmar en una norma, de qué hacer en estos casos. Decidir qué valor es superior, el de la libertad de la mujer o el de la vida del nasciturus. O en qué condiciones puede tener más valor uno que otro (los casos de gravísimo atentado a la libertad como el caso de una violación, malformaciones irreversibles o peligro de salud para la madre). No se trata de un problema de religión ni de moral, se trata de un problema filosófico. El derecho de la mujer a interrumpir un proyecto de vida de catorce semanas, cuando está plenamente formado parece a simple vista que no es un valor superior al de la propia vida. Cierto es que es aquí donde se empieza a discutir cuándo empieza la vida. La Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, con la reforma de 2015 indica en su exposición de motivos, a modo de poner la venda antes que la herida, que
«La presente Ley reconoce el derecho a la maternidad libremente decidida, que implica, entre otras cosas, que las mujeres puedan tomar la decisión inicial sobre su embarazo y que esa decisión, consciente y responsable, sea respetada. El legislador ha considerado razonable, de acuerdo con las indicaciones de las personas expertas [?] y el análisis del derecho comparado, dejar un plazo de 14 semanas en el que se garantiza a las mujeres la posibilidad de tomar una decisión libre e informada sobre la interrupción del embarazo, sin interferencia de terceros, lo que la STC 53/1985 denomina «autodeterminación consciente», dado que la intervención determinante de un tercero en la formación de la voluntad de la mujer gestante, no ofrece una mayor garantía para el feto y, a la vez, limita innecesariamente la personalidad de la mujer, valor amparado en el artículo 10.1 de la Constitución».
Recordemos que el art. 10.1 de la CE señala que «La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social». Pero olvida quizás que el art. 15 afirma tajantemente que «Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral…» Así que el problema que se plantea es:
-Determinar quién es “todos”. Al parecer un ser en proyecto pasa a formar parte del género “todos” a partir de la decimocuarta semana, antes no forma parte de “todos”.
-Determinar si el derecho a la libertad de la mujer está por encima del derecho a la vida del feto, es decir, decidir qué BJP tiene mayor valor. He ahí el problema de fondo.
Resulta sorprendente de algún modo que el art. 334 del Código Penal castigue con la pena de prisión de seis meses a dos años o multa de ocho a veinticuatro meses «quien, contraviniendo las leyes u otras disposiciones de carácter general, cace, pesque, adquiera, posea o destruya especies protegidas de fauna silvestre». Es decir, destruir un huevo de quebrantahuesos es mucho más grave que interrumpir un embarazo con un feto de once semanas, por ejemplo.
Cada cual tendrá su opinión y la cuestión no es nada pacífica, máxime cuando el Tribunal Constitucional lleva doce años (!) intentando (?) decidir la resolución del problema y parece ser que no se ponen de acuerdo; una cuestión que debería enviar a su casa a todos los miembros de tan alto Tribunal, puesto que el problema puede que sea que no se atreven a decidir, cuando es su obligación ineludible. ¿O quizás se está esperando a una anunciada y próxima renovación de sus miembros?
La determinación del BJP es pues, un elemento determinante para desentrañar las ambigüedades y oscuridades de las normas y debiera ser criterio interpretativo decisivo cuando el aplicador del derecho se enfrenta a la norma, de cualquier tipo que ésta sea, penal, civil o administrativa.
Las últimas leyes que se vienen publicando se ven precedidas de las larguísimas exposiciones de motivos, sin duda porque cuando se aprueban algunas insensateces normativas es necesario rizar el rizo de la argumentación para justificarlas, ponerse la venda antes que la herida, para tratar de convencer en el futuro al TC de la constitucionalidad de la norma cuando la misma se debata en tan alto Tribunal.
En los ayuntamientos nos planteamos en muchas ocasiones, ante el marasmo normativo existente, qué es lo que ha pretendido el legislador(en sentido amplio), con cada norma que aprueba (esto justifica jornadas, debates y artículos doctrinales). Porque cuando los medios son tan escasos en los municipios pequeños, es necesario pensar, a la vista de una determinada disposición, qué se ha pretendido con ella, qué es lo importante, qué es lo urgente, qué es lo imprescindible. Y cuando se comprueban -con perdón- los despropósitos que en muchas ocasiones se plantean, hay que decidir si realmente lo que se está pretendiendo es una nimiedad, casi siempre formal que no de fondo, o más bien algo que tiene una verdadera incidencia pública y real.
Obviamente no corresponde al aplicador del derecho cuestionar la aplicación o no de las normas. Si éstas existen, es necesario aplicarlas. No pretendo por lo tanto llamar al pasotismo o a la insumisión, mi deseo sólo es llamar la atención sobre los dislates que de continuo se aprueban y los medios con que se cuenta en los ayuntamientos. Cada norma pretende algo, posee uno o varios BJP. Debemos discriminar cuáles son éstos para aplicar el escaso tiempo de que se dispone, a lo necesario e imprescindible.