España siempre se ha caracterizado por una cultura política de escaso respeto y poca generosidad institucional. Las instituciones y las políticas públicas fundamentales (regulación, fiscalidad, educación, etc.) son como catedrales en proceso de construcción que se demora durante muchas décadas e incluso siglos. Las catedrales más hermosas son aquellas eclécticas que combinan las tendencias artísticas que han ido dominado en cada época: románico, gótico, renacentista y barroco.
Así son (o deberían ser) las instituciones públicas, construcciones compartidas mediante sistemas colaborativos entre diversos partidos y líderes políticos a través del tiempo. Cada legislatura deja su impronta y la próxima hace algunos retoques técnicos a lo realizado por la anterior y añade su propia visión arquitectónica. Todos, nunca mejor dicho, a favor de obra. En los momentos más críticos: diseño de los primeros planos o construcción de la bóveda central o del campanario es necesario que los arquitectos de los partidos más relevantes se pongan de acuerdo y lleguen a un consenso (en nuestro caso, por ejemplo, sería una ley de la función pública, o una ley de organización, o la ley del sistema de justicia o la ley de educación). Al fin y al cabo son decisiones críticas que van a condicionar extensos periodos de construcción, de varios mandatos legislativos, a los que afectará a varios partidos políticos. Con este criterio es como se edifican las instituciones públicas en los países más avanzados.
Un cierto consenso entre arquitectos con distintas ideologías e intereses y un respeto por lo construido por el maestro de obras del anterior gobierno no solo fortalece la institución sino que también aporta seguridad jurídica y coherencia a las políticas públicas en el tiempo. En la España institucional actual no se saben construir catedrales (instituciones) y no por falta de ingenio o de dominio de las técnicas de construcción. El problema reside en que cada líder, cada arquitecto institucional es sectario y desea acometer solo y en muy poco tiempo (cuatro años usualmente) obras que requieren varias décadas.
El resultado es que no hay nunca instituciones sólidas sino instituciones en estado incipiente de construcción que cuando alcanzan una cierta prestancia son derruidas por el siguiente arquitecto que desea empezar de cero. Es el efecto Penélope: tejemos durante todo el día de una legislatura para destejer la noche del cambio de presidente, alcalde, ministro o concejal. Siempre, por ejemplo, me ha producido una gran desazón viajar a alguna ciudad de América Latina y ver que un puente está construido a medias y lo sigue estando cuando regreso al cabo de unos años. Cuando pregunto qué está sucediendo con este puente el taxista me responde que fue una iniciativa del anterior presidente o alcalde y que al actual ya no le interesa. En España, afortunadamente, este desatino no sucede con las obras públicas pero sí, en cambio, con las instituciones y buena parte de sus políticas públicas más esenciales y estratégicas.
Las instituciones, sean estas organizaciones o sistemas de reglas del juego (función pública, sistema educativo, judicial, etc.) requieren constantes reformas con orientaciones políticas distintas pero no revoluciones cíclicas que siempre tienen como destino la casilla de salida y vuelta a empezar. Es totalmente crítico e imprescindible cambiar la cultura política de líderes y partidos para que respeten nuestras instituciones públicas.
En palabras de Víctor Lapuente podríamos decir que necesitamos más arquitectos políticos exploradores y menos arquitectos chamanes políticos y visionarios. Los políticos exploradores tienen un profundo respeto por la obra institucional y política de los arquitectos anteriores y sobre ella, y no contra esta obra, construyen su propio diseño institucional y político. Todo se circunscribe a un manual de estilo de carácter político en el que los distintos arquitectos (alcaldes y concejales como líderes) respeten a los albañiles de las instituciones y de las políticas (los funcionarios, los empleados públicos), y mantengan en sus puestos a la mayoría de los capataces de los albañiles (directivos públicos que ocupan puestos de libre designación) para que prosigan el proceso de construcción institucional bajo la nueva ideología arquitectónica.
En cambio, los políticos chamanes sienten un desprecio y una desconfianza a los equipo de albañilería y, muy en especial, a los capataces profesionales y los cambian por nuevos que suelen ser neófitos en conocimientos y técnicas de construcción institucional. Y estos nuevos equipos profesionales, quieran o no, se convierten en brigadas de derrumbes institucionales que no pueden ni saben respetar ni los cimientos institucionales. Y estos nuevos equipos empiezan, ya bastante avanzada la legislatura, a construir la nueva catedral institucional desde cero y así no hay manera que los ciudadanos puedan cobijarse en instituciones sólidas, solventes y confortables que les aporten seguridad jurídica y es difícil que puedan disfrutar de servicios públicos de calidad.
Además, cuando se producen estos cíclicos procesos de demolición y nueva construcción institucional se generan múltiplos espacios de incertidumbre y de descontrol que son el caldo de cultivo ideal para el clientelismo en la función pública y de pillaje o corrupción política. Es totalmente imprescindible que la clase política del país sea permeable a una formación rigurosa sobre las técnicas de construcción institucional y sobre la necesidad de respetar el patrimonio histórico nacional de carácter institucional. Este es uno de los cambios más relevantes en la cultura política que requiere el país.