Asistimos estos días de retoques y efectismo en el apuntalamiento de las últimas listas electorales a la incursión –o inclusión, sin más- en las mismas de destacados miembros de la magistratura; en algún caso con ya notables méritos en cuanto a servicio al poder gubernativo. También con fichajes estelares, materializados o fallidos, de estrellas de la toga que, como de unas décadas a acá viene ocurriendo, se plantean dejar los estrados por los hemiciclos, ministerios o casas consistoriales. Trayectorias y giros personales muy respetables en sí, porque las normas así lo consienten, pero que no dejan de generar una cierta desazón en la ciudadanía. Máxime si ese cambio de adscripción y servicio entre Poderes del Estado va acompañado de escándalos o hasta de posibles comisiones de delitos como estamos leyendo con ocasión de un asunto con origen insular.

¿Tienta el poder a los jueces o son los magistrados los que le tiran los tejos a los partidos de posibles? Quizá sea la pregunta del millón y a buen seguro que hay, como en casi todo acto bilateral, una querencia recíproca. Para profesionales con sentido de la cosa pública y vocación de servicio a la sociedad, ya no hablo del afán de protagonismo mediático, puede ser una frustración depresiva el pasarse los trienios decidiendo sobre pensiones compensatorias o multas de tráfico. Y ahí está también una de las causas de que, quienes quieren aparecer en los medios, puedan sobreactuar cuando el reparto o la guardia les trae un caso notorio, normalmente penal, con posibles investigados de postín o cifras astronómicas en lugares exóticos. Dicho sea lo anterior desde la admiración a quienes, en los tiempos del sesteo judicial ante la corrupción, se jugaron el prestigio y hasta el cargo, motejados de jueces-estrella cuando no siempre lo eran. Por no hablar de los que lucharon en primera línea contra el terrorismo y, más bien queriendo pasar desapercibidos y seguros, estaban en la diana asesina.

Pero lo malo no es el cambio de trinchera en el servicio al interés general. Lo temible, porque somos humanos y tenemos ideología y afinidades, es el regreso y las réplicas y dúplicas que, quiérase o no, alimentan –en personas que, además, también suelen moverse en los resortes de dirección del Poder Judicial- las dudas de la imparcialidad.

En un largo y conocido serventesio lleno de rimas internas, decía nuestro fabulista tinerfeño Tomás de Iriarte algo que viene al pelo para estos casos, a propósito del diálogo de un caballo con una inquieta ardilla:

 

-“Tantas idas y venidas; tantas vueltas y revueltas,

quiero, amiga, que me diga: ¿son de alguna utilidad?

Yo me afano, más no en vano sé mi oficio; y en servicio

de mi dueño tengo empeño en lucir mi habilidad”.

 

¿Para quién son de utilidad? ¿Para el país? ¿Para el inquieto juez? ¿Para la justicia? ¿O para el dueño ante el que hay que lucir la habilidad, como apostillaba el equino?

No es mal asunto el calibrar este y otros asuntos cruciales del Estado de Derecho desde las perspectivas morales de las fábulas. Precisamente, acaba de publicarse un nuevo y brillante estudio del profesor Sosa Wagner, lleno de erudición, propuestas valientes y juicios demoledores sobre esta cuestión y no sólo de puertas adentro de esta España donde la corrupción ha pasado de causar sobresalto cuando se detecta a generar decepción si no da carnaza a los titulares de un solo día. En la prensa gráfica, las entradas de los juzgados y tribunales han suplantado a las del Palacio de las Cortes, aunque más de uno conozca ambos ingresos o a las de las catedrales y reales monasterios, donde los famosos solían contraer nupcias ostentosas. Y algo tendrá que ver también la justicia en este despertar de un duro letargo. ¿O no había cohechos, comisiones ilegales, tráfico de influencias, blanqueos y prevaricaciones hace un par de décadas o tres? El mundo municipal, al que se debe este Blog, no cesa de helarnos el corazón y escribo estas líneas desde mi ciudad, en la que el Tribunal Supremo, tras mil pleitos e incidencias, acaba de fijar definitivamente el precio de una expropiación de un chalet convertido en sala de lecturas en más de sesenta millones de euros cuando, ya abusivamente para lo que es el mercado, se había partido de menos de tres. El equipamiento de su categoría más caro del mundo gracias a la pésima gestión de los expropiantes y sus permanentes incumplimientos de consignación durante un cuarto de siglo. A ver qué dicen ahora otros órdenes jurisdiccionales.

Pero volvamos a la opinión reciente de Francisco Sosa, que se une a las que han expresado otros maestros, como Alejandro Nieto y sin perjuicio de volver algún día sobre cuestiones jugosas y juiciosas que en su último libro, que aquí no es lugar de reseñar ortodoxamente, se examinan. Sosa, buen conocedor de un tema al que particularmente también he dedicado esfuerzos pues está en el epicentro de la lucha por la separación de poderes, como es la facultad represora de los alcaldes y, más tarde, la justicia municipal, viene partiendo, en un cierto ejercicio de determinismo, de que, incluso en los modelos primigenios de Estado de Derecho, en Europa –incluyendo nuestra Constitución de Cádiz- y América, el poder político se muestra reacio y desconfiado a asumir la independencia de los jueces, para, posteriormente examinar los cimientos del estatuto judicial insertados en nuestra Constitución de 1978, deteniéndose en el acceso, las responsabilidades, la movilidad y, cómo no, en el espinoso tema de las asociaciones y su real finalidad más allá de satisfacer el derecho del artículo 22, en relación con el 127, de la norma constitucional. Un estatus que impida, en suma, las frívolas, perniciosas y poco favorecedoras de la independencia, idas y venidas a la política gubernativa o parlamentaria.

Sosa vincula a la idea del servicio público alguna de las posibles salidas a la politización que, desde las asociaciones a los órganos de gobierno, hace temblar previsiones tan sagradas como la capacidad y el mérito o, incluso, el derecho al juez natural predeterminado por la ley en un sistema donde, para colmo, abundan los aforamientos. Por conocimiento muy cercano yo puedo dar fe del carácter de trampolín orgánico y político de las asociaciones judiciales. Es más, sabida es la paradoja de que, en un sistema que dice afianzarse en la independencia del juez, quien no está asociado es de peor o ínfimo derecho de cara a ser elegido para cargos de responsabilidad judicial que quien se somete a una disciplina tan respetable como gregaria. Y –reitero que es cosecha propia- me merece más respeto la afiliación a un partido político donde no hay tregua, aunque ello sea injusto, entre los contendientes, que a una asociación judicial donde el respeto a las puñetas y a las formas impide descalificaciones groseras e impone, lo que veo bien, un alto grado de mesura. De hecho, las asociaciones judiciales parecen inmaculadas en su funcionamiento y finanzas y las formaciones políticas o sindicales (tan aficionadas como los jueces a los cursos formativos) están todas bajo sospecha. Igual no es todo tan sencillo y ésta no es una historia de buenos y malos. Porque ha habido jueces que han acabado mal en la política o en la administración judicial, como todo humano que es de lo que se nutren estas entidades..

Mi maestro Sosa Wagner afirma que la receta es sencilla: pruebas públicas de ingreso, especialización seria y objetiva, carrera sin trampas ni sobresaltos, dignidad retributiva y jubilación reglada sin medidas a la carta, que alguna ha habido, no ya en el pasado, sino hace bien poco.

Conocido es, por su condición de personalidad pública, que ha venido abogando también, con precedentes nada exóticos, por sistemas de implicación en responsabilidades mediante sorteo; algo que dejaría fuera de juego a pactos y componendas para renovación del Consejo General del Poder Judicial o de la misma justicia constitucional, sobre la que también ha escrito más de una ves el catedrático de León, desmitificador de principios solemnes como la autonomía universitaria tras de la que se esconden, arteramente, no pocas de las corruptelas de la educación superior.

En la última aportación no deja de llamar la atención que Francisco Sosa quiera dirigirse primordialmente a personas curiosas y legas en derecho pero con interés cívico e intelectual por el problema de esa justicia que, como en la cita de comienzo de este comentario, llega a pasar por el canon de la fabulación, con ingenio y sus acreditados recursos literarios.

No es nunca, para quienes le conocemos estrechamente, un ejercicio de falsa modestia este propósito de Francisco Sosa, -admirado colaborador de este Blog-, que busca una función didáctica, de la mejor extensión universitaria en la que bebió como rescatador, entre otros, de don Adolfo Posada. Pero también quienes nos dedicamos al Derecho podemos sacar de sus ideas no pocas conclusiones; ratificar las que ya nos habíamos formado o cotejar las aparentemente discrepantes. De hecho se abre ahora un debate al respecto al que procuraremos estar atentos. Porque, además, la extensa obra jurídica y ensayística de Sosa es un ejercicio de coraje dialéctico, algo infrecuente en quien, por su alto grado de notoriedad, está expuesto a toda suerte de juicios y descalificaciones. Decía Esopo, referente del género de la fábula, que “es fácil ser valiente desde una distancia segura”. Y poco ha cambiado en casi veintisiete siglos. Aunque, claro, él trabajaba con animales.

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