Conferencias y jornadas

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Conferencias y jornadas

He tenido el honor, el gusto y el placer de asistir estos días a unas Jornadas organizadas por una veterana institución pública avezada en la promoción de la formación del funcionariado local y en estas lides académicas. Se trataba de adquirir –cómo no-  conocimientos, por cierto, con unos magníficos ponentes, sobre una nueva ley que va a entrar inminentemente en vigor después de una relativamente larga vacatio legis y que a todos los que trabajamos en la administración nos va a afectar. Todos hemos asistido en muchas ocasiones a conferencias, jornadas, seminarios, cursos, mesas redondas o como se quiera llamar, sólo leves matices de tiempo y forma pueden distinguir unas denominaciones de otras; a veces ni siquiera los matices, se les puede llamar como mejor le parezca a uno, nadie va a decir nada y además da igual. Puede tratarse de una sola conferencia o de varias, en un día o prolongarse días o semanas, dependiendo del tema y de la intensidad o profundidad con que se quiera abordar.

Como mero observador asistente a este tipo de eventos y relativamente habitual de los mismos, me parece oportuno plasmar aquí unas cuantas conclusiones sobre las que nunca se habla y sobre las que no está mal hacer un pequeño comentario siquiera sea en términos festivos.

En primer lugar hay que señalar que si se nos pregunta a los que asistimos a este tipo de cursos, diremos sin duda que la razón es la de actualizar conocimientos, estudiar el tema que se plantea para efectuar su traslación práctica de la esfera de la teoría a la praxis administrativa. Y ciertamente esa razón es real; al menos en un porcentaje muy alto, la razón fundamental de asistencia es aprender. Algunos posmodernos podrían decir reciclarse, expresión que detesto especialmente ya que puede parecer que uno se identifica con un embalaje de cartón que se echa al contenedor para convertirlo de nuevo en pasta de papel. Pero la razón de otra parte del porcentaje de asistentes, está constituida por el hecho de –en el caso de los habilitados estatales- departir unas horas amigablemente con otros colegas que, de no ser por ello, no se verían casi nunca, porque el trabajo de un FHE es como el del Sheriff que encarna Gary Cooper en Solo ante el peligro en términos de yo-me-resuelvo o yo-me-lo-guiso-yo-me-lo-como (la excelente película cuenta la historia de un solitario y noble sheriff, abandonado por los ciudadanos del pueblo que ha jurado proteger ante la inminente llegada de un grupo de bandidos). Realmente tan válida y adecuada es la razón de aprender para asistir, como la de ver a compañeros, charlar entre sí y hacer un poco de terapia de grupo contándose las últimas cuitas municipales en relación con las últimas posiblemente jugosas experiencias en el enfrentamiento diario ante la necesidad de resolución de problemas legales, el bonito, extenso, asistemático y variopinto mundo jurídico y la realidad. También así se aprenden cosas.

Otra observación a la que fácilmente se llega, es que si al curso – o jornadas o etc.-  asisten Alcaldes o electos, en los intermedios dan café con pastas y, hasta a veces, aperitivo, fritos y vino español. Evidentemente si se trata de meros funcionarios no habrá nada de eso, cuestiones presupuestarias, supongo. Ojo, no supone esto una queja, es una mera observación. Quien quiera comer o tomar algo, que se lo pague, uno siempre está más tranquilo así.

Alusión hay que hacer además al tema de la puntualidad y el cumplimiento de horarios. Pongamos un ejemplo. Si la Jornada comienza según el tríptico previamente repartido a las 9 de la mañana, hora que puede considerarse como bastante prudencial, es inútil ir antes de las 9,15; es perder el tiempo o ser un amargado madrugador masoquista. Es un sobreentendido hispánico que, mínimo, hay que esperar esos quince minutos de ¿cortesía? para que todos se vayan incorporando con tranquilidad, ya se sabe el tráfico, el aparcamiento. Un germano (he conocido a varios) se haría directamente el harakiri o recurriría en vía administrativa e incluso jurisdiccional. Bien, la primer conferencia debía terminar a las 10,30. Pero dado que el conferenciante tiene preparada su intervención para que dure ese tiempo, o corta por lo sano cercenando a machetazos su dicción (en cuyo caso saltan las diapositivas de powerpoint casi sin verlas) o bien cumple su programa y está todo el tiempo previsto, con lo cual termina a las 10,45 al menos. Comentarios y preguntas, un par nada más para justificar, y nos vamos sin darnos cuenta a las 11,00. Bien, ya treinta minutos de retraso nada más empezar. El moderador, visto el nerviosismo de la audiencia indica pues que como vamos mal de tiempo, se hace un descanso de diez minutos recomendando no abandonar el vestíbulo de entrada. Já, diez minutos. Se convierten al menos en veinte. Bueno y así, sucesivamente. El conferenciante de la tercera y última intervención de la mañana ya se ve sin opción. Tenía que terminar todo a las 14 horas y ha empezado, con suerte, quince minutos antes de esa hora. Así que convierte la conferencia, prevista para una duración de hora y media en unos cuarenta minutos. Éste sí que ha tenido que meter las tijeras sin piedad. Por supuesto, son las 14,30 y el moderador decide, con buen criterio, que es muy tarde, por lo que agradece la intervención y ya no hay opción (ni ganas de nadie por cierto) de preguntar.

Otra. Cuando las jornadas son “sueltas” suelen hacerse en viernes, no he llegado a concluir si se debe a que con ello se facilita la asistencia de los conferenciantes, de los organizadores o de los asistentes, que, ante la vista del fin de semana vamos probablemente con otra alegría, o nos animamos más a acudir contribuyendo al éxito de número de público asistente.

Por último un liviano comentario con respecto a la idoneidad de los lugares de celebración. Suelen ser muy cómodos, pero nada aptos para pasar varias horas escribiendo y entre textos legales; pero como se dice en Aragón, eso es lo que hay. En este caso, trescientos o cuatrocientos funcionarios sentados en lo que en un principio son cómodas butacas tipo cine de los ochenta-noventa, en un gran salón de actos en el que no hay lugar para colocar libros ni para escribir, si no es colocando un cartapacio que sirva de tabla sobre la rodilla derecha (salvo que se sea zurdo en cuyo caso sería la izquierda, claro), bastante bien iluminado para ver al orador (al fin y al cabo es un salón de actos) pero bastante mal para poder leer en el patio de butacas con cierta solvencia la letra de la ley que se tiene delante, que como es tan extensa, ha sido escrita en el texto que se maneja, a tamaño Courier 8 o quizás menor. Desde luego las notas al pie no se ven. Mientras tanto, con la descabellada idea de tomar notas, aunque sea para concentrarse un poco y vencer ese sopor que a primeras horas de a tarde es seguro que ataca, apoyas sobre la pierna derecha los folios en blanco y sobre un leve cartoncillo que los contenía que te han facilitado en la entrada. Cada vez que llegas al final de la línea se dobla el folio, con lo que hay que ir corriéndolo a medida que se escribe. Mientras tanto, sobre la otra pierna, la libre, apoyas e intentas sujetar el texto de la ley abierto por el artículo que te interesa y que intentas consultar y manejar, al tiempo que el conferenciante alude a cada uno de ellos. Levemente, inclinas el tronco hacia delante para poder escribir agachando un poco la cabeza. Pasan dos horas y al cabo, las cervicales empiezan a protestar, crujir y quizás necesitar un engrase, debido a lo escasamente ergonómico de la postura adoptada, avisando con un sordo dolor que se sitúa entre la nuca y la mitad del tronco. Estando en tan relajada inclinación postural, ocupas manos y brazos en intentar que no se te vayan todos los papeles al suelo. A la compañera de al lado se le han caído ya dos veces. Así que difícilmente puede uno seguir el hilo argumental del que diserta, al tener que estar pendiente de la física gravitatoria e intendencia de tantas pequeñas cosas. Bien, tratas pues de concentrarte en los argumentos del conferenciante, pero empieza a ocurrir lo que le pasaba a aquel personaje del genial Quino, Felipe (de las tiras de Mafalda). Felipe, que no es muy buen estudiante aunque sí muy buena persona, ha tomado la decisión de concentrarse y atender con detalle las explicaciones de su maestra y mientras ésta sigue con sus enseñanzas, Felipe repetitivamente piensa para sí, pronunciándose frases mentales continuamente del tipo “he de estar atento y no perderme ninguna de las palabras de la maestra”, “voy a ser un buen tipo y voy a aprovechar el tiempo”, “es importante lo que está diciendo por lo que tengo que estar concentrado”. Pasa un rato y la maestra termina. Y le pregunta a Felipe sorpresivamente que resuma lo que ha dicho. Éste, ruborizado y lleno de vergüenza, no tiene ni remota idea.

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