España no es un Estado fallido. Pero España sí es un Estado con fallos, con carencias que, en circunstancias tan complejas como las generadas por la larga pandemia COVID19, comportan costes económicos, sociales, políticos e institucionales. Es, eso sí, una democracia consolidada, con un sistema de partidos perfectible y un régimen electoral mejorable, pero plenamente democrático. Las urgencias, que las hay, no deberían ocultar lo estructural sino ayudar a ponerlo de manifiesto y, al igual que se atienden las urgencias, deberíamos ir pensando en que se atendiese el arreglo de lo estructural. El efectismo de las campañas electorales o el populismo rampante de los últimos años deberían alejarse de la configuración estructural del Estado. Este es hoy, quizá, el mayor riesgo.

La pandemia ha hecho que, una vez más, gane actualidad el debate sobre el modelo de Estado y sobre la garantía de los derechos fundamentales y las libertades públicas. Ya me he referido a esta cuestión en algún comentario anterior. De forma un tanto simplista en ocasiones no faltan quienes han planteado si solo se puede luchar contra el virus desde las instituciones centrales del Estado. Tampoco quienes se preguntan si solo puede hacerse limitando las libertades públicas y, en conexión con ello, dónde se encuentra el punto de equilibrio entre la protección de la salud y la protección de la libertad y cual es el contexto legal, de excepción u ordinario, en el que dicho punto de equilibrio ha de ubicarse. Lo cierto es que nuestro ordenamiento, quizá nuestra propia estructura institucional, no estaban preparados para una pandemia de estas características y extensión, territorial y temporal. Y hemos perdido la ocasión de adaptarlo. La normativa sobre los estados de alarma, excepción y sitio se aprobó cuando no existían aún la mayoría de las Comunidades Autónomas. La Ley General de Sanidad y la Ley orgánica de medidas excepcionales en materia sanitaria, que han de interpretarse conjuntamente, se aprobaron en 1986, cuando muchas Comunidades se habían dotado de Estatuto tan solo tres años antes y todas las competencias en la materia correspondían a la Administración General del Estado. Normativa de excepción y normativa ordinaria, atendiendo a su origen y contenido, distan mucho de estar adecuadamente trabadas. Por otra parte, la legislación procesal, en cuanto preveía autorización o ratificación de medidas sanitarias restrictivas de derechos fundamentales, no precisaba exactamente en qué tipo de medidas estaba pensando, si individuales o generales, plasmadas en actos individuales, generales o reglamentos, o en qué tipo de afecciones o restricciones de derechos fundamentales, dada la conexión de esta cuestión con la regulación constitucional de los estados de alarma, excepción o sitio. La reforma realizada, ya cuestionada constitucionalmente por algún Tribunal Superior de Justicia, fue francamente desafortunada. La normativa de régimen jurídico no contempla específicamente un régimen para los reglamentos de necesidad, como los que han aprobado, prácticamente de plano, muchas Comunidades Autónomas, sin que el recurso generalizado al Decreto-ley parezca una solución adecuada, por más que las circunstancias de extraordinaria y urgente necesidad sean innegables. En fin, los instrumentos no estaban afinados y de ahí la inseguridad. La clave está en una mayor densidad normativa, no excesiva, y en el juicio de proporcionalidad, ponderando la afección a derechos fundamentales, por supuesto, pero también a las libertades económicas, el impacto sobre la actividad empresarial o los derechos de los trabajadores, por ejemplo. No creo que haya respuesta unívoca. La crisis puede afrontarse desde la normativa de excepción y desde la ordinaria.

La crisis provocada por el virus puede ser también una oportunidad. Deberíamos aprovechar para reflexionar sobre la necesidad de construir un proyecto común. La mera suma de identidades o proyectos diferentes no da lugar en la mayoría de las ocasiones a un todo coherente. Un país ha de estar orgulloso de su diversidad, sin duda, pero sin renunciar a su identidad común. España se está diluyendo en debates egoístas, torticeros, localistas… sin que, hasta ahora, se haya sido capaz de invertir con energía ese proceso. ¿Qué tenemos en común? ¿Qué queremos en común? ¿No sería momento de hacernos estas preguntas o, al menos, de que alguien la lanzase al debate político y ciudadano? Es una reflexión necesaria, previa a cualquier debate constituyente, que incumbe por igual a todos los españoles, sin exclusión alguna. En la definición de ese proyecto común no se puede otorgar el protagonismo a quienes no lo quieren (una parte de la población de País Vasco y Cataluña, solo una parte), aunque tampoco deben ni pueden ser excluidos de ese debate, si es que desean participar en él de algún modo. Con exclusiones, de unos u otros, España no tendrá solución.

El sistema electoral no ayuda a lograr un debate sin exclusiones. Las circunscripciones provinciales hacen que la concentración de voto nacionalista en algunas de ellas deforme el debate ideológico del conjunto del país de modo que a la definición del arco parlamentario de izquierda a derecha se une la de un arco parlamentario que va del nacionalismo español al independentismo que defienden fuerzas políticas de algunos territorios. Desde la primera perspectiva los debates, y opciones políticas, son estructurales, afectan al conjunto del país. Desde la segunda, en cambio, los debates son territoriales, quiebran el país y, con frecuencia, hacen que las decisiones estructurales se vean condicionadas por el ideario y las exigencias nacionalistas o independentistas. Basta para comprobarlo recordar la tensión territorial que generó el primer estado de alarma, paradójicamente aprovechada también por fuerzas políticas estatales, por cierto, o, más recientemente, la suscitada por la aprobación de la normativa para la gestión del instrumento de recuperación de la Unión Europea en España, criticado, probablemente con razón, por la férrea centralización de las decisiones.

Cualquier proyecto común debe nacer, y mantener a ultranza, la lealtad institucional y con las instituciones, lealtad de las instituciones entre sí y lealtad de todos con las instituciones. Un proyecto común de futuro no se puede construir desde la deslealtad. Es preciso recuperar el concepto de lealtad constitucional, que se desenvuelve en dos planos, el de la lealtad individual de todo cargo público con el sistema institucional, incluso para cambiarlo, de modo que no se puede actuar desde una posición institucional para destruir las propias instituciones de forma torticera, dinamitándolas desde dentro ejecutando supuestos proyectos políticos, no suficientemente explícitos, no validados por los ciudadanos y al margen del debate constituyente; y el de la lealtad entre las instituciones, que no deberían ser utilizadas nunca para dinamitar el sistema institucional al margen de los procedimientos establecidos ni para confrontar proyectos políticos por encima de los intereses generales y el proyecto nacional común. Desgraciadamente, en tiempos recientes son numerosos los ejemplos de deslealtad, desde ambas perspectivas, que podrían traerse a colación.

Construir ese modelo común dando la espalda al proceso de descentralización política, y a los éxitos de todo orden que ha aportado al país, conduciría al fracaso. Ciertamente, las pulsiones independentistas de algunas fuerzas políticas en algunas Comunidades han generado en ciertos ámbitos una corriente de opinión contraria al Estado de las Autonomías. Esa corriente se ha magnificado con la pandemia. Para algunos analistas, la crisis de la COVID19 ha puesto de manifiesto todas las disfunciones y aberraciones del Estado de las autonomías. ¿Es justa esa crítica a nuestro modelo? ¿Es necesario repensar el estado autonómico? ¿Es conveniente?  ¿Es posible? El Estado de las autonomías debe cerrarse en algún punto, no puede ser un proceso sin fin porque, de serlo, aboca a la destrucción del Estado, al someterlo a permanentes reclamaciones de más y más descentralización política, administrativa, competencial y financiera hasta el punto de hacerlo inviable. Ejemplo de ello es el modelo de cupo vasco y navarro, de imposible generalización so pena de hacer inviable financieramente España como Estado. El problema es que el modelo vasco y navarro se han convertido en referencia, en el objetivo de otros, acaso obviando, o quizá deseando, la insostenibilidad del Estado desde planteamientos localistas e insolidarios. Tal proceder no es incoherente si el proyecto político es de ruptura, pero sí criticable cuando se impulsa desde la deslealtad, en el sentido antes expresado, o, por supuesto, si se trata de imponer al margen de la propia Constitución y la Ley. Es imperioso superar la cultura de confrontación y construir cultura colaborativa.

La revisión del modelo de Estado autonómico exige constitucionalizar un modelo cerrado, concluido, no susceptible de revisión sin reforma constitucional. En ese modelo, por supuesto, habría que incorporar reformas profundas, como la del Senado, para otorgar relevancia al hecho territorial limitando los poderes del Congreso en determinadas materias; reformar y mejorar los instrumentos de regulación y gestión colaborativa en clave federal; o simplificar la planta territorial de forma enérgica y mejorando la gobernanza. También reformar, coherentemente, el régimen electoral general para garantizar una representación coherente de intereses, ideologías y territorios. Por lo demás, la cuestión de la financiación, del Estado, las Comunidades Autónomas y las Entidades locales, es una de las cuestiones esenciales para la estabilización constitucional de España y, sin duda, está por afrontar. La demanda de más financiación es inevitable en un proceso descentralizador sin fin en el cual, además, las competencias para atender nuevos derechos o demandas sociales son fundamentalmente de las Comunidades Autónomas. Vuelvo de nuevo a la pregunta que hacía anteriormente ¿Qué queremos en común? Concretemos eso, determinemos el mínimo común denominador que ha de ser España y luego construyamos, o reconstruyamos, lo demás. Sin eludir debates, por más que no gusten a algunas minorías. Siempre hay minorías, es un efecto de la democracia ¿Son viables dos modelos de financiación desconectados? ¿Son viables bilateralidad y multilateralidad simultáneas? ¿Aceptaría el país dos niveles diferenciados de descentralización? No prejuzgo ahora las respuestas, aunque como todos pueda tener mi opinión. Pero sí pienso que esas respuestas, organizativas, administrativas, financieras, políticas, han de ser formuladas colaborativamente, sin imposiciones de las elites del Estado ni de las fuerzas independentistas, comunes, estables, participativas, globales y, por supuesto, soportadas por la mayoría constituyente, que no es una suma de mayorías de fracciones territoriales sino del conjunto de España.

1 Comentario

  1. Creo que no es correcto lo que dice, estamos en un estado de desguace auténtico, tuvimos a un presidente que se cepilló todas las cajas de ahorros con la colaboración de MAFO, un país en que los más preparados se tienen que marchar de aquí caso de mi hijo e hija aquí sólo tienen futuro a medias los funcionarios del estado y los colocados que creo que suman 4 millones de personas más o menos, estamos en un estado de quiebra cuando se debe más de lo que el país produce en un año caso de España es que estamos quebrados, aquí lo único que se puede ser es emigbrante tienen más ventajas que los propios nativos, con 17 reinos taifas uno de ellos inventado que no existia llamado Madrid, imposibles de mantener, y que no sirven absolutamente para nada, bueno si para mantener a una ingente cantidad de analfabetos cobrando un pastizal por no hacer nada.

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