Másteres, titulaciones falsas y currículums inflados encabezan cada día las noticias que nos envuelven. Algunas de estas acusaciones serán falsas, sin duda, y otras muchas verdaderas, a buen seguro. Pero no nos incumbe actuar de fiscal en estas líneas en las que queremos tratar de entender el porqué de tanta trapacería. Se nos podría responder con una obvia alusión a la picaresca. Es cierto, no cabe duda que esa es la razón última. Pero, ¿es la única?
Nos reímos de aquellos hidalgos pretenciosos del Siglo de Oro español. Ocultaban su triste estado bajo sus petulancias vacuas. No tenían para llenar la olla, pero vestían de fieltro, raso y terciopelo al menos en su aspecto externo, porque a la camisa y camiseta no llegaba el peculio. Rendían culto a las apariencias, a la posición. Nada eran, pero todo lo parecían. Figurantes patéticos que movían a lástima si no fuera porque eran legión. Quevedo los ridiculizó sin piedad y los pícaros de entonces hicieron escarnio de ellos, confundidos, también, bajo el manto grandilocuente de aquella hidalguía risible, famélica y fatua. El pícaro quería vivir de los demás, engañando y robando. El hidalgo quería engañarse a sí mismo, aparentando ser lo que no era y viviendo de unas glorias pasadas que lo convertían en un enternecedor espectro.
Pasaron los siglos y los bisnietos de los bisnietos de aquellos pícaros desvergonzados y de aquellos hidalgos petulantes, que somos nosotros, alcanzamos a habitar en una democracia avanzada, con una calidad de vida casi homologada con la Europa rica, algo inimaginable durante siglos para muchas generaciones de españolitos sufrientes. Todo parecía haber cambiado, pero la sangre es la sangre y siempre termina reclamando su tributo de herencia genética. Que todo cambie para que nada cambie, al modo Lampedusa. Hidalgos fueron los bisabuelos e hidalgos continuamos siendo sus descendientes posmodernos. Antes, se presumía de sangre, familia y títulos. Ahora se continúa presumiendo de título, pero de título universitario, que siempre queda muy bien. Poder dar a sus hijos una carrera universitaria – con su inherente prestigio social y su supuesto aval profesional – fue el sueño para nuestros abuelos. La titulitis se apoderó de nuestra sociedad, más preocupada por ostentar títulos sonoros y emitidos por entidades de prestigio que de una formación práctica y aplicable.
Así, el honor de la familia parece depositarse en el prestigio de las titulaciones de la camada. Mientras más sonoras, mejor, y a ser posible de universidades lejanas con acento inglés donde el vecino no llegue con su presupuesto. Porque el sueño de cualquier hidalgo es destacar por encima de los otros. Como los círculos de Dante, la hidalguía y la titulitis va por niveles de distancia y presupuesto. Los de pueblos aspiran a estudiar en la universidad de la capital, los de la capital de provincia, en Madrid, Pamplona o Barcelona; los pudientes en Estados Unidos, Suiza o Inglaterra. Existen infinidad de argumentos para justificar una y otra decisión, pero todas se engloban bajo la familia combinada de la hidalguía y la titulitis, en la que se pondera tanto el prestigio del título como la distinción social que produce. Y en un país de hidalgos afectados como estamos por la titulitis, los padres ahorrarán al límite de sus posibilidades para pagar la mejor educación posible a sus hijos. ¿Y es malo eso? No, no es malo siempre que seamos conscientes del culto excesivo que rendimos a las apariencias.
Pero una cosa es el síndrome del hidalgo que padecemos en forma de titulitis, síndrome amable, cateto si se quiere y risible, si ácidos nos ponemos, y otra cosa bien distinta es su matrimonio con la picaresca, el otro pecado capital de la sociedad española de todos los tiempos. Hidalgos y pícaros fuimos cuando aparentábamos ser de mejor familia, hidalgos y pícaros somos cuando adornamos nuestros currículums con titulaciones no cursadas ni, por supuesto, aprobadas. Nuestra hidalguía congénita, nuestro impulso por aparentar lo que no somos, se alía con la picaresca patria tan acrisolada en nuestro comportamiento social para engendrar la madre de todas las pillerías: máster falsificados, alumnos que aprueban sin presentarse a los exámenes, currículums inflados sin pudor con falsas titulaciones y demás desatinos y fraudes tan conocidos como frecuentes. Pícaros y truhanes fuera de la universidad, pícaros y truhanes dentro de ella, mercaderes de títulos y tituletes, a cambios de favores, prebendas y doblones de buen cuño.
Quizás gracias a la acción combinada de la titulitis con la hidalguía podamos resolver uno de los grandes misterios de la sociedad española. ¿Cómo es posible que, a pesar de ofrecer mejores salidas profesionales, la formación profesional sea despreciada frente a la universitaria? Pues por eso, por la combinación natural de la titulitis e hidalguía en la que habitamos y que tiene como triste muestra que el universitario mire por encima del hombro al de la FP.
Los pícaros lo saben. Falsear un título es muy rentable. En un país de apariencias, como el nuestro, si no ostentas un título universitario no eres nadie. Ni en la vida, ni, mucho menos, en la política. Infectados por la titulitis – versión excelsa de la hidalguía – nadie quiera quedarse atrás en esta feria de las vanidades. Por eso, si no se tiene el título, se inventa y ya está, listo para el nuevo cargo. Pícaros desvergonzados que devalúan el esfuerzo universitario y a la mayoría honrada de alumnos y profesores. Pero así fuimos, así somos y, probablemente, así continuaremos marchando por este sinuoso camino de la historia. Hidalgos y pícaros, que triste condición la nuestra…