El próximo 20 de junio se cumplen cuatro décadas de la sentencia contencioso-administrativa de la antigua Sala Cuarta del Tribunal Supremo, que impuso, de forma ejemplar, aunque tardía, las garantías de la Ley de Procedimiento Administrativo y, particularmente, el trámite de audiencia al afectado, en el cierre gubernativo de burdeles.
Retrocedamos en el tiempo. La Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso, se hallaba debatiendo el informe de la Ponencia sobre el futuro texto constitucional. En España, aunque ya con no poca relajación y constatación de desuso, regía teóricamente el Decreto-ley de 3 de marzo de 1956, obra, según parece, de Blas Pérez González, ministro de la Gobernación y catedrático de Derecho civil, aunque esto importe menos. Dicha norma declaraba actividad ilícita la prostitución y ordenaba de plano la clausura de locales en los que se ejerciera el lenocinio. Todo ello, con independencia de sanciones de diverso orden y distintos destinatarios.
Es lo cierto que, como se ha apuntado, la tolerancia –tan arbitraria cuando se quería reprimir-ya se había instalado en la sociedad española en una actividad difícil de erradicar, como la historia y el derecho comparado evidencian. Pero el Decreto-ley, subsistía y así lo declaró el Tribunal Supremo en plena Transición. Valga recordar las sentencias de 5 de junio de 1976 y 18 de mayo de 1977. Esta última, además, entendía que el cierre de prostíbulos era una medida reglada, instantánea y ope legis que compelía a Gobernadores civiles y otras autoridades, no una sanción. Quizá el Tribunal quiso obviar de esta forma que, con las leyes al uso –y la de Procedimiento era posterior al citado Decreto-ley- no podía imponerse sanción sin procedimiento, como si en la tipología clásica de castigos administrativos no estuviera la clausura de establecimientos, al lado de la suspensión de actividades o el decomiso de instrumental junto a las multas pecuniarias.
La referida sentencia de 20 de junio de 1978 declara subsistente el Decreto-ley de 1956, pero cambia completamente el razonamiento: tras declarar que en la resolución de una alzada no cabe invocar con carácter de subsanación, el Decreto-ley que daba pie al cierre gubernativo inmediato, el Tribunal también pone en tela de juicio el propio concepto de sanciones de plano «del artículo 137 del antiguo Reglamento de Procedimiento del Ministerio de la Gobernación, de 31 de enero de 1947», ya que, en una tramitación u otra «el expediente debió instruirse con aplicación, cuando menos, de los principios positivos fundamentales expresos de la Ley de Procedimiento Administrativo, así en cuanto a la instrucción para acreditar los hechos, como en lo relativo a la garantía del particular, y al no haber ello recibido cumplimiento hay que estimar viciado el procedimiento desde su incoación y en consecuencia procedente su anulación con la de los actos impugnados para que, retrotrayéndose a aquel momento, pueda dictarse una resolución fundada».
Como puede apreciarse, el Tribunal considera sanción el cierre del local y le exige, sin cuestionar la medida final y, en suma, su vigencia –no había juicio de constitucionalidad posible-, las garantías propias de la derogada Ley rituaria, de 17 de julio de 1958.
Abolida la medida ejecutoria directa, el Decreto-ley de 3 de marzo de 1956, perdió interés aplicativo. La decisión “de plano” ya no tenía cabida, lo que se evidenció medio año más tarde, con la promulgación de la Constitución de 27 de diciembre de 1978 que, como ya señalé hace años, en interpretación conjunta de los artículos 24, 25 y 105 c) convertía en pasado el cierre gubernativo instantáneo de los burdeles y meublés.
Una decisión garantista e innovadora que debe celebrarse de alguna forma, aunque la situación actual en el complejo tema de la prostitución no sea como para tirar cohetes.