De lo público y lo privado en el urbanismo de este país nuestro…

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De lo público y lo privado en el urbanismo de este país nuestro...En este país nuestro cualquier confrontación de lo público con la propiedad parece condenada al fracaso. No porque no se pida a lo público acción, que se pide, ni porque los poderes públicos no sean para el común de los ciudadanos fuente necesaria de ayudas y subvenciones para acceder o consolidar la propiedad, que lo son. Así parece porque cuando la acción pública se proyecta sobre los intereses privados, que podrían ser los propios, cualquier ciudadano recuerda aquello de “pon tus barbas a remojar”. Si no hay suelo que se expropie, pero que no sea el mío. Si la gestión se paraliza que la garantice lo público, pero que se mantenga la gestión privada y, sobre todo, que no se alteren las condiciones de competencia ofertando públicamente más barato lo que el mercado ofrece más caro. Si un Municipio no es capaz de gestionar o controlar, que gestione o controle el Estado o la Comunidad Autónoma, pero sin agredir en modo alguno ni menoscabar las actuales cotas de autonomía municipal. Nos debatimos en un eterno sí pero no.

No estamos ante un fenómeno propio únicamente del urbanismo o la vivienda. Es una impronta del país. Recientemente, varios prohombres de la banca patria, privada por supuesto, lanzaban cierto aviso a navegantes acerca de la toma de participaciones por el sector público sobre los bancos privados. Y es que, como ellos mismos argumentaban, bien está que lo público con sus dineros y capacidad de endeudamiento, con su poder para recaudar de los ciudadanos por vía tributaria, acuda en rescate de lo privado cuando vengan mal dadas, bien está que se socialicen las pérdidas para mayor gloria del mercado, ora operativo, ora restaurado. El argumento del banquero era demoledor: Acepta las intervenciones, entendidas como tomas de control transitorias para inyectar recursos públicos que saneen lo que privadamente no ha funcionado, incluso son necesarias; pero de ahí a banca pública, a toma de capital por los entes públicos, hay un trecho que no tolera que se recorra. En definitiva, bien está que los fondos públicos sirvan para paliar las crisis privadas, pero nada más. Que no quede ni un solo reflejo de esa inversión una vez devuelta la entidad intervenida a la normalidad del eficiente mercado, a sus gestores y propietarios privados.

Pueden los lectores críticos acusarme de provocador al hacer tal día como hoy, poco después de la reciente intervención de Caja Castilla-La Mancha, semejante paralelismo entre el sector financiero, por un lado, y lo urbanístico y lo inmobiliario, por otro. Pues sí, algo de eso hay, al tiempo que negación de supuestas ineficiencias de una banca pública en competencia con la privada y, por tanto, con capacidad regulatoria del mercado. Pero es que la comparación es tan clara, el paralelismo tan evidente, que es difícil no utilizarlo. En el urbanismo, como en la banca, nada se pide ni se acepta de lo público cuando hay negocio. En cambio, el urbanismo, como la banca, reclaman dinero público cuando el negocio, por actos propios o ajenos, por razones coyunturales o estructurales, falla.

En este país nuestro el urbanismo, por muy público que se haya pretendido, ha venido funcionando como un negocio privado que había de sufrir las trabas impuestas desde la administración en forma de planes urbanísticos. El plan no era más que un obstáculo que, a la postre, cualquier empresario que aspirase a operar en el sector sabía que tenía que tratar de controlar. Eso explica la que algunos llamaron “jibarización” del derecho urbanístico. Menos determinaciones legales, más cancha al negocio. Eso explica la tendencia irrefrenable a reducir los contenidos normativos del planeamiento, o eliminarlos incluso en su dimensión temporal o, con el ataque frontal a la previsión de densidades, al otorgamiento de la primacía al metro cuadrado sobre la persona. Eso explica, a la postre, los convenios urbanísticos. Todo al convenio, nada a la ley (en su exponente máximo la legislación aragonesa subordina los dos títulos que dedica a la ejecución del planeamiento a un convenio de gestión… ¡dos títulos enteros!). Planes de metros cuadrados y no de ciudadanos, planes de colores aleatorios y no de modelos, planes pactados entre el interés público y privado que nacían condicionados por éste en su origen y convertían el proceso teóricamente participativo de planeamiento en una mera sucesión de papeles. Ése fue el propósito, parcialmente conseguido, de la legislación estatal sobre suelo de 1996-1998.

En este país nuestro la gestión de la obra pública urbanística ha estado al margen de cualquier control, entregada a unos entes de naturaleza administrativa, las juntas de compensación, que contrataban y gestionaban sin sujeción a norma alguna de derecho público. Hasta tal punto ha sido así que se llega a afirmar seriamente por los defensores de tal situación que la obra pública de urbanización gestionada por la junta de compensación no es pública sino privada. La interposición de una entidad gestora de base privada convierte en privado lo público. Nada pesa en tal forma de argumentar que la misma obra gestionada por la Administración en el marco de los sistemas de expropiación o cooperación sea pública y esté plenamente sujeta a las normas europeas y españolas de contratación del sector público. Nada pesa, tampoco, que la junta de compensación tenga naturaleza administrativa; nada que sus actos estén sujetos a recurso ante la administración actuante o que ésta, en definitiva, sea la que ha de aprobar o no decisiones capitales de la junta, tanto desde el punto de vista organizativo como sustantivo, cuáles son estatutos, bases de actuación, proyectos de urbanización y proyectos de reparcelación. Lo público se convierte en privado. Claro que… ¡son los propietarios, estúpido! Eso lo explica y lo justifica todo. La junta de compensación está integrada, fundamental pero no exclusivamente, por los propietarios y eso, en este país nuestro, es fundamental. Si tenemos en cuenta, además, que junto a los propietarios cabalga toda una cohorte de técnicos y juristas a su servicio o, al menos, al de los mayoritarios, las piezas del rompecabezas empiezan a encajar.

En este marco adquiere pleno sentido, por cierto, uno de los debates fundamentales de los últimos años en el urbanismo patrio, el del urbanizador. Un debate interesante, e interesado, en el que subyace el intento de unos de aplicar al urbanismo, que ha venido funcionando como ha venido funcionando en los últimos setenta años, los principios generales que ordenan la acción pública en multitud de sectores económicos; y la voluntad de otros de impedirlo, de continuar manteniendo el actual statu quo, pese a quien pese. Sin embargo, ni el debate da para tanto, ni los argumentos que aportan los defensores de la actual situación, que amenacen y advierten de todos los males, son tan concluyentes, ni son tantas las diferencias prácticas entre gestión indirecta por urbanizador y por compensación o, al menos, entre los abusos a que la compensación y el peor modelo de urbanizador, el aplicado en la Comunidad Valenciana, han amparado. Pero eso será materia del siguiente comentario…

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