A casi todo el personal, aunque proclame a los cuatro vientos que no le importan los cuchicheos, le va el morbo de escudriñar la paja en el ojo ajeno, probablemente para matar el tedio cotidiano o porque de ese modo tienden a sentirse mejor que el otro al verse superiores (como en los accidentes de tráfico, las desgracias sólo les ocurren a otros). Nadie parece ver ese bodrio inmoral de programa que es Gran Hermano –lo que faltaba, última versión, la VIP- que va por la diecitantas ediciones, pero ahí sigue; y si está, es que hay gente que lo sigue viendo y disfrutando del cutrerío. Bien parecen saber los productores que aunque cutre y probablemente inmoral, es como la chatarra, siempre parece haber un comprador. Que sea moral o no, no lo asumen como un problema, ellos elaboran y venden un producto y tranquilizan su ser pensando que es el que acepta ese producto el responsable de verlo o no porque nadie le obliga. Como decía un amigo, sin saber cómo uno se pone a zapear y muchas veces acaba en el Sálvame prodigio de periodismo, pendiente de que le den un Pulitzer.
Así que muchas personas disfrutan de la observación de la ajenidad, regocijándose del espectáculo de la desgracia de otro. Es el deporte de cuchichear, murmurar y hacer de correveidile. Porque cuando todo va normal, si la vida transcurre plácidamente, no hay noticia. La noticia es sólo lo que se sale de la normalidad. El fenómeno ahora en las redes se multiplica, ya que antes los menos valientes se quedaban en casa, no fuera a ser que alguna piedra de las que vuelan erráticas aterrizase en su cabeza. Ahora vemos que hay personas con las que uno se relaciona, y que si en el trato personal son realmente tímidos, quizás verbalmente incompetentes y socialmente no muy adaptados, un día tropiezas por causalidad con su rastro en internet y te dan la sorpresa: tras la pantalla son dicharacheros, graciosos, se expresan con soltura, aunque casi nunca con corrección formal, y muestran un desparpajo ciertamente notable. Es el milagro binario.
Así las cosas, en las comunidades locales, los debates vecinales en una buena medida están dejando de estar en el carasol del ágora pública (ese carasol de Ramón J. Sender describió tan magníficamente en la novelita Réquiem por un campesino español) o en el bar, salvo naturalmente que se trate de ver un Madrid-Barça, que se procura seguir viendo en grupo, físicamente, para disfrutar de la derrota del otro. El debate se desplaza a las redes sociales. En gran manera Facebook y Twitter vienen a ofrecer información, intoxicación y opinión de forma rápida y gratuita. En los plenos municipales es frecuente que los concejales se interpelen unos a otros con los comentarios que la gente de la calle hace en el bar o la plaza, la vida local... Y cuando empieza el sarao dialéctico, habitualmente de escaso calado intelectual, en el que el uso del argumento y tu más es normal, el interpelado pregunta directamente quién y dónde se ha dicho lo que se ha dicho, no se suele contestar acerca de la persona pero sí del lugar, habitualmente el bar. Ahora no siempre es ya así, en los últimos tiempos los comentarios fluyen desde la red, en los grupos de afinidad y de amigos y las polémicas, a veces agrias, se alimentan a través de ella. Y el resignado fedatario público que no está al tanto de esas movidas debe intuir de qué va y duda sobre si debe hacer constar que el Concejal X pregunta si es cierto lo que se dice en el feisbuc acerca de cualquier cosa.
Las redes son una potentísima herramienta de comunicación, pero es obvio que en algunas ocasiones a muchos se les va un pelín de las manos. De hecho –con perdón- a algunos se les va directamente la olla, porque están más pendientes del móvil que de si el otro se ha teñido de pelirrojo. Es tan simple escribir una frase y darle al intro-enviar-tiruri, que cuando alguien quiere darse cuenta ya es demasiado tarde. El disparate o la maledicencia ya se ha lanzado y lo que es peor, no hay vuelta atrás. Lo que, en vez de propiciar un útil debate sereno de ideas, puede alimentar sentimientos encontrados y llenos de visceralidad y encima, dejando un rastro difícil de borrar. Mejor respirar hondo y contar hasta diez antes de darle al enviar-tiruri. Alguien que ha pronunciado una palabra ya no es dueño de ella, ya no puede no haberla dicho. Mucho menos en las redes, donde queda el despropósito per sécula seculorum. Por mucho que se diga, no existe derecho al olvido del Gran Hermano. Es el Big Data, se sabe (lo saben) todo de casi todos. Mucho se debería reflexionar acerca de ello. Y también los tertulianos mediáticos deberían ser más cuidadosos. Deberíamos recordarles que hay que poner la mente en funcionamiento antes de poner la lengua en movimiento.
Estos días asistimos al exhaustivo escrutinio de lo bueno, lo regular y lo horrible que los antes antisistema reconvertidos ahora en servidores públicos (y autoconvencidos de que pueden hacer lo que se les ocurra porque poseen una innata legitimidad moral proveniente de la calle y de la izquierda) han dicho en las redes y muchos andan como locos tratando de revisar y borrar en su caso las burradas que han ido profiriendo cuando, ni por asomo, pensaban que iban a estar donde están ahora. El gracioso Concejal Zapata ahora se va a tener que ver en los tribunales para explicar esos chistes de hace tres o cuatro años. Aunque, obviamente, quedará en nada por aquello de la libertad de expresión y aquello otro de no haber animus injurandi. Y por una razón práctica: los propios juzgados, caso de prosperar el asunto, se verían colapsados, ya que en este país de vendettas son muchísimas las personas las que han escrito en su twitter o en grupos de whatsapp chistes de lo más incorrectos para minorías étnicas u homosexuales. La cuestión es que el Sr. Zapata en un alarde de coherencia, dimite como Concejal de Cultura a las veinticuatro horas de su toma de posesión (incluso, milagrosamente, antes de haber sido designado), pero no renuncia a entregar el acta de concejal. Y si bien considera coherente no ser concejal de cultura sí considera que no hay problema en ser Concejal de Distrito de Fuencarral. La verdad es que no entiendo muy bien la cuestión, los fuencarralinos estarán celebrándolo. En fin, cuando ya no hay retorno se intentan justificar estas conductas con aquello de “son pecadillos de juventud” y que uno cambia cuando tiene responsabilidades.
Dijo un sabio que uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras. Y ese mismo sabio dijo que sólo deberíamos decir aquello que resulte útil para la persona con la que hablamos o, en todo caso, que no le hiera. Y añado que nadie está en condiciones de dar lecciones morales a nadie, al final puede ser que esas lecciones sean como un boomerang que te dé en la testuz cuando menos te lo esperas. Ya lo dijo Jesucristo: quien esté libre de pecado que tire la primera piedra.
Ignacio, como siempre, puliendo otra de las aristas en torno a la sensatez y el sentido común.
Siempre he sido un orwelliano convencido, ya sea en su vertiente de un optimista pegado al asfalto o de un pesimista con ciertos horizontes, algo así como un mix de los entrañables personajes de Quino, Miguelito y Felipe (respectivamente).
Y pese a todo, defensor, cómo no, de las nuevas tecnologías, al menos en cuanto tiene que ver con la ¿nueva? administración electrónica.
San Google es dueño hasta de lo que ni siquiera sabemos que vamos a hacer o decir en un futuro más o menos inmediato.
Y en los debates plenarios no es infrecuente que la discusión derive acerca de lo que «el otro» ha dicho en el espacio virtual, no en el espacio-temporal, en el que los que «están en el tema» no se enteran de nada.
Es kafkiano, pero es así.
Así como hay talleres de risoterapia, ¿por qué no institucionalizamos seminarios de lo que en valenciano denominamos «tindre trellat» o sea sentido común?