Educación vial o educación, sin más

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La educación es un término venerable y hasta un derecho fundamental en España. Otra cosa es el desuso de expresiones adjetivadas como la buena o la mala educación, que, a las generaciones más jóvenes, les suena a monserga con naftalina. Y lo saben y padecen bien los docentes de colegios e institutos.

Es curioso que, asociada a determinados contenidos, la palabra educación sigue estimándose y respetándose, caso de la educación ambiental o, como ahora diré, la educación vial. Pero a solas y como enseñanza y forma respetuosa de comportamiento, parece, para muchos, una antigualla.

La educación vial es expresión más o menos universal y con un origen lejano, pese a alguna barbaridad que se lee en Internet. En España, ha sido siempre un objetivo de la DGT, desde su creación por Ley 47/1959, de 30 de julio.

En la actualidad, el Real Decreto Legislativo 6/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley sobre Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial, se refiere en numerosas ocasiones a la educación y reeducación vial “para la movilidad segura y sostenible”, a propósito de las competencias de la Administración General del Estado (art. 4) o del Ministerio del Interior (art. 5), siempre “sin perjuicio de las competencias que tengan asumidas las comunidades autónomas”. La reeducación vial se asocia a la pérdida y recuperación de puntos (arts. 65 y 66) a través de “cursos de sensibilización y reeducación

Por su parte, la Disposición adicional segunda, prevé que las Comunidades autónomas que hayan recibido «el traspaso de funciones y servicios en materia de tráfico y circulación de vehículos a motor serán las encargadas, en su ámbito territorial, de determinar el modo de impartir los cursos de sensibilización y reeducación vial y los cursos de conducción segura y eficiente, de acuerdo con la duración, el contenido y los requisitos de aquéllos que se determinen con carácter general». No se dice “carácter básico” ni “normativa estatal”, quizá para dejar una cómoda indeterminación, si bien la Disposición final tercera habilita al Ministro del Interior para regular “la duración, el contenido y los requisitos de los cursos de sensibilización y reeducación vial”. En fin, la Disposición adicional tercera se refiere a dichos cursos de obligado cumplimiento, para los conductores profesionales, en todo caso, de acuerdo a los requisitos fijados en el Anexo III del propio Texto Refundido de 2015.

La DGT, también en su Web, nos recuerda que «el cambio en los hábitos de movilidad, particularmente en las ciudades, hace prioritaria una oferta de educación vial adecuada a todos los usuarios de la vía y en especial, los peatones y aquellos usuarios de vehículos que no precisan un permiso de conducción para su uso. Esta formación debe estar presente a lo largo de la vida, teniendo en cuenta la evolución de las características psicofísicas de las personas y las necesidades reales de cada etapa vital presentarse».  Incluso ofrece un contacto en cada provincia (salvo Cataluña y el País Vasco), mediante cuentas electrónicas, para «resolver dudas, plantear sugerencias…»; jactándose la DGT de llevar «más de 50 años trabajando en educación vial, generando materiales y recursos didácticos, trabajando en la formación de formadores, colaborando con Ayuntamientos e instituciones en el desarrollo de los caminos escolares, ofreciendo jornadas y asistencia en materia de seguridad vial a centros educativos, centros de salud, municipios…»

Todo ello es loable y, visto lo visto, aún es poco. Pero hay cuestiones de educación general en el tráfico que quedan al margen de las previsiones legales, a salvo que utilicemos un rigor sancionador excesivo. Comienzo por recordar la pacífica jurisprudencia, nacida en un modesto juzgado de mi Comunidad, que recuerda que las normas de tráfico no son, justamente, normas de educación, disponibles por los conductores u otros usuarios de las vías: en una intersección, quien conduce con preferencia no puede decirle a quien guía otro vehículo que se salte un stop, para entendernos.

Pero la educación a secas brilla muchas veces por su ausencia y sus límites con la tipificación de infracciones son muy imprecisos, debiendo recordar (lo sabe bien la DGT, por mil condenas), que la analogía no cabe en materia punitiva. Pondré un ejemplo personal y no me digan, por favor, que necesariamente llame a los agentes de tráfico.

Vivo en una calle oficialmente peatonal, salvo para garajes, taxis y emergencias. Como hay tantísimas en España desde hace casi treinta años. El caso es que la vía, lógicamente, tiene una desembocadura, casi un badén, a otra vía de tránsito rodado. Esa salida está muy frecuentemente obturada, amén de por algún caradura, por taxis que recogen o depositan a clientes, no siempre con dificultades; por furgonetas de centros de día –mi barrio, como tantos, tiene una población envejecida- o por ambulancias para tratamientos ambulatorios. Todo muy respetable, pero, especialmente los Ayuntamientos, deben tener presentes estas situaciones y arbitrar más zonas de parada y carga y descarga en las vías abiertas al tráfico porque, si no, la peatonalización no sirve de nada. Frente al garaje de mi casa, todas las mañanas me encuentro camiones de reparto de supermercados y, en la calle paralela, un sabio eliminó los aparcamientos, pese a haber un colegio, con lo que, a las horas de entrada y salida escolar, aquello más parece el parking de un hipermercado, pese a estar en teoría peatonalizado.

Esta imprevisión municipal –o previsión disparatada y cara, encomendada a supuestos especialistas- es también una bofetada a la educación vial o, si se quiere, a la corrección en la conducción. El volante, lo sabemos, genera crispación e impaciencia y, no pocas veces, disputas y siniestros. He vivido en varias ciudades y conozco unas cuantas más y, en todas partes, observo lo mismo: en nombre de la sostenibilidad, de la descontaminación, de los hábitos saludables, se han hecho auténticas tropelías. Que para realizar un recorrido lineal de trescientos metros haya que circular tres kilómetros, es todo menos ecológico. Baste pensar en la contaminación y en el mayor gasto de combustible. Se me dirá que hay que ir andando y que las personas con discapacidad, si no tienen un salvoconducto, que se paguen un taxi. Ya, pero para transportar una persona en plenitud de facultades un peso de 50 kg, ¿tiene que llamar a una casa de mudanzas? Todo es compatible, pero hace falta sentido común y no sólo electoralismo amparado en la estética y en el yo voy más allá que en el municipio vecino.

Y en lo que antes hablaba de los vehículos de servicio, que no de emergencia, que impiden la salida de una calle peatonal: esperar unos cuantos minutos, ¿no puede ser socialmente igual de penoso para un sanitario que debe ir a su trabajo, para un docente al que esperan puntualmente docenas de estudiantes o, incluso, para un policía o un bombero que van en automóvil particular a su comisaría o parque?

Repito: la culpa es de planificaciones muchas veces irreales e insensatas. Aunque haya excepciones elogiables. Y termino -en algo que comparten mis vecinos-, con la educación sin más: tantas veces que he tenido que aguardar a que el taxi o furgón despejara la salida del vado de acceso a la vía rodada y jamás he oído ni visto un gesto de “perdone” o “gracias” por la paciencia. ¿O también es culpa de leyes y ordenanzas el no prever al milímetro y al segundo, cuándo dónde y cuánto pueden obstaculizar el tráfico estos vehículos de servicio que, ciertamente, muchas veces no tienen dónde detenerse?

En suma, que ni todo está previsto, ni la planificación circulatoria urbana es la panacea ni la educación más elemental abunda.

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