Dice aún el artículo 7 del Código Civil que «los derechos deberán ejercitarse conforme a las exigencias de la buena fe» y, coherentemente, que «la Ley no ampara el abuso del derecho o el ejercicio antisocial del mismo. Todo acto u omisión que, por la intención de su autor, por su objeto o por las circunstancias en que se realice sobrepase manifiestamente los límites normales del ejercicio de un derecho, con daño para tercero, dará lugar a la correspondiente indemnización y a la adopción de las medidas judiciales o administrativas que impidan la persistencia en el abuso». Y en eso andamos hoy, bien es cierto que aplicando lo que el Código llama leyes especiales, en concretar tales exigencias de la buena fe, en impedir el abuso de derecho o su ejercicio antisocial, en concretar las medidas judiciales o administrativas que impidan la persistencia en el abuso.

Unos derechos limitan a otros. Y, como acaba de precisar T. DE LA QUADRA recientemente en la revista Teoría y Realidad Constitucional, nº. 48, 2021, p. 23, distinguiendo conceptualmente limitación, restricción y suspensión de derechos, para hablar de limitación «no se trata ni siquiera de que una Ley ponga o no ponga determinados límites que marquen las fronteras de los derechos; son los mismos derechos en su interacción con los demás los que hacen surgir los límites a partir de los cuales los derechos se reconfiguran o, incluso, desaparecen; límites que los propios tribunales —incluso sin ley alguna previa— constatan». Bien es cierto que apela dicho autor a la Constitución como canon determinante del contenido y alcance de los derechos que garantiza cuando interactúan o entran en conflicto entre sí. Pero afirma también, y atendidos a ciertos debates de tiempos de pandemia, no es cuestión menor, que «la limitación de derechos no proviene así de un acto de libre voluntad ni del legislador ni de los jueces, sino de un «descubrimiento» de dónde están sus límites en función de las concretas e infinitas circunstancias de cada caso que ningún legislador puede prever». No se le puede pedir a la Ley, en definitiva, lo que la Ley no puede hacer.

En similar sentido, S. MUÑOZ MACHADO, un cualificado intérprete de la vigente legislación sanitaria, ha afirmado, refiriéndose a lo establecido en la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de medidas especiales de salud pública, que «todas las autoridades competentes en materia de sanidad quedan, por tanto, dentro del ámbito de su competencia, habilitadas para adoptar esas medidas. Es genérica la habilitación, pero nunca ha sido más específica en la legislación sanitaria histórica. La razón es que difícilmente se puede acotar más la discrecionalidad de la Administración, mediante una regulación legislativa más densa, ante situaciones y desarrollos imprevisibles de la infección» («El poder y la peste de 2020», El Cronista del Estado social y democráctico de Derecho, nº. 90-91, 202-2021, pp. 123-124). Y, además, desde una perspectiva competencial, «nada hay en estas previsiones que se oponga a que cada entidad autónoma de carácter territorial adopte las medidas urgentes que se consideren necesarias en caso de epidemia. Como siempre ha ocurrido a lo largo de la historia sanitaria de nuestro país» (en el mismo trabajo, p. 124).

Pero hete aquí que, en España, existe una norma apenas utilizada, aprobada hace cuarenta años, aplicada hasta el inicio de la pandemia una sola vez, que, al regular el derecho constitucional de excepción, introduce una referencia a las epidemias al conformar el supuesto de hecho de uno de los estados, el estado de alarma. Y el Gobierno de la Nación, aplicando esa norma en una situación de absoluta emergencia sanitaria, por todos reconocida, en España y en el mundo, con graves riesgos para la vida y la salud de la población, decidió declarar el estado de alarma, incorporando al mismo una serie de medidas sanitarias urgentes, en absoluto anómalas en la gestión histórica de pandemias, centralizando así la competencia para hacer frente a la expansión del mortal virus. Y es que esa norma, vinculándola o no al poder público, prevé tal declaración en supuestos de «crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves». En todo caso, las autoridades sanitarias, conforme a su normativa específica y según prevé la propia normativa estatal del derecho de excepción, y se estableció en el estado de alarma, continuaron actuando, como no podía ser de otra manera.

En este contexto surgió un debate jurídico con unos efectos sociales y mediáticos que, en mi modesta opinión, debería hacer reflexionar a sus protagonistas. Más allá de la transitoria desaparición de algunos órganos que hoy se erigen en protagonistas, se utilizaron palabras gruesas en los medios de comunicación, impropias de un debate jurídico sereno y que, en realidad, pretendían más imponer las propias tesis con aspavientos y afirmaciones tautológicas que racionalizar la aplicación de una normativa deficiente y superada por el tiempo para que las autoridades sanitarias y de salud pública pudieran actuar centrándose en la lucha contra el virus y a la atención a los enfermos. Debiera ser causa de vergüenza para las instituciones del Estado y para el Derecho, y los juristas, la extrema inseguridad generada, que habrá tenido costes. No es causa menor para ello que no falten quienes se han erigido en defensores del Estado de Derecho y de su personal lectura de las garantías constitucionales criticando a quienes, a su juicio, vulnerando el recién descubierto derecho de excepción y su pretendida prevalencia sobre la histórica normativa sanitaria, cometían todo tipo de tropelías, cuando, en realidad, únicamente se oponían a una determinada lectura de esas garantías y del Derecho, en un escenario de gran división doctrinal y, en menor medida, en mucha menor medida, judicial. Satisfechos con la razón ganada los hay en todos los bandos y en todas las bandas.

Sirve de poco que el Tribunal Constitucional, extremadamente dividido, haya empezado tardíamente a pronunciarse sobre algunos de los elementos de debate que, como la cuestión del concepto de limitación o suspensión de derechos, distan mucho de estar resueltos. Algo parecido ocurre con los pronunciamientos del Tribunal Supremo que legitiman la acción de la autoridad sanitaria y, frente a las soflamas de que casi todo es materia orgánica al hablar de derechos fundamentales, expone la jurisprudencia constitucional sobre el encaje de la ley ordinaria en el desarrollo de estos. Siguen dictándose autos como el de 22 de noviembre de 2021, del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, que, aunque lo niegue, cuestiona sin contraste científico los criterios epidemiológicos de la autoridad sanitaria y argumenta para ampliar los derechos fundamentales afectados por las medidas cuya autorización deniega, cuyo objeto es la protección del derecho a la vida y la integridad física y la protección de la salud y, en palabras del Tribunal Supremo, «el interés general de todos a sobrevivir a la Covid-19» (STS 1112/2021) incluyendo, por ejemplo «las libertades de expresión y creación artística por ejemplo cuando de Karaokes se trata». Gracias al citado auto personas no vacunadas podrán continuar cantando en los karaokes de Euskadi. También reseñable, en relación con la misma cuestión del control de los no vacunados, es la providencia de 22 de noviembre de 2021 del Tribunal Superior de Justicia de Aragón que, insistiendo en su duda de constitucionalidad del artículo 10.8 de la Ley reguladora de la Jurisdicción contencioso-administrativa (en lugar de desestimar la autorización como hizo en un supuesto anterior, por hallarse planteada cuestión en un procedimiento previo, lo que dio lugar a sentencia del Tribunal Supremo 1102/2021, que casó el auto y autorizó la medida), se anticipa a negar el bloqueo que con ello genera de la actuación de la autoridad sanitaria aragonesas por la vía legalmente establecida. No está de más recordar que la misma Sala, en Sentencia 164/2021, de 20 de mayo, anuló una orden de la autoridad sanitaria aragonesa, de naturaleza normativa, porque, entre otras cuestiones, no se observó el procedimiento de elaboración de disposiciones de carácter general, obviando la naturaleza de tal orden de reglamento de necesidad y su específica cobertura en la normativa sanitaria.

Pero el virus sigue entre nosotros. Las autoridades sanitarias y de salud pública continúan trabajando en un contexto de extrema inseguridad y, con seguridad, las posibilidades de acción a su disposición serán diferentes, siendo las mismas las necesidades, en los territorios que conforman España en función del Tribunal que se pronuncie (o que no se pronuncie, en algún caso). Hoy el debate, en Europa y en España, es el de la obligación de vacunar y los efectos de la decisión personal de no ser vacunado. Tras la lectura del Código Civil, tras el examen de la legislación sanitaria y de salud pública, estatal y autonómica, todo ello en el marco de una recta comprensión del juego e interrelación de los derechos fundamentales entre sí, ¿cabe afirmar que ha de ser el mismo, en una situación pandémica, el estatuto jurídico de una persona vacunada y otro no vacunada, pudiendo estarlo? ¿ha de aceptar pacíficamente quién ha sido vacunado el riesgo de ser contagiado por una persona no vacunada? ¿ejercer el hipotético derecho a no ser vacunado, que está en discusión, y la libre circulación es inobjetable en Derecho? ¿forma parte del contenido esencial? ¿puede ser regulado en normativa sanitaria o de salud pública, estatal o autonómica? ¿realmente es precisa una ley orgánica para regularlo? ¿y los restantes derechos fundamentales? No existe el derecho a contagiar y, para negarlo, no forma parte de derecho fundamental alguno y, a mi juicio, las medidas precisas para garantizar que así sea no requieren normas específicas que lo digan. Aunque las hay.

Tras la polémica suscitada por el artículo 3 de la citada Ley Orgánica 3/1986, llega ahora la que puede también generar, a la hora de justificar la exigencia vacunación o de controles basados en la acreditación de la vacunación, el artículo 2 de la misma Ley, conjuntamente con el citado artículo 3, cuando establece que «las autoridades sanitarias competentes podrán adoptar medidas de reconocimiento, tratamiento, hospitalización o control cuando se aprecien indicios racionales que permitan suponer la existencia de peligro para la salud de la población debido a la situación sanitaria concreta de una persona o grupo de personas o  por las condiciones sanitarias en que se desarrolle una actividad». ¿Qué impide que entre esas medidas de control pueda exigirse la acreditación de la vacunación en determinadas situaciones concretando el efecto de su ausencia, además, sobre las libertades de circulación y reunión? Parece que el “peligro para la salud de la población” empieza a ser evidente a la vista del aumento de contagios vinculado a la existencia de personas no vacunadas, pudiendo estarlo, y la elevada incidencia de estos, en términos relativos, en el sistema hospitalario. Tales controles, además, responderían específicamente a la «situación sanitaria concreta de un grupo de personas», el de los no vacunados, pudiendo estarlo, y a «las condiciones sanitarias en que se desarrolle una actividad», como puedan ser las de centros asistenciales o de servicios sociales u hostelería, entre muchos otros, a los que habría que referir y limitar la exigencia de acreditación de la vacunación. A diferencia del artículo 3 de la misma Ley orgánica 3/1986, por cierto, este artículo 2 no se refiere para nada a enfermos o necesidad de individualización. Estos controles son posibles con la normativa vigente.

¿Sería conveniente mayor precisión legal? Quizá, aunque la determinación legal no siempre es necesaria, ni conveniente. No hace falta ser un experto epidemiólogo para advertir que resulta difícil imaginar todo el catálogo de posibles medidas sanitarias precisas para combatir crisis pandémicas actuales o futuras, de agentes patógenos conocidos o por conocer. La indeterminación, en determinadas materias y niveles, puede ser precisamente lo necesario, la regulación adecuada. Ciertamente, podría regularse la cuestión de la vacunación con mayor detalle, incluso desarrollando la genérica previsión establecida en los artículos 2 y 3 de la Ley orgánica 3/1986, siempre conforme a la distribución constitucional de competencias. Lo intentó el legislador gallego, desarrollando lo establecido inicialmente en el artículo 38.2 de la Ley 8/2008, de 10 de julio, mediante la Ley 8/2021, de 25 de febrero, de reforma de la anterior. El caso es que dicho precepto fue recurrido por el Presidente del Gobierno, inicialmente suspendido conforme al artículo 161.2 de la Constitución, según Providencia del Tribunal Constitucional de 22 de abril de 2021, si bien en la actualidad la suspensión se limita a la medida 5ª del citado artículo 38.2.b) que prevé «sometimiento a medidas profilácticas de prevención de la enfermedad, incluida la vacunación o inmunización, con información, en todo caso, de los posibles riesgos relacionados con la adopción o no adopción de estas medidas». Este fue, por cierto, el único inciso objetado en el Dictamen del Consejo de Estado de 22 de marzo de 2021, previo al recurso de inconstitucionalidad, en el que también se afirmó, por cierto, que «con independencia de la procedencia de la interposición de recurso de inconstitucionalidad en los términos señalados, el análisis de la cuestión debatida permite al Consejo de Estado sugerir que el contenido de la Ley Orgánica 3/1986 podría estar necesitado de una adecuación legislativa que le aporte mayor detalle y concreción, en orden a proporcionar a las autoridades sanitarias competentes el mejor marco jurídico posible para afrontar las situaciones presentes y futuras de riesgo grave para la salud pública». El caso es que el artículo 38.2 de la Ley gallega de Salud, en vigor excepto en el punto señalado, no contempla expresamente, pese al notable desarrollo que realizó de la legislación estatal, el control de la libertad de circulación o de reunión de personas no vacunadas, pudiendo estarlo. ¿Significa eso que tal medida no puede ser adoptada en Galicia, como en otras Comunidades conforme a su régimen específico? No, de hecho, se está aplicando.

Negar todo control de los no vacunados, pudiendo estarlo, no es proteger un hipotético derecho a no vacunarse y a circular libremente sin estarlo. Negarlo es reconocer un inexistente derecho a contagiar, obviando el derecho de otros a no ser contagiados para preservar su vida e integridad física y la obligación de los poderes públicos, de todos los poderes públicos, incluido el poder judicial como recuerda el artículo 7.2 del Código Civil, de evitar el contagio de terceros derivado del uso abusivo de un hipotético derecho fundamental que amparase ese derecho a contagiar. Es más, convertir en irrelevante la personal decisión de vacunarse o no, pudiendo hacerlo, en plena situación de crisis pandémica atenta contra el actual marco constitucional, con riesgo para la vida, porque convierte en jurídicamente irrelevante lo que, a todas luces, no lo es y debe tener consecuencias de régimen jurídico.

1 Comentario

  1. Yo tengo derecho a respirar sano en una ciudad, que actualmente está contaminada por los coches de otras personas, y, sin embargo no lo tengo. Y perjudica mi salud y puede provocarme la muerte. Por tanto, habría que cambiar el derecho de los ciudadanos a ir en coches de combustión por las ciudadanos, pues contaminan y matan a los que no tenemos coche y vamos andando

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