Terminaba una anterior colaboración prometiendo que «para otro día dejo el tema del papel del juez para dirimir cuestiones de alto tecnicismo y su idoneidad para decantarse por una pericia o la contraria, cuando es imposible leer las entrañas crípticas de la Física o la Ingeniería. Pero hay que fallar, como ordena el viejo mandato hoy presente en el artículo 11.3 LOPJ». Y a ello voy.
Haciendo de abogado del diablo, reconozco que este problema es de origen remoto y de extensión universal, lo que hace pensar que tiene difícil remedio. Pero por reiterar una vez más lo que puede no ser muy edificante y explorar alguna salida, no pasa nada. Aunque reitero que yo mismo me rebatiría y me pondría a escurrir ante lo que son cosas tan obvias como petrificadas.
Si se me permite un resumen tosco, en no pocos asuntos civiles y también administrativos, más que en otros órdenes judiciales, al final, el órgano sentenciador tiene que elegir entre la argumentación técnica de una parte y la de la otra. En el caso de las Administraciones ya sabemos que sus actos y por ende la fundamentación no sólo jurídica, gozan de numerosas presunciones a desvirtuar. Pero también puede salir triunfante quien corre con la carga de la prueba a partir de argumentaciones y evidencias que convenzan a juzgados y tribunales. En el ámbito civil las controversias suelen ceñirse a dar la razón al actor o al demandado y, por tanto, a admitir una fundamentación y rechazar otra, en todo o en parte.
Hay motivaciones en los escritos rectores que se mueven en el plano estrictamente jurídico y que se sustentan en pruebas incluso escrutables por profanos, como unos documentos, una confesión, un testimonio… Y también hay peritajes que se entienden y cotejan desde lo que toda la vida se llamó “cultura general” que, también se presume, poseen los miembros de la magistratura. Pero cada vez hay más asuntos y confrontaciones de alta sofisticación técnica, en los que aparecen dictámenes o informes de empresas tecnológicas, universidades, científicos especialistas o laboratorios, para cuyo entendimiento no bastan obviamente, las “destrezas” adquiridas en un bachillerato, aunque sea científico-tecnológico.
Por razones profesionales y hasta familiares he contemplado la sofisticación de estos informes y la altura de las exposiciones para ratificarlos en la vista oral. Es admirable el estudio que los letrados realizan para asimilar esos razonamientos y conclusiones y darles forma de pedimento procesal. Es para quitarse el sombrero. Pero luego llegan las señoras o señores jueces y, por mandato legal, tienen que decantarse por una posición o la otra. Y es obvio que con la toga no se entregan conocimientos elevados de mecánica, termodinámica, cálculo de resistencias y tantas otras disciplinas que requieren de años de estudio y experiencia para poder abrir la boca.
Un colega algo malvado, me comentó hace años, con respecto a una sentencia de daños, con aseguradora de por medio y tres pericias tan complejas como contradictorias, que Su Señoría había utilizado, para sentenciar, el principio de “pito, pito, gorgorito”. No sería así, pero seguro que las dudas arreciaron al juzgador antes y después de firmar.
Quizá una salida parcial a este problema –que trasciende lo jurídico para llegar a lo moral- esté en potenciar, como tantas veces se dice, los mecanismos del arbitraje o la mediación. Recuérdese que la Ley 60/2003, de 23 de diciembre, de Arbitraje, en su artículo 9, prevé que el convenio arbitral puede adoptar la forma de cláusula incorporada a un contrato o de acuerdo independiente y deberá expresar la voluntad de las partes de someter a arbitraje todas o algunas de las controversias que hayan surgido o puedan surgir respecto de una determinada relación jurídica, contractual o no contractual y el artículo 14 prevé el arbitraje institucional, por el que las partes pueden encomendar la gestión del arbitraje y la designación de árbitros a entidades como las corporaciones de Derecho público y pienso, en este caso, en los colegios o academias especializados en la materia sobre la que gira el contrato.
También, la Ley 5/2012, de 6 de julio, de mediación en asuntos civiles y mercantiles, considera instituciones de mediación las entidades públicas o privadas, españolas o extranjeras, y las corporaciones de derecho público que tengan entre sus fines el impulso de la mediación, facilitando el acceso y administración de la misma, incluida la designación de mediadores. Esta Ley, en su artículo 18.2, evidencia el conocimiento del problema que se apunta en este comentario: «si por la complejidad de la materia o por la conveniencia de las partes se produjera la actuación de varios mediadores en un mismo procedimiento, éstos actuarán de forma coordinada». Una mediación con conclusiones distintas sería, obviamente, un fracaso porque en absoluto resolvería la situación conflictiva. Y para eso, mejor el arbitrio judicial, tan lúcidamente tratado hace años por el profesor Alejandro Nieto. Otras expresiones más coloquiales, como el «leal saber y entender», quizá no sean las más adecuadas, porque me temo que a veces se tomen decisiones pese a no entender los entresijos últimos de su razón científica.