Durante los últimos meses he publicado un artículo en la prensa convencional y un libro en el que vaticino el hundimiento o el colapso de la Administración pública en los próximos años si no se adoptan medidas profundas para cambiar su inercia decadente. Para esta entrada utilizo la etiqueta desplome para no repetirme. Algunos de mis colegas y diversos lectores me han acusado cariñosamente de tener una posición excesivamente catastrofista. No saben lo que desearía que tuvieran razón. En este texto apunto un conjunto de datos que evidencian, a mi entender, la situación comprometida en la que se encuentra la Administración pública en España. Muchas veces la información cuantitativa aporta más luz que complejos análisis cualitativos sustentados por diversas teorías.  

El primer dato es que España ha diseñado de manera intuitiva un entramado de administraciones públicas para atender a 40 millones de ciudadanos. Los demógrafos de los años ochenta del siglo pasado cifraron que el país llegaría, al final, a 40 millones aproximadamente el año 2020. Este es el marco mental en el que se han movido nuestras administraciones públicas: una población más o menos constante con una ligera dinámica incrementalista. El problema es que en estos momentos la población real es de 48,7 millones de ciudadanos, algo más del 20 por ciento previsto hace cuatro décadas. Es obvio que este impresionante incremento lo ha motivado la inmigración. Unos nuevos ciudadanos que, como es lógico, requieren servicios públicos. La inmigración es, por su naturaleza, un fenómeno incontrolable, inevitable y desordenado. Pero en nuestro país, por diversos motivos, ha sido mucho más desordenado que en otros países de nuestro entorno. El resultado es que nuestros inmigrantes son más vulnerables y reclaman mayor apoyo de las instancias públicas. Ante este incremento de la población las administraciones públicas han contratado por la vía de urgencia nuevos profesores, sanitarios o trabajadores sociales pero estas iniciativas han consistido solo en tapar agujeros de manera reactiva. El modelo de Administración subyacente sigue anclado en un dimensionamiento para los inexistentes 40 millones.

El segundo dato es que España es el tercer país del mundo más expuesto al envejecimiento de la población. Algunos observatorios consideran que durante los próximos 15 años se producirá un sobrecoste solo en sanidad y servicios sociales equivalente a un 12 por ciento del Producto Interior Bruto (PIB). A estos sobrecostes habría que añadir el de las pensiones. Es imposible que la Administración pública con su actual modelo pueda hacer frente a este reto con sus propios recursos financieros y también es imposible que las familias tengan la capacidad para absorber estos sobrecostes. La única posibilidad de salir airosos de este reto es modificando los modelos de gestión pública e incrementando la productividad de la mano de las tecnologías emergentes.

El tercer dato, es que España es uno de los países con mayor deuda pública. Actualmente la deuda pública del país se sitúa en el 108 por ciento del PIB. Por tanto, durante los próximos años no estaremos en situación de poder generar más déficit público sino, al contrario, en la obligación de reducirlo. En todo caso esta elevada deuda pública española no nos tiene que escandalizar tanto. Si miramos los países de nuestro entorno, éstos están en una situación parecida o peor: 110 en Francia, 118 en Portugal, 135 en Italia o 122 en EE.UU. De manera contraintuitiva no podemos considerar a España una manirrota estructural en su sector público. Muchos olvidan que en 2007 España era uno de los países con menor duda pública (36,5 por ciento) y que el actual desequilibro es consecuencia de la larga y profunda crisis económica del 2008 y de la pandemia de 2020. Pero el tema crítico es que el gasto público en España durante el 2023 ha sido del 46,5 por ciento del PIB y que debería regresar a su situación natural de aproximadamente el 41 por ciento. Algo difícil si queremos estar a la altura de las exigencias de una población que camina con rapidez a los 50 millones y, además, muy envejecida.

El cuarto dato, es que durante los próximos años se va a jubilar el 50 por ciento de los empleados públicos del país. Un relevo generacional espectacular que solo se puede afrontar con visión estratégica, con una sólida planificación y con nuevos instrumentos de selección mucho más ágiles y acordes al nuevo perfil de la juventud. Las iniciativas impulsadas hasta ahora por la mayoría de las administraciones públicas son excesivamente tímidas y claramente insuficientes para poder superar esta encrucijada. Este relevo ya ha se ha iniciado (2023) y el reloj marca un tic tac que se asemeja en exceso a una potente bomba de relojería.

El quinto dato, es que por más que incrementemos el volumen de empleados públicos (ahora estamos a 3,5 millones) no logramos incrementar las horas reales de servicios públicos. Los estudios elaborados a partir de los datos del Instituto Nacional de Estadística de 2023 son preocupantes. Los asalariados en el sector público suponen el 19% del total, pero solo son responsables del 16,3% del total de horas trabajadas efectivas. Esto evidencia que el aumento del número de empleados públicos (hay ahora unos 300.000 más que a finales de 2019) no supone un aumento del tiempo de trabajo, sino todo lo contrario (The Objective, 2023). Las horas efectivas semanales trabajadas en el sector privado es de solo 29 pero las del sector público son 23,3, claramente por debajo. Una cosa son las horas semanales de carácter formal (ahora los sindicatos exigen 35 horas semanales) y otra cosa distinta son las horas trabajadas efectivas que tienen en cuenta las imprescindibles vacaciones estivales, pero también los días de asuntos propios, conciliaciones diversas, etc. Obvio que en estos datos se incluyen las horas de teletrabajo sin entrar a valorar la efectividad real de estas horas que en muchos casos es superior a las horas formales, pero en otros casos, que todos los que estamos en el sector conocemos de sobra, están considerablemente por debajo.

Y para que todo el argumento no se sustente solo en datos vamos a utilizar otro de carácter cualitativo basado en la sociología de las organizaciones. En la actualidad la Administración posee unos empleados públicos con un perfil mayoritariamente sénior. En los próximos años se va a combinar este perfil sénior con otro júnior derivado de las nuevas entradas. Con notables excepciones, el personal sénior está más cansado, desmotivado y es más permeable a las bajas por motivos de salud. Es ley de vida, pero es algo que hay que tener presente. Por otro lado, el personal joven muestra una filosofía de vida nueva que seguramente es la más inteligente y que puede resumirse en la famosa frase «trabajar para vivir y no vivir para trabajar». Hago esta reflexión ya que las administraciones públicas hasta ahora han operado con modelos obsoletos y han conseguido sobrevivir gracias a la entrega y sacrifico de un notable porcentaje de empleados públicos. Todo parece indicar que esta extraordinaria vitamina de la que han gozado las administraciones se va a agotar con la nueva sociología de los empleados públicos.

Por tanto, la pregunta es ¿va a ser sostenible el actual modelo de Administración pública cuando se dé de bruces con estos datos y situaciones?

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