El principio «remisor» y la jurisdicción «remisora».

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Con algo de ironía, o acaso guasa, podría hablarse de la vigencia en nuestro Derecho administrativo de un principio “remisor” y de la existencia de una jurisdicción “remisora”. El asunto tiene, sin embargo, fondo.

Es típico que el ciudadano contemple, si tiene un problema jurídico con la Administración, cómo van «remitiendo» las actuaciones de defensa a un momento ulterior. Y no solo eso, a un momento muy distante temporalmente del momento en que dicho ciudadano tuvo el problema jurídico. Un opositor observa que ha sido excluido arbitrariamente de una oposición o concurso e intenta entonces reaccionar contra tal decisión posiblemente arbitraria de exclusión o trato indebido. Un licitador observa que el poder adjudicador actúa de forma anómala. ¿Qué es lo típico en estos casos? Lo característico es que las posibles soluciones REMITAN a un momento posterior. Las actuaciones se van consolidando. Hasta puede haber recursos de alzada que de facto consiguen que, entretanto, se vayan consolidando las actuaciones durante la espera de los 3 meses mínimo de silencio administrativo para poder acudir a la vía judicial. Esta tendrá que ponerse en marcha, seguir sus fases, incluso las cautelares pueden llegar tarde, o más bien verse como una irrealidad, ya que no habrá nada que suspender al estar por entonces las decisiones ya tomadas, observándose lo desproporcionado (entonces) de paralizar decisiones que perjudican a colectivos o intereses jurídicos también dignos de consideración. 

Estamos ante el principio «remisor«, más que revisor. O, mejor dicho, es revisor al mismo tiempo que remisor. O porque es remisor, al final es también revisor. El contencioso, en su configuración actual, se encarga de revisar actos, pero en realidad de lo que se encarga es de servir para remitir los problemas que tendrían solución en un determinado momento (de dictarse el acto) a un momento de meses o incluso años vista (sin olvidar el recurso de apelación con dos efectos, suspensivo y devolutivo). 

En definitiva, porque la jurisdicción contencioso-administrativa es revisora es porque antes es al mismo tiempo remisora  facilitando las cosas a este principio remisor que deja perplejo al ciudadano.

El término remisor por cierto no es un término estrictamente correcto en castellano, pero en este contexto jurídico me permito introducirlo, al ser más apropiado que el concepto «remisorio» que sería en principio más adecuado pero que no rima con revisor. Y en este artículo no solo se trata de denunciar algo que ciertamente parece grosero (el contencioso revisor) sino que además es remisor, en pareado poético con revisor, por tanto y de ahí el término más adecuado: remisor.

¿Soluciones? En realidad lo que acabo de explicar viene a colación porque acabo de publicar un libro («Contencioso-administrativo: praxis y propuestas«, Editorial Aranzadi-Civitas-Thomson Reuters, septiembre 2019) donde propongo que el contencioso-administrativo dicte sentencias en el momento de dictarse los actos administrativos y no años después de haberse dictado el acto. Se trata de un nuevo modelo de lo contencioso-administrativo precisamente para que la jurisdicción deje de ser remisora y se deje de aplicar el principio remisor. Es clave para que el justiciable tenga una respuesta en el momento adecuado más o menos, para que el interés público se salvaguarda y para evitar ejecuciones de fallos que en una justicia remisora, han remitido el problema a un momento en que la sentencia deja de tener su sentido propio. ¡Principio remisor!

1 Comentario

  1. Aplaudo la propuesta del ponente de hoy. Debería haber un juzgado «de urgencia» que, con un vistazo rápido de los principales datos aportados por las partes, pudiese tomar una primera decisión tan potente como podría ser paralizar o retrotraer de forma cautelar todo un proceso del que tiene indicios que ha seguido un camino viciado. Si esto se pudiera generalizar (sin jueces consentidores con la administración, claro), los hacedores de decisiones administrativas se tentarían las ropas antes de dar, como ahora, tantos pasos en falso, pero pasos, al fin y al cabo, que parecen llevarles a justamente donde ellos querían que estuvieran el ascua y su sardina.
    Que la Justicia funcione, que además funcione bien y que funcione a tiempo… ¡eso sería una verdadera justicia!
    Pero yo creo que quienes hacen las leyes y tienen el poder de dotar con medios y de cambiar las cosas en el fondo se sienten a gusto con esta justicia lenta, remisora (revisora sólo a veces, además de tarde y mal), garantista con los sinvergüenzas y perezosa con los demandantes… En el fondo creo que piensan, esos que todos sabemos y que están de paso en la función pública, que la administración y el ciudadano son enemigos y, como reyezuelos temerosos de que el plebeyo cuestione y frene sus decisiones, las parapetan tras todo un armazón de argucias y sofismas jurídicos que el ciudadano no entiende, no comparte y sólo puede observar con estupor.
    La administración, por otra parte, está llena de funcionarios «que no quieren problemas», de modo que muchas veces se toman o acatan las decisiones no pensando en el bien común (aunque muchas veces se disfracen de esto) y en el derecho de los particulares, sino en la comodidad de quien tiene que ejecutarlas, en no contrariar al superior o al político ignorante, o vaya usted a saber por qué otras oscuras razones personales se toman. Por desgracia, la valentía (para hacer las cosas bien cueste lo que cueste) no es una virtud que abunde entre los funcionarios y, por eso, muchas veces, la verdadera justicia hacia el ciudadano es lo que menos importa en el proceso.

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