El valor del convenio

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Resulta bien conocida la jurisprudencia del Tribunal Supremo acerca de los convenios urbanísticos, así como la deriva que tuvo lugar en la práctica como consecuencia de la burbuja inmobiliaria, en gran medida, al calor de unas expectativas urbanísticas y unas plusvalías que parecían no tener fin, no conocer límites. Los convenios urbanísticos, fuesen de planeamiento o gestión, se convirtieron en la primera década de este siglo en instrumentos que precedían a cualquier proceso de planificación y que, en la práctica, subordinaban la decisión pública al interés privado, no ilegítimo en muchas ocasiones, pero sí privado, no general. El convenio, a la postre, se convirtió en un instrumento para predeterminar los elementos fundamentales de un posterior planeamiento y, consecuentemente, para anticipar las plusvalías que a través de ellos se buscaba consolidar. La situación llegó a tal punto que el mercado, y las entidades financieras con él, reconocieron derechos derivados ya no del plan, sino incluso del mero convenio. Eran los tiempos de los suelos “preurbanizables” en los balances bancarios. Dos recientes pronunciamientos judiciales, las Sentencias del Tribunal Supremo de 5 de febrero y 16 de junio de 2014 (casación 1537/2011) inciden de manera decisiva sobre el tema.

Es ciertamente curiosa a mi juicio, teniendo en cuenta la vis expansiva de la normativa de contratación del sector público, tan de actualidad hoy día, y el principio de indisponibilidad de potestades públicas, específicamente proclamado respecto de las potestades de ordenación territorial y urbanística (art. 3.1 LS2008), la tradicional jurisprudencia acerca de los convenios urbanísticos. Los convenios urbanísticos, en su versión más extrema, se convirtieron en el máximo exponente de la mercantilización de las potestades públicas y la relativización de su indisponibilidad. Aun antes de la avalancha de convenios reclasificatorios de grandes bolsas de suelo, de convenios que predeterminaban el resultado del proceso de revisión del planeamiento general, se llegó a afirmar que “los convenios urbanísticos, muy cercanos a la figura penal del cohecho o la prevaricación («te ofrezco, Ayuntamiento, tanto de aprovechamiento urbanístico si me das tales edificabilidades sobre estos terrenos») y por ello absolutamente incompatibles con la filosofía que debe inspirar la planificación urbanística, donde sólo se deben contemplar los intereses generales, a cuyo servicio la Ley articuló asépticos y exquisitos procedimientos de aprobación y modificación y que, por mor de los convenios, se están convirtiendo en comparsas rituales para legitimar lo previamente acordado” [“La privatización del urbanismo español (Reflexión de urgencia ante la Ley 6/1998, de régimen del suelo y valoraciones)”, Documentación administrativa, nº. 252-253 (1998-1999): 137].

La jurisprudencia ha venido considerando los convenios de planeamiento compatibles con el principio de indisponibilidad de la potestad pública de planeamiento, manteniendo que no hay renuncia porque no hay obligación de tramitar y aprobar (aunque algunas leyes autonómicas relativizasen en extremo la inexistencia de tal obligación), matizando, eso sí, que no hay obligación aunque sí responsabilidad. Hasta ahora veníamos entendiendo que la responsabilidad se correspondía con el derecho al trámite y no con, propiamente, con un resultado final que, al no condicionar el convenio la potestad de planeamiento, no podía considerarse patrimonializado. Lo cierto es que la naturaleza contractual del convenio comporta, siempre, recíprocas obligaciones y de tales obligaciones recíprocas surgen concretas responsabilidades contractuales. Si hay responsabilidad se han reconocido derechos a la otra parte, se han generado expectativas evaluables y, a la postre, indemnizables. Tan es así que muchos convenios incluyen como cláusula de estilo la exclusión de responsabilidad de la Administración en determinados supuestos y, por tanto, no en otros. Teóricamente la potestad, pues, resulta indisponible pero se contrata, en la práctica, sobre una determinada forma de ejercicio de la misma, sobre un concreto contenido de las decisiones de planeamiento e, incluso, del ejercicio de la potestad privativa del municipio de iniciar la tramitación o revisar un plan general. Y todo ocurre al margen de los más elementales procedimientos de control de la actividad contractual de la Administración, dejando al margen la delimitación del ámbito de convenios urbanísticos y prestaciones sujetas a la normativa de contratación del sector público. Los convenios urbanísticos tienen naturaleza contractual, generan responsabilidad, contractual, pero no están sometidos sino a elementales, casi simbólicas, reglas de procedimiento, no son objeto de intervención ni control previo, no suelen tener cobertura presupuestaria alguna.

El resultado final del convenio, por tanto, o era el recto cumplimiento de lo pactado, aprobando el planeamiento previsto, o era la obligación de la administración de indemnizar cuando, por causa que le era imputable (pues si no lo era ninguna responsabilidad podía exigírsele), no ocurría así. ¿Y cómo ha de calcularse la indemnización? Llegamos así a las Sentencias de 5 de febrero y 16 de junio de 2012, antes citada, que abordan precisamente esta cuestión. En ellas, frente a lo acordado en la instancia, el Tribunal Supremo, acogiendo la alegación del principio de indemnidad o reparación integral, que conduce según las recurrentes a la determinación del importe del perjuicio en función de la pérdida de aprovechamiento edificatorio que es lo que se corresponde con el perjuicio efectivamente producido, afirma que “en cuanto a si es mas adecuado al principio de indemnidad o reparación integral el criterio por ella propuesto o el seguido en la sentencia para la determinación del quantum indemnizatorio, el enfoque de la cuestión no debe sentar como punto de partida la consideración de que los convenios urbanísticos carecen de virtualidad para comprometer la potestad del planeamiento urbanístico, carencia absolutamente cierta y corroborada por una reiterada Jurisprudencia, y sí la relativa a que a los convenios urbanísticos, por su naturaleza contractual, les son de aplicación las reglas generales sobre el incumplimiento de las obligaciones”. En base a ello, ambas sentencias discrepan de la indemnización fijada en instancia, que se atiene al valor de la superficie cedida en virtud del convenio por las recurrentes al tiempo de la cesión más los intereses legales, lo que le lleva a “reconocer a la recurrente la situación patrimonial que le hubiera correspondido si el Ayuntamiento, firmante del convenio y que aceptó la cesión del terreno, hubiera cumplido con aquéllo a lo que se comprometió, esto es una indemnización por la diferencia entre el aprovechamiento urbanístico reconocido en el convenio, concretado en el Estudio de Detalle, y el que ahora corresponde en aplicación de las Normas Subsidiarias” (fundamento jurídico cuarto de ambas sentencias). Y ello aun cuando en el caso resuelto no se había llegado a aprobar el estudio de detalle que devino inviable al aprobarse las normas subsidiarias municipales. Difícilmente podía considerarse patrimonializado el aprovechamiento antes de las normas subsidiarias.

El incumplimiento de un convenio urbanístico de planeamiento por no aprobar éste conforme a lo pactado, por tanto, comporta el deber de indemnizar a la otra parte por el importe del valor del aprovechamiento que le hubiese correspondido de haber resultado aprobado el planeamiento conforme a lo acordado.

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