Tengo muy claro que, erratas al margen, omitir en una publicación la autoría de un párrafo (o muchos) que, como es previsible, ni se entrecomilla, es plagio. Podrá ser, eso sí, importante o intrascendente, caso este último en que lo indebidamente apropiado es una obviedad o, casi, un refrán en otras palabras.
Pero, de la misma manera que ahora, muy justamente, se fustiga a las Universidades –suponiendo que todas merezcan ese nombre- por lo que se copia de creación ajena, también debemos preguntarnos, por viejo que sea el tema, si las sentencias que transcriben opiniones doctrinales sin indicar su procedencia o remitiéndola al infame genérico “la doctrina”, incurren en plagio. No me ando con rodeos: para mí, claramente. Esa “doctrina” suele citar con pelos y señales la fecha de las sentencias, el órgano y, en su caso, el Ponente. Y la reciprocidad, por una inercia antigua en la que ahora no voy a entrar, rara vez se produce.
Aunque la cosa está cambiando desde hace algún tiempo, sigue siendo minoritario el censo de togados que se atreven a citar a los autores en los que, no pocas veces, se basan para dictar justicia. Incluso, para algunos añorantes de la vieja ortodoxia, está mal visto hacerlo. No hace tantos años, recuerdo cómo los veteranos se extrañaban de que la joven judicatura pusiera en los Fundamentos jurídicos, antaño “considerandos”, puntos y seguido para hacer inteligible la argumentación: lo de toda la vida era construir frases larguísimas sólo separadas por comas hasta llegar al final de cada Fundamento.
Lo de no citar no tiene un pasar ni justificación racional alguna. Además, se dan contradicciones, paradojas o como queramos llamarles, espectaculares: si un juez o tribunal hace un razonamiento reseñable y novedoso en una resolución, las sentencias posteriores lo citan con toda suerte de detalles. Si don Fulano o doña Menganita, magistrados, publican un similar razonamiento en una revista o monografía, pueden ser fusilados intelectualmente en futuras sentencias con alusión, únicamente, a “la doctrina”. O ni eso.
En el mundo administrativo y particularmente en el ámbito local, hay, en el orden judicial correspondiente, numerosos plagios de profesores y funcionarios, especialmente los de habilitación nacional, con el vicio de escribir. Muchos nos hemos reconocido en sentencias, sin saber si debiéramos sentirnos orgullosos o enojados. Recurso, sólo queda al pataleo, por más que podamos imaginarnos acciones poco realistas. La única, ésta. Decirlo, como tantos colegas, nuevamente y por escrito que, a buen seguro, no induce a tentaciones de plagiar.
Hace pocos días, en una sentencia civil, que imagino ya revocada, el juez a quo, en una cascada que también arrastró a la Fiscalía (el Ministerio Fiscal, como es sabido, informa los incidentes de jurisdicción o competencia), se declaraba incompetente en unos daños a terceros de un contratista administrativo, confundiendo el artículo 35 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, con el 196.1 de la Ley contractual 9/2017, de 8 de octubre. ¿De dónde venía el error? Pues del corta y pega de uno de los Letrados, que copió lo primero que encontró en Google; naturalmente, sin citar procedencia. La “doctrina”, una vez más. Y mayoritaria, para más inri, aunque se refiriera a cuestión diversa a la enjuiciada. ¿Por qué picaron fiscal y juez? Pues por un indebido principio de confianza legítima en lo puesto por el abogado en su escrito y, quizá, por la mala costumbre de no dar importancia a la autoría de las opiniones usadas. Quizá si esos mismos togados hubieran (como sí se hace en muchas Universidades, por cierto) introducido una frase de las citadas en un buscador, se hubieran encontrado con el trabajo entero y comprobado que la parte mezclaba churras con merinas. Si a ello se une el déficit en Derecho Administrativo en algunas oposiciones, aunque luego pueda juzgarse sobre actos y reglamentos de los poderes públicos (véase en este blog mi comentario https://www.administracionpublica.com/jueces-y-fiscales-ayunos-de-derecho-administrativo/ ), la explicación está servida.