A buenas horas mangas verdes: del Estado y el urbanismo…

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Leo con cierta sorpresa y escasa inquietud por sus efectos prácticos la Sentencia del Tribunal Constitucional 137/2011, de 14 de septiembre, interpuesto hace ya once años, casi tres legislaturas, por noventa y un Diputados del Grupo Parlamentario Socialista del Congreso de los Diputados frente al artículo 1 del Real Decreto-ley 4/2000, de 23 de junio, de medidas urgentes de liberalización en el sector inmobiliario y transportes. La verdad es que comienzo a escribir este comentario antes de acabar la lectura de la Sentencia. Combinaré pues en él corazón y cabeza porque estos once años de tardanza han sido para muchos operadores urbanísticos, públicos y privados y entre los cuales me incluyo, once años de debates estériles, demagógicos y, en ocasiones, surrealistas que pudieran haberse evitado con una justicia constitucional ágil, más operativa y menos dogmática. De poco sirven ya, once años después, en unas circunstancias económicas radicalmente diferentes y con una legislación estatal que nada tiene que ver con la modificada en su día por la norma recurrida veinte páginas de antecedentes de hecho, aunque vayan seguidas de tan solo siete de fundamentos de derecho y, eso sí, probablemente porque once años no dan para el debate y el acuerdo en sede de justicia constitucional, un voto particular suscrito por dos magistrados que discrepan de la mayoría y aboga por la desestimación del recurso enmendando la doctrina de la Sentencia 61/1997, afirmando la competencia estatal y rechazando la vulneración por el Gobierno de los demás preceptos constitucionales de naturaleza no competencial atinentes a la legislación de urgencia.

Cabría esperar que, a pesar de la carga de trabajo del Tribunal Constitucional, sin duda elevada, once años hubieran dado para un exhaustivo análisis de una norma que, dadas sus implicaciones sobre la práctica urbanística y una legislación autonómica ya entonces prolija y diversa, pudiera considerarse compleja sustantiva y competencialmente.

Sustantivamente el debate es rico en matices porque la norma estatal recurrida afecta al contenido del derecho de propiedad y al papel de la administración local y autonómica en el gobierno del territorio (eso que los franceses llaman “patrimonio común de la nación” y que en España prefiero no decir cómo lo percibimos). Competencialmente la cuestión no resulta tampoco sencilla dada la jurisprudencia constitucional vertida en las Sentencias 61/1997, 164/2001 y 54/2002, entre otras, aunque personalmente siempre pensé que, salvo interpretación conforme con la Constitución que prácticamente dejaba al Real Decreto-ley en papel mojado, su contenido atinente al urbanismo resultaba manifiestamente inconstitucional por falta de competencia del Estado [al respecto me remito a mi trabajo “Propiedad urbana y urbanismo como competencias estatales de imposible ejercicio en la Sentencia 164/2001, de 11 de julio”, Revista aragonesa de administración pública, 19 (2001), pp. 257-327]. Pues no, once años no dan para tanto.

El Tribunal Constitucional no acepta el debate de fondo, ni sustantiva ni competencialmente. Once años después se queda en la forma, se detiene en el análisis de los presupuestos constitucionales del ejercicio por el Gobierno de la potestad legislativa para afirmar que “el Gobierno no ha aportado una justificación suficiente que permita apreciar la existencia del presupuesto habilitante de la extraordinaria y urgente necesidad requerido por el art. 86.1 CE para el uso de la legislación de urgencia en relación con el art. 1 del Real Decreto-ley 4/2000, de 23 de junio, lo que ha de determinar la declaración de inconstitucionalidad y nulidad de dicho artículo por vulneración del citado precepto constitucional” (FJ 8).

Personalmente no lo dudo, incluso celebro la declaración de inconstitucionalidad que comparto por razones sustantivas y competenciales. En numerosas ocasiones afirmé que ningún sentido tenía establecer un criterio urbanístico de clasificación del suelo que permitía clasificar suelo por cualquier razón excepto por razones urbanísticas, por un lado, o que el Estado no podía reducir a la nada, desde sus competencias, la competencia autonómica y municipal de clasificación del suelo y ordenación del territorio. Estos argumentos, sin embargo, no se consideran ni son objeto de juicio constitucional. El Tribunal elude cualquier pronunciamiento sobre el fondo de la cuestión, probablemente de manera razonable y ajustada a Derecho. Para el Tribunal “nada hay que indique que la regulación introducida trate de dar respuesta a una situación de naturaleza excepcional o constituya una necesidad urgente, hasta el punto de que su efectividad no pueda demorarse durante el tiempo necesario para permitir su tramitación por el procedimiento legislativo ordinario sin hace quebrar la efectividad de la acción requerida, bien por el tiempo a invertir o por la necesidad de inmediatez de la medida” (FJ. 7). Considera el Tribunal Constitucional que “lo contrario permitiría excluir per se del procedimiento legislativo, pudiendo recurrirse entonces siempre a la legislación de urgencia, toda medida que supusiera o, en última instancia, persiguiera una reducción del nivel de los precios de los productos, lo que obviamente no se corresponde con nuestro sistema constitucional de fuentes” (FJ. 7).

El hecho es, sin embargo, que, justificado o no, la norma recurrida y hoy anulada (ocho años después de su derogación parcial y cuatro años después de su derogación total), consiguió los efectos que pretendía que, y obviamente esta es mi opinión, no eran los declarados. El propósito de la norma no era liberalizador sino desregulador. No se trataba tanto de liberalizar el sector inmobiliario haciéndolo más permeable a sanas prácticas de competencia entre operadores económicos cuanto de reforzar la posición del sector privado frente a la intervención administrativa, generando dinámicas económicas y financieras en el urbanismo cuyos resultados, desafortunadamente, ya hemos confirmado. La norma recurrida fue una desreguladora y los efectos de esa desregulación no han sido diferentes a los generados por la desregulación de los mercados financieros. Convertimos lo inmobiliario en un ámbito más de inversión, por definición especulativa, y hoy cosechamos los resultados. Eso sí, el debate constitucional se circunscribe a la justificación formal de la norma que abrió la compuerta.

Sobre el voto particular habría mucho más que decir, mucho más de lo que la prudencia y este medio aconseja. El voto particular supone una enmienda de totalidad a la doctrina constitucional sobre el sistema competencial articulada a través de una crítica frontal a la doctrina de la Sentencia 61/1997 que va mucho más allá de ella. Implica introducir en la doctrina del Tribunal conceptos como la competencia universal del Estado frente a la competencia de atribución de las Comunidades Autónomas y, en ese nuevo contexto, reconsiderar la interpretación del papel que están llamadas a jugar las cláusulas de prevalencia y supletoriedad del derecho del Estado. Tales cuestiones son, desde luego, centrales en la doctrina constitucional y empieza a ser recurrente su tratamiento cuando se enjuicia en sede constitucional normativa urbanística (por tal razón las analicé en La garantía constitucional de la unidad del ordenamiento en el Estado autonómico. Competencia, prevalencia y supletoriedad, Civitas, Madrid, 2000, 223 págs.). Dogmáticamente puedo incluso compartir muchas de las posiciones de los magistrados discrepantes, no todas. Concluía en su día la obra citada afirmando que “continuar sosteniendo una interpretación del sistema competencial que lleva a ignorar una pieza clave del mismo, cual es la prevalencia, y que priva de auténtico sentido a otra, la supletoriedad, no resulta en modo alguno aceptable. Si la estricta separación competencial es irreal, la prevalencia del Derecho estatal en los supuestos de concurrencia material no resulta «políticamente correcta» y la supletoriedad del Derecho del Estado, garante de la unidad del Ordenamiento jurídico, articulada sobre una competencia normativa universal de éste lesiona, según algunos, la autonomía constitucionalmente garantizada […] la alternativa, si no se quiere situar al Tribunal Constitucional en un auténtico callejón sin salida, es la reforma constitucional” (La garantía constitucional…, pp. 206-207). Claro que mucho me temo que esta reforma constitucional no resulta tan urgente como la recientemente aprobada.

¿Alguien es capaz de explicar para qué sirve la Sentencia del Tribunal Constitucional 137/2011, de 14 de septiembre, que efecto está llamada a producir si no depura el ordenamiento, no introduce criterios hermenéuticos relevantes, no afecta decisivamente a planes o actos dictados a su amparo? En todo caso, una conclusión al menos podría alcanzarse: En la lista de reformas pendientes incluyamos la de nuestra justicia constitucional. Ésta de ahora, sin entrar a cuestionar su técnica jurídica y gran parte de su jurisprudencia, no sirve. Con estas demoras no sirve de nada.

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