Francia es el país al que los españoles hemos mirado desde los inicios de la revolución liberal a la hora de conformar nuestras instituciones políticas y sobre todo nuestras instituciones administrativas. Alejandro Oliván, Javier de Burgos o Posada Herrera mojaron su pluma en el tintero gabacho de manera que desde allí nos vino nuestra concepción del municipio, de la provincia, del Consejo de Estado, del servicio público etc. Por eso los administrativistas de hoy, cuando ya tanto texto y tanto contexto ha mutado, seguimos mirando con interés las reformas que se anuncian o se llevan a cabo por nuestros vecinos. Ahora le ha tocado el turno a las regiones francesas que en número de veintidós existen -en el territorio continental- desde, más o menos, los años setenta del siglo pasado tras la salida del general De Gaulle del poder. Que son muchas es una obviedad para casi todos los gobiernos turnados desde entonces y por ello intentos de reducción se han anunciado constantemente. Procede recordar ahora el famoso Informe Balladur del año 2009 que desató tanta pasión como inacción. Ahora le ha tocado el turno al actual presidente de la República cuyo entusiasmo descentralizador al parecer quedaría colmado con catorce regiones, número al que se llegaría fusionando algunas: por ejemplo, la Alsace y la Lorraine, por citar un ejemplo que lleva en su seno mucho conflicto histórico, o Midi-Pyrénées y Languedoc-Roussillon por citar un espacio vecino a la frontera con España. No se tocan territorios tradicionales como el de Bretagne o el de l´Aquitaine (volvemos a nuestra frontera, ahora por la parte vasca). De acuerdo con esta propuesta, los “Consejos regionales”, elegidos por sufragio universal directo, irían acomodándose al nuevo mapa poco a poco, es decir, sin muchas prisas porque no solo se fija el año 2020 como el de punto final sino que además se otorga un amplio poder a los elegidos locales para ir conformando el proceso. Pero no son solo las regiones las que se encuentran en el punto de mira del reformador: también los municipios lo están pues su número se quiere aminorar por todas las formaciones políticas que conforman la V República desde su nacimiento. Y en ello han puesto tanto entusiasmo como ineficacia. En los años setenta la ley Marcellin quiso pegar un tajo a los más de treinta mil ayuntamientos existentes elaborando un sistema de incentivos y ayudas para provocar las asociaciones entre ellos: del empeño inicial que debía afectar a más de tres mil la realidad hubo de conformarse con poco más de mil. De esa época vienen las numerosas formas de asociaciones municipales que son típicas del paisaje francés. Ahora, el actual presidente, quiere precisar el número de habitantes mínimo para tales formas municipales: veinte mil en lugar de los cinco mil del derecho vigente. Con un plazo: el 1 de enero de 2017. ¿Qué quedará de todo esto? Me atrevo a hacer un pronóstico pues al fin y al cabo ello va en el sueldo de quienes escribimos. Quedará en nada o en muy poco. Una estructura política y, por ende, la administrativa que lleva adherida es como una roca y como ella está ciertamente sometida a cambios, solo que cambios producidos en ciclos litológicos cuya característica fundamental es la imposibilidad de prever su cadencia temporal. Que, en todo caso, es amplísima. En el país vecino de Francia, Alemania, la reforma municipal se ha llevado a cabo con éxito -tras mucho pleito y gran efervescencia política- tanto en el territorio de la antigua República federal como en el anexionado tras la caída del muro. Pero la reducción del número de Länder -hoy dieciséis- para dejarlos en seis o siete, como se está defendiendo desde hace años en el marco de las reformas constitucionales del Estado, es empeño una y otra vez fracasado. De donde se sigue que la explicación del asunto aquí tratado no es competencia del jurista ni del político sino del geólogo.