Vamos a proponer el típico juego de vincular un concepto a otros conceptos, palabras, metáforas o mitos. ¿Qué os viene a la cabeza cuando surge en una conversación la Administración pública? A mí las palabras que aparecen en el encabezado de este artículo: eufemismo, impostura, Sísifo y Penélope. Por encima de todas siempre impostura. Tanto es así que estoy por proponer que nunca más digamos administraciones públicas y optemos por la etiqueta mucho más clarificadora y realista de “imposturas públicas.”
La utilización de eufemismos cuando se analizan los problemas de las administraciones públicas ha adquirido, tanto en medios profesionales como académicos, la dimensión de pandemia. Quizás por una tendencia al “buenismo”, al tratar sobre unas instituciones beneméritas que son de todos y para todos, se impone de manera refleja e irreflexiva la utilización de unos registros políticamente correctos. Y damos vueltas y vueltas, mareando la perdiz, sobre problemas y situaciones tangenciales y poco significativas para orillar los auténticos problemas de fondo. Cuesta una barbaridad en nuestra cultura política, administrativa y académica focalizar el auténtico problema. Identificar y parametrizar claramente la enfermedad o la herida. Pero para mejorar nuestras administraciones públicas el camino nunca es la diplomacia, el “buenismo” o la cobardía. Hay que decir las cosas por su nombre: mala cultura política, líderes políticos y administrativos mediocres, corrupción, clientelismo, capturas sindicales y corporativas, cultura del mínimo esfuerzo, obsolescencia obscena de los sistemas de gestión de recursos humanos, etc. Sin abusar, sin generalizar y enfocando claramente las heridas en los ámbitos públicos que realmente están enfermos. ¿Por qué tenemos tan asentada la cultura del eufemismo en las instituciones públicas? Pues por qué no utilizarla sale caro: ceses, promociones frustradas, vetos, persecución, etc. Como yo tengo tendencia en meterme en todos los charcos (tanto los que me llaman como a los que no) soy perfectamente consciente de estas consecuencias. Forma parte de mi rutina profesional que algunas instituciones y medios de comunicación me veten o me echen. Que un potencial nombramiento para un cargo a para formar parte de una comisión de expertos se trunque por el barro que acumulo en los zapatos.
Pero el término que va como anillo al dedo a la Administración pública es la impostura. La mayoría de iniciativas de reforma, de mejora o de innovación de nuestras organizaciones públicas suelen ser enormes imposturas. Moverlo todo, cuestionarlo todo para no cambiar absolutamente nada de lo que es realmente relevante. Las administraciones públicas suelen ser lampedusianas. Además, eufemismo e impostura están emparentados. Si se hace un diagnóstico que se basa en los eufemismos el plan de acción, de reforma o de mejora tiene que ser inevitablemente una impostura. No queda otra. Imposturas cómo, por ejemplo, los cansinos anuncios de los partidos políticos que van a impulsar una regulación de la dirección pública profesional. Ante la presión que ejercemos han llegado al colmo de la impostura al retener en el cajón un proyecto de ley sobre este tema tan crítico y esperar a enviarlo al parlamento justo antes de su disolución. Y en la siguiente legislatura el proyecto regresa al cajón esperando que se acerque la próxima disolución parlamentaria para asomar el hocico.
Afortunadamente hay una cantidad notable de empleados públicos (altos cargos y eventuales muchísimos menos) que sortean tanto los eufemismos como las imposturas e intentan impulsar auténticas mejoras para renovar nuestros sistemas públicos. Entonces es cuando aparece el mitológico Sísifo y su castigo. Estos servidos públicos abnegados, motivados y valientes cargan con la enorme piedra de la innovación y del cambio y la suben por las empinadas laderas administrativas. Cerca de la cumbre (donde andan agazapados los malos políticos, algunos nefastos sindicalistas, perversos colegas funcionarios e incluso jueces muy conservadores) muestran su poderío las fuerzas reaccionarias y empujan la piedra en sentido contrario para que vaya bajando y regrese a las catacumbas institucionales. Desgraciadamente muy pocas reformas e innovaciones logran superar el castigo de Sísifo.
Finalmente, una mala cultura política preñada de líderes mesiánicos y visionarios (chamanes según Víctor Lapuente) genera el efecto Penélope. La soberbia política de pensar que uno está en posesión de la verdad institucional y que los demás andan irremediablemente equivocados impulsa una lógica política que teje políticas, leyes y servicios públicos durante una legislatura para que el siguiente en ocupar el cargo desteja con impaciencia todas las novedades para empezar de nuevo a tejer con suficiencia una nueva prenda administrativa que considera que es la única pertinente y que todas las anteriores son meras ocurrencias de descerebrados institucionales. Muchos líderes políticos se confunden: ganar las elecciones es la puerta para gobernar el presente y el futuro, pero no es una patente de corso para destruir todo lo construido por sus antecesores. Las instituciones, sus políticas y servicios públicos mejoran de manera incremental, mejorando y cambiando lo edificado previamente. La lógica de construcción desde cero después de derruir todo lo anterior deja yermos solares administrativos siempre en fase de diseño y construcción de cimientos sin llegar nunca a alcanzar resultados buenos, regulares o malos para los ciudadanos. Un alto cargo jamás tendría que cesar por inercia a los equipos de profesionales que se encuentra y cancelar todas las políticas previas. Debería tratar con respeto a la obra realizada y a los propios albañiles y, después del diagnóstico sobre lo que se ha encontrado conjugándolo con su nuevo proyecto político, empezar a construir sobre y no contra lo que han realizado sus antecesores. Manteniendo y maximizando lo positivo, minimizando o erradicando lo negativo y sobre esta base incorporar su propia agenda de novedades, y todo ello con el estilo arquitectónico (ideología) con el que ha logrado la confianza de los electores.
Nuestras administraciones públicas están a las puertas de un inevitable gran cambio debido al relevo intergeneracional, a la pronta incorporación de las tecnologías 4.0 y a la crisis post covid 19. Para poder afrontar este cambio con solvencia es imprescindible erradicar los eufemismos, las imposturas, los sísifos y las penélopes. Si no lo logramos vamos a vivir igualmente el cambio: un cambio hacia la decadencia y la irrelevancia de las administraciones públicas.
Excelente, profesor Ramió, excelente.
Y qué trágico que sea excelente lo que ha escrito.
Un cordial saludo.
Brillante, soberbio, magnífico artículo.
Verdades como templos se exponen en el mismo.
Ole, ole y ole, Carles por tu clarividencia y valentía denunciando lo que vivimos y soportamos.
La Administración pública española está cada día más degenerada y la culpa es de la clase política más nefasta que ha tenido España en los últimos 30 años.
¿Y cómo se erradica la apariencia, el engaño, la suavidad o decoro? … tal vez, asumiendo la radicalidad (ir a la raíz de los problemas) es decir, asumiendo el compromiso público y social, o no…