Una de las huellas que me dejó el debate del futuro de la administración local al que asistí a comienzo de mes, en Zaragoza, fue la lógica preocupación que los profesionales tienen sobre la capacidad de pago de alguna corporación, como consecuencia de dos fuerzas negativas para las finanzas, pero que se alimentaban mutuamente: demanda creciente de servicios de los contribuyentes a sus ayuntamientos, y deseo de los políticos de satisfacer esa demanda, para agradar a los votantes. Teniendo en cuenta la estructura de nuestra población, es razonable pensar que la primera puerta de acceso a la administración pública para mucha gente sea el ayuntamiento, bien porque el territorio lo exige, o bien porque aún siendo una ciudad más grande, la tendencia se mantenga, por la cercanía que supone respecto de otros niveles de administración más grandes y distantes, donde es más fácil perderse. De los 8.116 municipios que figuran en los registros del Instituto Nacional de Estadística, el 72% tienen menos de 2.000 habitantes; de la misma fuente de información se deduce que unos 20 millones de personas viven en ciudades de hasta 2.000 habitantes, es decir, el 40% aproximadamente del total registrado; posiblemente existen otras fuentes de información más fiables que ésta, pero no creo que la imagen final que se desprenda de su análisis difiera mucho del que he comentado.
Durante la década de crecimiento económico que ha vivido nuestro país, todos hemos demandado más a nuestros proveedores: más servicios, prestaciones, calidad de vida, comunicaciones, bibliotecas, parques, recogida de basura selectiva, alumbrado público, ludotecas, etc.; y como los ingresos de las administraciones han aumentado en proporción al auge económico (más licencias, obras, impuestos, tasas, etc.) se ha configurado una situación de euforia muy difícil de mantener, como ha pasado en todos los mercados (salarial –antes de la crisis-, vivienda, materias primas, etc.) una situación de euforia sustentada en bases muy débiles.
La deformación profesional me ha llevado a analizar las series estadísticas del Banco de España, que son con las que más familiarizado estoy, para comprobar el reflejo de esta euforia en el sistema financiero: una parte considerable de los recursos para los nuevos proyectos y servicios que han lanzado las corporaciones locales provenía del sistema financiero; posiblemente muchos profesionales de ambos sectores recuerden esos años tan especiales, en los que a la solicitud de ofertas de créditos o préstamos para casi todos los ayuntamientos de España, el sistema financiero respondía con ofertas muy agresivas, con plazos muy largos, y diferenciales mínimos: ofertas por encima del euribor más 0,10 puntos de diferencia eran rechazadas; y hubo incluso momentos en que algún ayuntamiento se financió a precios por debajo del euribor ¡qué tiempos!
Entre el año 2.000, posiblemente el punto de partida del crecimiento, hasta el tercer trimestre de 2010, último para el que se ha publicado la serie, las corporaciones locales en España, en conjunto, han pasado de deber 17.600 Millones de € (a mí me gusta expresarlo mejor así: 2,9 billones de pesetas, es decir, 2.928.343.600.000 ptas.) a 33.816 Millones de € (5,6 billones de pesetas, o sea, 5.626.508.976.000 ptas.); en diez años, el endeudamiento de las administraciones locales con el sistema financiero nacional ha crecido un 92%, o si se prefiere, se ha multiplicado prácticamente por dos (1,92).
Yo no sé decir si esa evolución es exagerada o no, porque desconozco el funcionamiento interno de la administración local, pero si aplicamos algunos coeficientes y cálculos semejantes a los de otros campos de la economía, podemos obtener una foto muy aproximada de la realidad. En efecto, durante estos años de euforia que todavía recordamos, y recordaremos con añoranza mucho tiempo, la población española ha crecido por la llegada de millones de personas procedentes de otros países, atraídos por las oportunidades de nuestra economía; de hecho, en el censo del año 2.000 figuraban 40,5 millones de personas, mientras que en el de 2.010 había 47 millones: un aumento del 16%; posiblemente no todos los habitantes estén censado, por diferentes circunstancias, pero es el dato que tenemos, y con él hay que trabajar. En todo caso, a los efectos de este “análisis de andar por casa”, si realmente hay más gente de la censada, serán usuarios de servicios, y por tanto fuente de gasto para los ayuntamientos, pero no creo que contribuyan significativamente a sufragarlos, precisamente por su situación personal.
Una forma sintética, y grosera, de entender la evolución de las finanzas locales durante esta década es referirla al número de beneficiarios: la deuda bancaria de las administraciones locales por habitante al comienzo de la euforia era 435 € (72.400 pesetas) y al final de la serie 720 € (120.000 pesetas); es decir, la carga ha crecido un 65 % (o, mejor, se ha multiplicado por 1,6 veces). Digo que este cálculo es grosero, porque la distribución del endeudamiento no es uniforme entre todos los ayuntamientos, y algunos concentran un nivel de deuda elevadísimo en comparación con otros, pero prefiero sacrificar rigor analítico si a cambio se entiende el fondo de la situación: quienes tienen que pagar la deuda, todos los contribuyente, deberán afrontar en los próximos años la carga financiera creciente de sus ayuntamientos, por el cambio de ciclo económico, y las necesidades de amortización de la deuda, además de mantener los servicios actuales.
Pero esto, con ser importante, no es nada comparado con la presión que posiblemente sientan los profesionales de la administración local conforme se aproximan los vencimientos de los 47.000 millones de € de las operaciones vivas, y no sepan si las entidades financieras las renovarán: me parece que sentirán un pánico parecido al de los directores financieros de tantas empresas, pequeñas y medianas, en esta dura crisis, que no saben cómo harán frente a los compromisos de pago.
No me extraña la preocupación que transmitieron en el debate de los 10 años de esPúblico.