La imparable degeneración del derecho.

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Durante años se ha considerado que la mayor diferencia entre los Estados democráticos y los Estados totalitarios, se hallaba en la concepción de la ley como instrumento de anudación del poder público. El principal proveedor de la ley positiva: el Estado, es calificado democráticamente, según el grado de respeto y por tanto, de cumplimiento que haga de su propio producto regulatorio. En términos de Jellinek, cuánta más autolimitación, más democrático es.

Sin embargo, esta visión de democracia legalista o normativista es equivocada. Y lo es porque la mayor diferencia entre un Estado democrático y un Estado fascista, no deriva de la exigencia de un Estado de derecho, que ambos los son, ni tampoco en el recurso a la violencia legítima, a la que ambos recurren sino, esencialmente, en imponer institucionalmente y por la vía del proceso normativo y del enjuiciamiento del caso controvertido, una misma opinión pública: la ideología validada oficialmente.

El Estado Total, es un Estado democrático (igualitarismo) radicalmente homogeneizado (Leibholz). La misión de la ley, en estos casos, no es resolver conflictos de intereses (Ihering), ni la normacion de la razón (Kant) sino la dictadura hegemónica del pensamiento único (Rüthers) elevada a nuevo orden jurídico. La ley se convierte en un potente instrumento de ideologización. El recurso para ello fue (es) fácil: se procede a rellenar los conceptos jurídicos indeterminados de los que se sobrenutre la ley con nuevos contenidos ideológicos, posibilitando el engarce directo entre el derecho y la ideología. La ley no es ya polivalencia razonada de la discusión sino un potente instrumento jurídico de ideologización. El pensamiento jurídico institucional se consolida mediante pseudo argumentos de apariencia científica. Y el desvarío jurídico se alcanza con quienes alzan “su” realidad como norma vinculante. La ideología se eleva, entonces, a imperativo institucional.

España ha sucumbido a esta degeneración del derecho. No hace mucho tuve la oportunidad de exponerlo en una agradable entrevista. Allí comenté que hace mucho que España dejó de ser un Estado de derecho, para quedarse reducido a un mero Estado legal. El derecho positivo como política cristalizada en una norma estatal, ha sustituido al derecho como fuente de legitimación de resolución de conflictos. La ley ya no tiene el fundamento del derecho y éste de la justicia. El único fundamento que tiene la ley que se dicta es la oportunidad; la oportunidad política, vendida como trofeo de quienes dicen, por ejemplo, en la despenalización de la sedición, que es por el bien de la convivencia. Se olvidan quienes arguyen tal relato que la convivencia necesita del derecho y no al revés. Las cosas no se cambian por que haya amenaza de imponer las visiones propias por la fuerza. Precisamente para eso está el derecho; para enfrentarse a la amenaza de la fuerza. Solo así, se mantiene la convivencia. Lo otro no es convivencia sino abdicación, aunque se venda como un trofeo de bisutería.

La consecuencia, también lo comenté en aquel momento, es que el legislador que regula la Constitución española está, pero no está el creador del derecho general. Las leyes ordinarias han sucumbido a la propaganda ideológica. Simplemente se busca contentar a una parte del electorado. La ley se he convertido en un producto de la mercadotecnia política. Ya no venden las promesas de grandes obras o construcciones. Lo que se vende políticamente son leyes. El gobernante estatal se enorgullece por haber aprobado una ley –como sea- a fin de poder dirigirse a su electorado y manifestarle que lo prometido está cumplido. El hecho de que la norma se halle trufada de incoherencias, mala sistemática, repeticiones, conceptos jurídicos indeterminados, oscurantismos, mala sintaxis, términos no jurídicos, palabras inventadas o desdobladas, no tiene la menor importancia, con tal de que la norma incluya “la cultura ideológica” –utilizando la terminología de Zimmerman- que pretende divulgar el gobernante. El BOE es el nuevo centro de la batalla cultural.

El derecho actual se ha visto reducido a la ley positiva, y gran parte de ésta a medidas técnicas o tecnificadas. Un orden jurídico, como el derecho administrativo por ejemplo, se ha quedado prácticamente limitado al estudio de la tecnificación del acto administrativo (Cassese). La dialéctica judicial y académica se centran, mayoritariamente, en descripciones formales sobre aspectos tecnificados del actuar administrativo. Su nuevo fundamento es el “metadato”, y su constatación integradora e integral: un código alfanumérico que describe su desarrollo electrónico –es decir, mediante procedimientos o dispositivos electrónicos-. La discusión fundamentadora se ha reducido, en su mayoría, al estudio de la técnica como lo son la “firma electrónica”, “la notificación electrónica”, “el registro electrónico”, y demás instrumentaciones destinadas a la eficacia, esto es, a la facticidad. El orden jurídico-público está siendo sustituido por la protocolización, que es un orden en sí mismo aunque tecnocratizado. Los problemas del derecho administrativo tecnificado ya no los resuelve un profesional del derecho, sino un ingeniero o un tecnólogo. Éste no es el que escucha a aquel sino al contrario. El derecho pone la oreja en la puerta de la ingeniera para ver si se entera de algo. El hecho de que el derecho del instrumento burocratizado del poder ejecutivo no esté ya tan preocupado en controlar la fuerza del poder público, sino en saber cuáles son las pautas del código fuente de un algoritmo le ha hecho perder gran parte de la perspectiva. Está haciendo un ingente esfuerzo por estudiar el medio (técnico), como si fuera el propio fin.

En otras materias, el legislador no ha hecho más que cristalizar pura ideología mediante su publicación en los boletines oficiales. No hace falta mirar más allá. Las situaciones de injusticia que está provocando la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de garantía integral de la libertad sexual, no solo son producidas por un mal desarrollo técnico de la norma estatal, sino por querer imponer la ley positiva al derecho. El derecho exige, no solo en el derecho penal, que lo favorable tome preferencia sobre lo perjudicante. Ese es el orden. Y todo orden, también el orden jurídico, está ligado a conceptos normales concretos, los cuales no pueden ser deducidos de normas generales, sino que, por el contrario, las normas deben ser engendradas a partir de su propio orden y para su propio orden. Si la norma legal se desvincula de su orden, no solo se hace inteligible sino arbitraria. La ley hoy no es el punto de llegada de un orden concreto, sino el punto de salida de un activismo institucional que pretende no tener ciudadanos sino adeptos y militantes que sonden radicalmente las banderas en Twitter, esa nueva Boulé 2.0.

A estas alturas y con la nueva jurisprudencia en la mano, -echando un vistazo a la sentencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo de 13 de octubre de 2022, dictada en la llamada “pieza específica” del caso ERE- no es descabellado afirmar que, cuando autoridades estatales aprueban normas legales a sabiendas de los perjuicios y las situaciones de injusticia que van a provocar por haber sido informadas previamente de ello, su arbitrariedad atraviese el velo del único efecto de la inconstitucionalidad para eventualmente hacer aflorar el referido tipo penal.

Pero tranquilícense que nada de eso ocurrirá, por supuesto. Ni yo lo deseo. Me conformaría, como ciudadano, con poseer el derecho –ahora que incluso el placer sexual se ha elevado a la categoría de derecho subjetivo- a deponer al mal gobernante.

No me digan que éste no es un bonito deseo.

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