La inversión casera de la carga de la prueba

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En Derecho, todos sabemos que frente a la máxima de que, quien afirma debe probar (artículo 217 de la Ley de Enjuiciamiento Civil), están las excepciones inversoras del “onus probandi”. Son pocas, pero de calado. Algunas muy conocidas, como en supuestos de responsabilidad en la circulación, donde existe una presunción “iuris tantum” de culpa imputable al autor del daño, que ha de demostrar que obró con toda la diligencia que requerían las circunstancias o, más modernamente, en los casos de falta de información al consumidor por parte de entidades bancarias de sus productos financieros o, particularmente, de la evolución de las cláusulas suelo. En fin, como peculiaridad, no tienen necesidad de prueba: los hechos notorios, que según el artículo 281.4 de la citada Ley rituaria, son “los que gocen de notoriedad absoluta y general”, lo que siempre es discutible para quienes gustan de retorcer el Derecho y los hechos a los que se aplica.

Pero, aunque este debate siempre está abierto -y más ahora con ocasión de la protección de la libertad sexual de las mujeres-, las líneas que siguen son mucho más caseras y en nada pretenciosas y se limitan a ejemplificar hasta qué punto, lo público y lo privado, nos van poniendo obstáculos a la ciudadanía, por muchas protecciones que digan garantizar las leyes y por más que, supuestamente, se modernice cibernéticamente esa Administración de oficinas vacías, teletrabajo y citas previas. Pero, repito, el modelo que nos hace la vida y sus gestiones cada vez más difícil, no es únicamente administrativo o sólo comercial. Se da en todos los ámbitos y no digamos en los sectores u operadores con posición dominante en los mercados.

Mi desconfianza del cumplimiento de las leyes tuitivas, ya lo he escrito más veces, es cada vez mayor. Legislar, normalmente copiando otros ordenamientos, no garantiza gran cosa.

Por citar un supuesto de abuso desde los poderes públicos, refiero un sucedido del que posiblemente ya haya dado cuenta en este mismo Blog, pero que me sigue indignando: No hace mucho, a una corporación que presido, le ejecutaron, por vía de apremio, una sanción por infracción inexistente, desde la Agencia Tributaria. Una vía de hecho de las clásicas, por falta tanto de Derecho como de procedimiento. Resumiendo, era un error en el CIF cometido desde las oficinas de Hacienda. Naturalmente, quien tuvo que demostrar el desvarío, fue, tras mil peripecias con la pandemia, la entidad atracada. Y cuando, ¡oh milagro!, por fin un ser humano con cierta responsabilidad, reconoció que la equivocación era absolutamente imputable a la Administración, en vez de rectificar de oficio la sanción y el embargo de la cuenta, nos exigió a los representantes de la entidad maltratada que instáramos la rectificación de errores materiales o aritméticos. Mi alegato de que el error era de ellos y que, por tanto, procedía corregir de oficio (artículos 220 de la Ley General Tributaria y 109.2 de la Ley de Procedimiento Administrativo Común), no me sirvió de nada y, ante la prepotencia, hubo que pasar por el aro, para no meterse en más líos y así conseguir el reconocimiento del error y la devolución de lo incautado, que es el término adecuado.

Pero en el ámbito privado de operadoras, banca, seguros y demás, andamos igual o peor, por más que se pregone la eficiencia de estos ámbitos frente a la burocracia administrativa. Y la indefensión es brutal. Hace muy pocos días, viendo que no me llegaba la cuota de mi seguro obligatorio de automóvil, llamé a la compañía donde una voz humana -otro milagro-, me dijo que el recibo estaba en camino y, al preguntar su importe, me dio una cuantía más propia del titular de una flota de camiones. El interlocutor se dio cuenta, dijo que lo volverían a mirar y, sin más comunicación, me llegaron a la vez dos cargos idénticos a mi cuenta. La cuota ya era correcta, pero duplicada. Vuelvo a llamar a la compañía y tras una hora de musiquita y “está usted en lista de espera”, pierdo la mañana, me persono en la oficina y al contar esa duplicidad, me dicen, de mano, que vaya al banco a arreglarlo. Me niego, porque, hasta donde sé, tenía la seguridad de que la culpa era de la aseguradora y no de la entidad de crédito (en este caso). Les dije que no me iría hasta que no lo arreglaran. A regañadientes, aunque con educación, rastrearon papeles y ordenador y, tras una hora, reconocieron que habían sido ellos quienes habían girado dos recibos gemelos. Llamaron a su banco, pero, qué raro, ya no les permitía la retroacción del cargo. Con autorización del jefe -la jerarquía no sólo está en la Administración- acabaron por hacerme una transferencia por lo indebidamente apropiado. Total, dos horas de trabajo perdido, un disgusto, una larga discusión y una decepción más de lo mal que funcionan tantas cosas y las dificultades para revertir lo incorrecto. El error es humano; la imposibilidad de rectificarlo de inmediato es diabólica y me temo que premeditada y disuasoria.

3 Comentarios

  1. Buen post, Profesor. Vivimos en un mundo sin garantías, no hablemos ya de la presunción de culpa en los delirios de índole sexual .. para emigrar e irse a un país más normal.
    Lo horroroso es también la presunción iuris tantum de veracidad que rige en las relaciones administrativas, tal y como predicaba el profesor Boquera como cuestión definitoria de lo que es un acto administrativo, máxime con las infracciones tributarias y las infracciones de tráfico. A ver si eres valiente y le muestras que eres inocente.que existe esor.n las relaciones administrativas. Ha grabado por el sistema de bonus que tienen los inspectores de Hacienda Eso es vergonzoso.

  2. Me ha encantado tu artículo y reflexión, Leopoldo. Lo que describes es un fenómeno cada vez más habitual en todos los ámbitos. Se explica por una sociedad en la que el principio de responsabilidad ha sido “derogado” al estilo adolescente.
    Estos hacen cosas y solo quieren recibir los gritos positivos. Si alguna acciónales reporta un perjuicio o daño, ellos no son culpable. La culpa es de otros: la sociedad, el sistema, su padre, su madre, su amigo o su perro. Y entonces se niegan a asumir las consecuencias y a tomar acción para remediarlas. Que se espabile y busque la vida el dañado o perjudicado. Pues bien, ese mismo proceder tiene la Administración, los bancos, las operadoras de telefonía, las aseguradoras, las compañías eléctricas… ¡todo el mundo!
    Y los afectados si no se espabilan… ¡a perder!
    Es un poco a ley de la selva y “tonto el último”.

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