Hace algo más de cinco años que inicié esta aventura de publicar en esta prestigiosa plataforma de espublico. Para mi todo un privilegio. Mi primer artículo fue una recensión y reflexiones a raíz del libro de Víctor Lapuente “El retorno de los chamanes”. Desde entonces no he vuelto a hacer ninguna otra recensión ni ningún artículo centrado en un solo texto. Hoy vuelvo a hacerlo con otro libro del catedrático de la Universidad de Gotemburgo Lapuente. Víctor fue alumno mío y no hay nada que genere más orgullo y satisfacción a un profesor que constatar que sus ex pupilos progresan, desarrollan carreras profesionales potentes y tienen la capacidad de hacer aportaciones relevantes en nuestra disciplina. El profesor Lapuente es ahora una de las voces más autorizadas a nivel nacional e internacional sobre instituciones públicas. Sus trabajos empíricos y sus análisis, de carácter comparado e internacional, son de lectura obligada para todos los interesados en la situación actual y sobre el futuro de nuestras administraciones públicas. Coincido académicamente casi al cien por cien con las aportaciones de este profesor, en mi caso desde una mirada más nacional e internacional vinculada a la región iberoamericana.
El muy reciente libro de Lapuente “Decálogo para un buen ciudadano” (Ed. Península, 2021) es un libro realmente excepcional ya que es un texto de autoayuda a nivel cívico, político y social escrito por alguien que odia los libros de autoayuda (otra posición con la que coincido con el autor). Es una obra de una enorme madurez intelectual cuya ambición está al alcance de muy pocos y sorprende que el autor lo haya podido elaborar siendo tan joven. El catalizador de este libro se vincula a vivencias recientes del autor a nivel personal que le han estimulado a escribir un libro casi de carácter testamentario a una edad muy temprana. Es imposible que este libro nos deje indiferentes ya que transita por praderas, como dice el mismo autor (jardines como diría un castizo) muy procelosas. Es un libro valiente, muy ameno y divulgativo mediante una utilización magistral de anécdotas, experiencias históricas y apelaciones a los filósofos y pensadores políticos clásicos y contemporáneos (políticos, economistas, sociólogos, antropólogos y filósofos). Es por tanto, un libro de filosofía política para consumo de los ciudadanos con conciencia cívica.
Sus tesis remueven e incomodan nuestra intelectualidad. Su argumento es conceptualmente explosivo: defiende la religión y el patriotismo como ingredientes básicos, durante la historia de la humanidad, para el desarrollo social, económico, institucional y político. Para alguien como yo, ateo y apátrida, sus argumentos me han generado un considerable estrés intelectual. Pero sus análisis conceptuales son tan sólidos y de desarrollo tan amable y suave que no queda más remedio que aceptarlos. No hay ninguna duda que los seres humanos a nivel personal y social poseemos dos dimensiones: una política y otra mística. La política apela a nuestro modelo de organización social, política e institucional como sistemas de colaboración entre los seres humanos (los humanos y buena parte de las distintas especies animales somos esencialmente sociales) para lograr el máximo desarrollo y confort. Pero esto no es suficiente ya que los humanos somos los únicos animales con capacidad de hacernos preguntas complejas, incómodas y trascendentales (¿de dónde venimos? ¿qué sentido tiene nuestra vida? y muchas más preguntas existenciales ante la gran tragedia humana: todos sabemos que moriremos y que nuestro paso por este mundo es efímero). Para colmar esta necesidad humana de carácter espiritual hemos ido edificando religiones que han ido madurando desde el politeísmo (algo caótico y promiscuo entre divinidades y gobernantes divinos) al monoteísmo (mucho mas ordenado, con un Dios dominante y jerárquico totalmente emancipado de nuestros líderes y sistemas de gobierno). Es crucial que estas dos dimensiones: la política y la social frente a la divina no se confundan (a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César). Los humanos y el cuerpo social de las sociedades desarrolladas poseen dos cajones complementarios pero diáfanamente separados: el político y el espiritual y esta arquitectura dual ha aportado a la humanidad el sosiego necesario para avanzar, desarrollarse y refinarse. Es obvio que durante muchos momentos históricos ambos cajones se han mezclado y han generado graves externalidades negativas (siempre hay patologías en los sistemas complejos).
Por otra parte, en el ámbito político y social el pegamento que ha fomentado mayor desarrollo estimulando las lógicas de cooperación entre las personas ha sido el patriotismo. Otro mejunje difícil de tragar para muchos intelectuales y ciudadanos cosmopolitas. Defender la religiosidad y el patriotismo como ingredientes básicos de la cohesión y el desarrollo social es casi un anatema para muchos librepensadores (entre los que milito). De tal manera que el autor presenta como la cultura política y social norteamericana es la que históricamente ha articulado mejor estos dos ingredientes o pegamentos sociales. Los padres fundadores de la patria americana estimularon un modelo político esencialmente patriótico y religioso (ambos ingredientes y su relevancia simbólica en este país siempre nos ha incomodado a muchos de nosotros). Pero es bien cierto que los americanos dominaban el arte de la alquimia ya que separaron claramente la dimensión política del patriotismo de la dimensión religiosa (de nuevo al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios) y fueron capaces de implantar un modelo político radicalmente democrático y ajeno a interferencias religiosas (una diferencia muy remarcable entre la revolución americana y la revolución francesa es que esta última atacaba a la religión edificando una nueva religiosidad de carácter laico, tendencia de la que se libera la revolución americana paradójicamente al aceptar la dimensión religiosa como una faceta esencial de la naturaleza humana).
¿Cuál es el problema en nuestra realidad contemporánea? La respuesta es que amplios sectores de nuestras sociedades rechazamos las religiones y abrazamos el ateísmo o el agnosticismo y también objetamos de manera radical el patriotismo. Este doble rechazo puede ser entendido como una muestra de madurez social, mística y política. Ya no nos hacen falta ídolos religiosos ni nos hace falta patriotismo para desarrollarnos y crecer social y políticamente. Pero todo indica que nuestra madurez espiritual y política no es tan sólida como pensábamos. Tenemos toda clase de indicios sobre esta falta de madurez: porque como dice Lapuente “el sentimiento religioso no se crea ni se destruye sino que se transforma”. Ya no abrazamos las religiones pero ante el vacío que nos deja esta ausencia transitamos como pollos sin cabeza abrazando libros de autoayuda personal, la persa medicina alternativa, talleres de yoga o de relajación, la cultura selficéntrica en las redes sociales, etc. que no dejan de ser manifestaciones de carácter espiritual pero de una calidad y de un rendimiento más bien espurio y escasamente satisfactorio para alimentar nuestras necesidades espirituales tanto a nivel personal como social.
El problema es que en la actualidad los cajones de la espiritualidad y de la política se mezclan de manera muy dañina y muchos ciudadanos buscan en la política un sentido de la identidad tanto espiritual como patriótica. Entonces la política se convierte en dogma (izquierdas versus derechas o unionistas versus independentistas) y en una arena peligrosamente demagógica que fracciona de manera irremediable al cuerpo social. La política y los políticos se endiosan y los políticos más exitosos son los que poseen ingredientes de telepredicadores y la militancia política se trivializa y alcanza una consistencia (o inconsistencia) perversamente sectaria. La política ocupa el espacio de la religión y todo se complica. Ya no existe el bien común ni el interés general sino una arena de lucha entre unos y otros. Cada uno va a la suya con sus componentes de carácter individualista (de nuevo la cultura selficéntrica narcisista) buscando compensaciones inmediatas sin capacidad de mirar más allá de sus respectivas narices y sin ningún proyecto social que nos cohesione y nos aliente a contribuir en el bien común. Y cuando nos asociamos social y políticamente lo hacemos con una predisposición espiritual que nos lleva a mancomunarnos de manera sectaria y ser carnaza de lideres políticos y sociales facciosos y beligerantes que nos presentan una falsa realidad binaria entre nosotros y los otros. Ya no existen pagamentos espirituales o patriotas de carácter político y social que nos cohesionen de manera transversal y nos den un sentido para cooperar y avanzar como humanidad. Las propuestas de Lapuente pueden resultarnos insatisfactorias: recuperar la filosofía estoica y plantar cara a nuestros miedos para atemperarlos y racionalizarlos. Un escaso baje para afrontar tantos abismos y peligros como los que nos acecha el mundo contemporáneo. Me atrevo a proponer transformar el patriotismo de carácter nacional per un patriotismo global y de defensa del bienestar planetario. Ahora que vivimos en un mundo global y con retos planetarios (el mundo y la naturaleza están en peligro de muerte por nuestro perverso modelo de desarrollo económico y social) hay suficientes incentivos para transformarnos en unos patriotas del mundo y del bienestar mundial. Es un reto de tal envergadura que también requiere un refuerzo de carácter espiritual pero quizás sea insuficiente para colmar nuestras ansias y deseos de carácter místico. Por mi es suficiente pero dudo que genere suficiente energía íntima para la mayoría. La lucha por la sostenibilidad y el bienestar del planeta puede ser excesivamente pragmático y aristotélico y quizás insuficientemente platónico. Como afirma el autor todos nos movemos por la practicidad aristotélica y por la mística platónica. Con estas últimas propuestas Platón quizás nos queda un poco cojo. Pero ya no hay vuelta atrás para los ateos y agnósticos de la religión y de la patria y debemos buscar nuevas praderas, positivas socialmente, que colmen nuestras ansias espirituales.
Efectivamente, y sin embargo el sentimiento religioso está ahí, consustancial a la naturaleza humana. Gracis por el artículo. Un saludo
Sólo se que no se nada. Ni siquiera se si es posible saber si Dios existe o no. Pero me gustaría creer.