El Derecho de la Competencia, transido fuertemente por la teoría económica, supone así un conjunto de técnicas que inevitablemente responden en muchas ocasiones a criterios y doctrinas económicas necesariamente cambiantes, como se comprueba a diario siguiendo la evolución de la Academia.
Y así al constituir en no pocas ocasiones la base misma de una decisión de la Autoridad de Competencia, el suelo en que se adoptan sus decisiones es bastante movedizo, nada seguro jurídicamente. Algo importante, por cuanto así como las grandes evoluciones de las tesis económicas resultan plenamente aceptables dentro de los, a su vez, grandes movimientos de toda índole (políticos, empresariales, económicos, sociológicos) sin embargo el empresario, solo o asociado, necesita seguridad jurídica para poder moverse con alguna confianza en los mercados.
La seguridad jurídica, la certeza del Derecho es tan base de esa confianza empresarial que existen rangos de países realizadas por instituciones y centros de pensamiento, que jerarquizan a los países mediante rangos en que la seguridad jurídica es el primero de los elementos que se consideran para recomendar invertir en los mismos, para asociarse con tales Estados, para vivir en ellos, en definitiva, para exhortar e invitar a vivir en ellos. Es la base misma del “poder suave”, ese poder oculto que permite reconocer y prestigiar a un país y a una sociedad.
Y por el contrario, la inseguridad jurídica es, con toda evidencia, la clave misma del desprestigio, el menosprecio y la consecuente altanería y complejo de superioridad sobre las sociedades débiles por inseguras. No se aprecian a quienes no son capaces de ofrecer certeza de que la palabra del Estado se cumple. Y eso es, con toda exactitud, lo que supone la desconfianza generada por la inseguridad. Las vacilaciones, incertidumbres, dudas y titubeos son la peor de las actitudes para una sociedad.
En Derecho de la Competencia, cuando se salió del oscuro ambiente económico del corporativismo franquista gracias a la incorporación a las entonces Comunidades Europeas, en 1989 se adoptó la primera legislación merecedora de tal nombre. Y en ella, tras reproducir el combate europeo contra los cárteles y sus asociadas recomendaciones colectivas y prácticas concertadas, se apadrinó, también siguiendo a las Instituciones Europeas, la posibilidad de examinar individualmente determinados acuerdos y prácticas que, no obstante su apariencia contraria a la libre concurrencia, presentaran ventajas importantes para la innovación, el avance social y económico o, más simplemente, no fueran dañinas. Y en consecuencia, se autorizaban.
Esta política comunitaria fue abundantemente practicada, pero por eso mismo, murió de éxito, por cuanto fue tal el número de solicitudes de autorización que los servicios de la Comisión no daban abasto para atenderlas.
En consecuencia, se impuso el criterio de suprimir tales autorizaciones y sustituirlas por una muy anglosajona “regla de razón”, esto es, una autoevaluación realizada por el propio empresario o asociación en la que considerase que su conducta o propuesta de acción, no vulneraría la legislación de competencia. Ni que decir tiene que esta técnica hunde sus raíces en la visión protestante de autoexamen y que fue impulsada grandemente por el Reino Unido, entonces miembro muy activo y conspicuo de las Comunidades Europeas. Con todo ello, las autorizaciones desaparecieron, el autoexamen se impuso, y con ello, una, también, autocensura, ya que cuando un empresario o asociación se examina a sí misma, es inevitable, de un lado, ser juez y parte al mismo tiempo, y de otra parte, entrar en pánico ante la posibilidad de que, por su propia decisión, se infrinja la muy grave legislación de competencia. El derecho de la competencia, sanciona duramente las conductas anticoncurrenciales y si uno se examina a sí mismo y se equivoca, las consecuencias personales y empresariales son decididamente terribles. No se le puede echar la culpa a nadie. Solo uno mismo se ha equivocado.
En España, siguiendo entonces la técnica comunitaria, existían en esta legislación de 1989, inaugural de nuestra política de competencia, se establecieron esas autorizaciones. Como en nuestro país la economía y los mercados no son los europeos, desde luego, el número de autorizaciones era limitado; esto es, no se parecía en nada la situación en que se desenvolvían las peticiones de autorizaciones a la situación en la Comunidad Europea, hoy UE.
Pero la imitación, la copia, el deseo formulado entonces por quienes aspiraban a ser reconocidos como “buenos comunitarios”, un tanto irreflexivamente decidieron acabar asimismo con las autorizaciones en España, en lo que hace a las posibles excepciones a los cárteles y demás conductas comentadas. Así por las buenas, sin ninguna necesidad. De hecho, hasta 2007, continuaron las autorizaciones en nuestro ordenamiento jurídico, aun cuando hacía ya algún tiempo que habían desaparecido en la UE. Pero ese deseo de emular, de destacar como muy afín a todo lo que se le ocurriera a la Comisión, inclusive sin ninguna necesidad, se impuso en parte de los políticos responsables de la aplicación del derecho antitrust.
Y cambiaron el modelo. Aún a costa de generar gratuitamente inseguridad jurídica, como ellos mismos reconocieron. Recuerdo bien haber oído a Pedro Solbes en la presentación del proyecto de Ley, en ese desfile de modelos que todos los políticos hacen, en este caso la parada fue en el Tribunal de Defensa de la Competencia, que efectivamente, con la pérdida de las autorizaciones, “se retrocedía en seguridad jurídica”. Y se quedó tan tranquilo, algo que en su vieja condición también de jurista, llamó la atención de los presentes en aquella procesión ante abogados, empresarios, jueces, incluso economistas (algunos de los cuales han sabido valorar, y bien, la seguridad jurídica como un bien económico; algo que desde luego no incumbía a los responsables de ese cambio).
¿A cambio de qué se perdía seguridad jurídica? A cambio de nada. Las autorizaciones podrían seguir perfectamente en vigor y ofrecer garantías de certeza y buen derecho.
Un cambio que, de producirse, ofrecería a coste cero, gratuitamente (los funcionarios y empleados de la CNMC ya están y bien preparados) un importante elemento de concreción un notable incremento al alza en nuestra consideración económica como país solvente jurídicamente. Algo absolutamente necesario, ya que tanto las resoluciones administrativas como judiciales, están muy necesitadas de estabilidad, previsión y certeza.
Recuperar así, resueltamente, las autorizaciones singulares, es una tarea sencilla (basta recobrar la Ley de 1989 en este punto) y ofrece a empresas, asociaciones y ciudadanos un criterio robusto y solvente de certeza en las instituciones. Y no como ahora, que como en zurrón de ciego, se mezclan razones en pro y en contra de sancionar a quienes, aun con prudencia y asesoramiento, ganarían mucho a la hora de tomar decisiones empresariales, asociativas y corporativas, evitando el coste enorme en tiempo, procedimiento, gastos y sanciones que hoy provoca esta absurda inseguridad jurídica tan fácil de corregir.