El TC, un tribunal político

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El recién nacido llora como reacción a la incompresible impertinencia de la incomodidad que determinadas situaciones le producen. Sabe que arrecia el frio o que le agobia el calor. Que se empapa cuando le cae el agua o que se termogenesia cuando sube la temperatura, pero desconoce el porqué. Cuanta más inclemencia insoportable, más llanto.

Esta reacción innata y mamífera, va desapareciendo a media que el individuo se adapta al efecto y comprende la causa determinante. A media que se evoluciona y crece, la tolerancia al efecto impertinente aumenta en la misma proporción que se va admitiendo su causa. Aceptamos que cuando llueve uno pueda mojarse, pero no se tolera que te empapen a causa de que te arrojen un cubo de agua. El conocimiento de la causa, hace soportable o insoportable un efecto indeseable.

Si esta situación humana se traslada al entorno de la lucha de las pasiones y a las ambiciones de poder, es decir, a la política, el individuo al que le afecta la incomodidad de sus efectos, en la mayoría de las veces, no se comporta como un adulto sino como un recién nacido.

La afirmación de que en España existe un claro abuso de poder del Estado sobre la sociedad, no es una cuestión valorativa sino constatable. Hay luchas soterradas y descaradas por el poder en cualquier ámbito social a donde llegue el señorío o la influencia del Estado. Todo está, en el Estado y en la sociedad, absolutamente politizado. Lo están las altas instancias de la Administración Pública, de la justicia, de la enseñanza, de la sanidad, del ejército, de los colegios profesionales, de los sindicatos, de las televisiones, de la empresa pública, de las academias, de la investigación. Lo está la administración de bancos y grandes empresas (puertas giratorias), la mayor parte de los medios de comunicación, la dirección de las explotaciones empresariales susceptibles de recibir subvención de Bruselas, Madrid o una capital autonómica. En todos esos centros de actividad, se mire a donde se mire, el personal de la alta dirección se elige en función de su situación o perspectivas de buena ubicación en las relaciones con el poder político. Y, así, cuando se ha corrompido todo el poder en el Estado, se corrompe toda la sociedad.

Todo el mundo, cada uno en su esfera, tiene la evidencia de que esta realidad sofoca el espíritu creador, la salud pública –que nada tiene que ver con la sanidad-, la confianza en la propia capacidad de iniciativa o incluso de emprendimiento, y no deja otro campo de acción al talento que el de la intriga o la adulación. La conspiración está indefectiblemente allí donde hay un puesto de poder o una ocasión de enriquecimiento. La politización general conduce a la conspiración universal. La mentira, la zancadilla al compañero, la maledicencia, la imagen de las personas y la apariencia de las cosas, se adueñan de la vida profesional y de las costumbres sociales. Nadie cree a nadie ni en nadie. Decir la verdad, y no “mi verdad”, supone un riesgo de exclusión a las tierras de Óstraca. La capacidad, el esfuerzo, el talento –el verdadero- la amistad, el amor, incluso la familia, son lazos inútiles, cuando no embarazosos para la libertad de deslealtad que exige la vida dedicada al oropel del triunfo social, a la fama de lo que sea, al dinero o al poder.

Es fácil describir, por tanto, el efecto indeseable. Pero parece que no tanto la causa. La politización se ha adueñado de la vida, y no solo de la pública sino también de la civil. Se pelea con el efecto, pero no con la causa. Se describe el indeseable fenómeno colonizador partidista de las instituciones públicas, como el recién nacido llora cuando el agua le moja, pero se deja intacta la raíz torcida que impide hacer crecer recto el árbol. Se apela a la “salud democrática” de las instituciones o a la “democracia avanzada” como hacía Lenin, como si hubiera una democracia atrasada. A dos velocidades. Nos contentamos con poner un termómetro que calibre el escalafón de los países con “mejores democracias”, para buscarnos en el ranking de las democracias con más méritos, a pesar de que la meritocracia sea ya una exigencia de los tiranos (Michael Sandel). Y al mal de muchos, recibimos consuelo de individuos obedientes.

La reasignación de los miembros componentes del Tribunal Constitucional (TC), ha puesto de relieve de nuevo que la forma política del Estado español, responde a la indeseable causa de las “lógicas de un Estado de partidos” (STC 238/2012). Es decir, un Estado donde la soberanía política, o lo que es lo mismo, la decisión suprema de composición y dirección estatal, no se halla en la relación contrapesada de las instituciones democráticas, sino en los cuadros de mando de las asociaciones y movimientos con ideología política que luchan en competencia electoral por un voto de tendencia irracional y pasional, a fin de conseguir el “monismo institucional de decisión y dirección” (Radbruch), es decir, el que se basa en unidad de poder con división de funciones.

Si tuviéramos que decir ahora quien tenía razón, si Kelsen o Schmitt, en su famosa pelea por quien era el garante de la Constitución (alemana), tendríamos que decir que ninguno. Sin embargo, a Kelsen –como padre del arquetipo de estos tribunales- sí debería asumir que un tribunal constitucional es un tribunal político. No solo por lo que decía Schmitt que era, entre otras cuestiones, que toda decisión que afectara al Legislador Político, era una decisión política y no jurídica, sino porque, como comprobó Kelsen en su propias carnes cuando fue echado del propio Tribunal Constitucional de Austria –que él mismo ideo- por admitir la constitucionalidad de la disolución de matrimonios católicos –investidos del sacramento de indisolubilidad- mediante una dispensa civil, éstos eran un “tribunal de partidos” (Alejandro Nieto). Su decisión fue considerada política y no jurídica, y afectó a la mayoría política católica de entonces, lo que le obligó a marcharse del tribunal. Si esto le ocurrió al padre de estos tribunales, que no les iba a ocurrir a los que siguieron su descendencia.

La reciente selección de los miembros del TC español a través de una desagradable transacción de intereses entre los partidos estatales mayoritarios, propia de la lógica de un Estado de partidos, que ha visto la luz en todos los medios de comunicación, ha vuelto a poner en entre dicho la legitimidad de un tribunal, colocado fuera y por encima de la organización judicial, para decidir sobre los derechos fundamentales de la persona y la constitucionalidad de las leyes. Así como no se comprende que haya necesidad de un «Defensor del Pueblo», en un régimen democrático que dé al pueblo la soberanía, tampoco se explica la razón de un tribunal especial para el examen de la justicialidad de las sentencias y la legalidad de las leyes, en un sistema que atribuya a la autoridad judicial la salvaguarda de los derechos individuales y el control de las actuaciones del Estado. A diferencia de lo que sucede en los EEUU, donde esa función garantista del derecho se confía a la Corte Suprema de Justicia, donde se pretende corregir las dependencias partidistas con nombramientos vitalicios, los países impregnados por la «ciencia jurídica» de la dictadura napoleónica otorgan la juridicidad del Estado a un cuarto poder, «el constitucional», cuyos miembros, como crudamente se ha publicado, son designados por las mismas personas que eligen a los otros tres poderes: legisladores de lista, gobernantes de partido y jefes políticos de la corporación judicial. Ese soberano, que elige a todos los poderes del Estado, es el reducido colegio de personas que «mandan» de verdad en los partidos políticos.

No trato de juzgar ahora, desde un punto de vista jurídico, la bondad o la maldad de las sentencias del Tribunal Constitucional. Pero sí se debe hacerse un alto en el examen de la posibilidad o imposibilidad de independencia de sus magistrados respecto de los partidos que los nombran. Estas dos cuestiones, que son de capital importancia para calibrar la independencia de la función judicial, ya que de ellas depende la efectiva garantía de los derechos individuales y el correcto funcionamiento de la justicia positiva, sin embargo no son condición necesaria cuando se trata de valorar ontológicamente la misión del TC. Este alto tribunal, que es de instancia única en materia de constitucionalidad de las leyes, tiene asignado un papel de moderación y de arbitraje para mantener el equilibrio de la relación de fuerzas políticas que se dan por esencia en el seno de un Estado de partidos.

Como tribunal político, intenta llevar el consenso partidista a la decisión constitucional. Intenta hacer llegar el difícil equilibrio de arbitrar los intereses partidarios que se dan en la legislación, a la sentencia que se dicte. Cuando se rompe ese equilibrio, la decisión constitucional afecta a los intereses de partidos y por tanto, a la voluntad política del Estado. La lucha parlamentaria de los bloques ideológicos, se reproduce en todo su esplendor en el TC. La lucha por el derecho (Ihering) que es la lucha por el poder, les exige posicionarse en ese “cuarto poder”. El precio que paga el partido es demasiado alto si deja de poseer su cuota de “decisión política”, en el seno de la institución, llamada a decidir sobre la voluntad del constituyente, es decir, sobre el soberano jurídico. De ahí, la dificultad de renovar todas las instituciones compositivadas por consenso.

Ese papel de nivelador de intereses partidista, se le escapó a Kelsen en su defensa por una “democracia de partidos”. Lo que de verdad importa es el deber político del TC de responder a lo que el Estado de partidos espera de él, dictando sentencias “equilibradas políticamente”. El TC no tiene razón jurídica de existir en una democracia. Sus funciones deberían ser asumidas por el Tribunal Supremo. Pero mientras estemos ante la forma constitucional de un Estado de partidos “radicalmente igualitario” (Leibholz), la lucha por el poder se dará en el seno de las instituciones políticas y por supuesto, en un tribunal, que pretende reproducir al milímetro la correlación de fuerzas partidistas parlamentarias, y no, como se dijo, “el pluralismo político, como valor democrático” (STC 47/1986). Hasta entonces, las sentencias del TC que afecten a la voluntad de dirección del Estado, habrán de ser jurídicamente arbitrarias para que puedan ser políticamente equilibradas.

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