La webcam y el deber jurídico de soportar.

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Permítaseme que, tras unos días concentrado en un trabajo sobre la lealtad institucional, me tome la libertad de tratar algo aparentemente más liviano, pero de enorme actualidad, aunque el tema tiene parentescos próximos de toda la vida.

Me refiero al tránsito súbito de lo presencial a lo telemático y, además, doméstico. Lo que viene llamándose “teletrabajo”, para evitar agrupamientos humanos en las dependencias laborales y, así, protegernos de posibles contagios.

Está claro que a los empleados públicos se les puede imponer, de forma proporcionada y arbitrando medios formativos, reciclarse y manejar lo que ahora se llama nuevas herramientas, que no son ni la llave inglesa ni la taladradora. Pero más discutible es que, gratis et amore, se exija a todo el personal administrativo contar con un potente ordenador en su casa, con banda ancha y mil adminículos y saber de hardware y software más que un informático de carrera. Quédate en casa, nos decían, no sin razones, pero trabaja como si estuvieras en tu oficina o despacho. Ora et labora, en plan benedictino, porque, además de intentar laborar hay que rezar, no pocas veces, porque la conexión sea adecuada y el aparato no nos deje colgados. Sin cobertura en la señal y sin cobertura ante nuestros superiores y los propios interesados que dependen de nuestra actividad.

Una colega de Historia del Arte me contaba algo que, particularmente en la educación, está siendo el pan nuestro de cada día durante la pandemia: ¿estamos obligados a comprar una webcam y todo su acompañamiento cibernético, visual y auditivo? Sabido es que, para colmo, si de algún producto hubo desabastecimiento, en parte por la fabricación asiática de muchas marcas, fue justamente de estas cámaras y micrófonos, indispensables para dar clases “online” y para examinar a distancia. No; no creo que tengamos el deber jurídico de soportar y de pagar, si la encontramos, una captadora electrónica de imágenes. Pero peor están los ciudadanos, los que no están sometidos a la típica sujeción especial de los funcionarios y, por descontado, los estudiantes.

El día 25 de mayo, aprovechando que la Administración estatal ya admitía gestiones presenciales, solicité una cita previa (valga la denunciada redundancia) para una persona poco ducha en tramitación en red. Lo conseguí, pero no sin la sospecha, seguro que infundada, de que la aplicación y lo escondido de la pestaña eran un tanto disuasorias. No en balde la gestión era para pedir un auxilio económico.

En el caso de los alumnos, algunos recluidos durante semanas en pueblos con dificultades para acceder a Internet, la exigencia, como digo sobrevenida e inmediata, de seguir sus cursos e intentar superarlos sin ver al profesorado más que en una pantalla, es una carga más que discutible. Sé que algunas Administraciones municipales, educativas y universitarias han intentado multiplicarse y proveer de medios a los afectados. También algún centro privado. Pero, evidentemente, no han podido socorrer debidamente más que a una parte, en algunos casos, exigua. Cuando alguien se matricula en cualquier grado o nivel académico ni le exigen con el DNI y los estudios previos el contar con un equipo informático en su casa, ni se lo dan con el recibo de las tasas. Parece evidente que algunos estudios directamente cibernéticos, conllevan una mínima disponibilidad. Pero, en principio, en unos estudios presenciales, como han sido los nuestros, con alguna excepción a distancia, todo se debería poder realizar en los laboratorios, bibliotecas y aulas de informática de institutos, facultades o escuelas.

Ya de por sí -y es tema recurrente- suele ser un abuso lo que cuestan los libros de texto por los que, a diferencia de las matrículas, se paga lo que realmente valen, con todas las ganancias editoriales y valores añadidos que se quieran facturar. De ahí que sea muy meritorio el que algunas Administraciones -y también grupos privados solidarios- provean gratis de material de estudio a quienes, singularmente con menos recursos familiares, quieren demostrar sus capacidades. A la inversa, recuerdo, con la satisfacción de haber estudiado en centros públicos donde jamás sucedió tal cosa, a amigos que debían aprovisionarse de sus libros en la taquilla al efecto de sus colegios, como si no hubiera librerías y, muchas, pasándolo mal.

En fin, lo de la informática y los manuales me lleva también al tema de los uniformes, no muy alejado. Empresas -se decía, seguro que es un bulo- que transferían a sus empleados (y aquí el femenino sería procedente), el deber de proveerse de uniformes, batas y demás indumentaria de trabajo. Ciertamente lamentable, legislación laboral al margen. Las empresas, como las entidades públicas, deben suministrar a su personal los medios adecuados para el desempeño de su labor, sin querer entrar ahora en el tema de las mascarillas y demás.

Cuando autoridades y psicopedagogos de sofá nos cuentan ahora que todo será distinto en la futura actividad laboral, que tengan presente que la ciudadanía no tiene por qué asumir en exclusiva los costes de esta nueva forma de llevar a cabo el “desempeño” de las tareas. Eso, si no hay reclamaciones por responsabilidad patrimonial, que no sería cuestión descabellada, aunque habláramos de pequeñas cantidades per cápita.

Como argumento de autoridad -y perdón por la broma-, mi primer examen en la Facultad de Derecho fue… de tuno. Lo aprobé, pero como no había indumentaria suficiente para todos los “promocionados”, sugerían comprarlo. Por fortuna, mis padres me lo quitaron de la cabeza, gracias a lo cual quizá no tenga aún un Mercantil pendiente.

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