Artículo escrito junto a Mercedes Fuertes (Catedrática de Derecho Administrativo en la Universidad de León y reconocida jurista)
Sabrán nuestros lectores que somos muy poco amigos de la promulgación apresurada de leyes y más leyes o de sus reformas continuas. Sin embargo, en este caso, creemos que la aparición de la ley orgánica 2/2012 de 27 de abril relativa a “la estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera” debe ser saludada positivamente.
Es verdad que su contenido no es enteramente nuevo pues ha habido en el pasado normas que se han ocupado de este mismo asunto. Sin necesidad de apurar mucho la memoria recordemos las leyes de diciembre de 2001 -con sus sucesivas modificaciones posteriores- y recordemos también que todas sus previsiones derivaban del Pacto de estabilidad y crecimiento que se firmó en Amsterdam en 1997 y que ha obligado desde entonces a todos los países miembros de la Unión Europea.
Por ello es buena verdad que, si todo este dispositivo legislativo se hubiera cumplido y los distintos actores del escenario político se hubieran visto concernidos por el mismo, ni se hubiera llegado a la explosiva situación en la que nos encontramos ni se hubiera necesitado la promulgación de esta nueva ley. Pero, en fin, estos son reproches que de nada sirven en la actual amarga coyuntura.
Como es deber del legislador tratar, con sus armas, de hacer frente a realidades nuevas y más si estas son dolorosas, pues es obligado decir que el redactor de la ley 2/2012 ha estado a la altura de las circunstancias.
Y ello porque o bien se alumbran nuevas técnicas de intervención o se perfilan otras existentes con anterioridad. Pero sobre todo se realzan principios institucionales básicos que nunca debieron ser orillados aunque desgraciadamente no han presidido los afanes de las Administraciones públicas. Entre ellos debe destacarse especialmente el deber de lealtad entre las instituciones, hoy acogido en el artículo 9. Una lealtad que justifica, modifica o limita derechos y deberes y que tiene un íntimo parentesco con las múltiples prohibiciones de «abuso del derecho» bien conocidas. Y una lealtad que, además de fundamentar y legitimar intervenciones de vigilancia de las Administraciones superiores sobre las inferiores, implica -como ha dicho mil veces el Tribunal Constitucional federal alemán- una «barrera en el ejercicio de las competencias», barrera que impide que una determinada competencia pueda ser ejercida de forma abusiva sin tener en cuenta los intereses del conjunto político en el que cada Administración se inserta.
Conectado con esta pieza básica de cualquier Ordenamiento descentralizado está el deber de información de las Administraciones locales. Un deber que ha sido conculcado por centenares de Corporaciones locales, tal y como una y otra vez han denunciado el Tribunal de Cuentas y sus homólogos de las Comunidades autónomas, así como el propio Ministerio de Hacienda, ayuno demasiadas veces, para aplicar sus políticas y acuerdos, de una información fiable.
Así no se puede caminar. Si el Ordenamiento atribuye autonomía a unas organizaciones es partiendo del supuesto de que va a ser ejercida con responsabilidad pues, si no es así, todo el sistema se resquebraja, descomponiéndose en mil centros de decisión incontrolados y asegurando un caos que, aunque tiene buena fama en los espacios creativos y del arte, es sin embargo temible para regir la convivencia entre los ciudadanos.
Por ello mecanismos como la limitación de los gastos, la necesaria autorización de operaciones financieras, la supervisión de los planes económicos, la vinculación del destino de los posibles superávit o la prioridad en el pago de las deudas públicas, están perfectamente ajustados a las exigencias comunes en el panorama del derecho comparado, incluso de los más finos y cuidadosos como puede ser el caso del alemán.
Es nuestro criterio que la autonomía local, concebida como una garantía institucional, según hemos explicado desde hace mucho tiempo, no padece con la aplicación de las técnicas contenidas en esta ley. Permítasenos señalar -a modo de símil acaso elemental- que el propietario de una vivienda tiene reconocida una posición jurídica bien relevante con un haz bien cuajado de derechos subjetivos y facultades, es decir, goza de “autonomía” para hacer en ella las obras que considere oportunas. Ahora bien, siempre que no afecten a la estructura del edificio ni a su armonía, no produzcan grietas amenazadoras, ni por supuesto dañen a los vecinos.
Pues sépase que en esta hora angustiosa se trata, precisamente, de la conservación en buen estado de un edificio en cuyo frontispicio se lee la palabra “España”. Que merece un respeto.