El pasado 20 de septiembre, el señor ministro de Justicia presentó y dio difusión al informe sobre la modernización del lenguaje jurídico, elaborado por una comisión de expertos, entre los que se encontraban juristas y filólogos reputados, incluso inmortales. El 30 de diciembre de 2009, el Consejo de Ministros había creado este órgano, que estuvo presidido por el Secretario de Estado de Justicia, actuando el Director de la Real Academia Española como vicepresidente.Según la introducción del informe, numerosas quejas formuladas ante el Servicio de atención al ciudadano del Consejo General del Poder Judicial habían evidenciado que el lenguaje jurídico era “críptico y oscuro” e “incomprensible para el ciudadano, especialmente en aquellos procedimientos en los que no es preceptiva la asistencia letrada”. Asimismo, se dice que “los barómetros (sic) de opinión del CGPJ muestran, a su vez, que un 82% de los ciudadanos considera que el lenguaje jurídico es excesivamente complicado y difícil de entender”.
Como antecedentes de este informe, debe recordarse que la Carta de Derechos del Ciudadano ante la Justicia, aprobada por unanimidad en el Congreso de los Diputados el 16 de abril de 2002, reconoció a la ciudadanía el “derecho a que las notificaciones, citaciones, emplazamientos y requerimientos contengan términos sencillos y comprensibles, evitándose el uso de elementos intimidatorios innecesarios”. De la misma manera, el ciudadano tiene derecho “a que en las vistas y comparecencias se utilice un lenguaje que, respetando las exigencias técnicas necesarias, resulte comprensible para los (…) que no sean especialistas en derecho (…) y que las sentencias y demás resoluciones judiciales se redacten de tal forma que sean comprensibles por sus destinatarios, empleando una sintaxis y estructura sencillas, sin perjuicio de su rigor técnico”. Más tarde, el Plan de Transparencia Judicial, aprobado por acuerdo del Consejo de Ministros de 21 de octubre de 2005, apostó por avanzar hacia “una justicia comprensible tanto en las vistas o comparecencias como en las comunicaciones escritas y en las propias resoluciones judiciales”.
El Informe de 2011, contiene recomendaciones a los profesionales, a las instituciones y a los medios de comunicación, transmisores a la ciudadanía “del estado de la Justicia”. A mi humilde entender se trata de un documento muy respetable, por más que no deje de abochornar que muchos de los consejos en él plasmados no sean otra cosa que recordatorios ortográficos que, no por necesarios, dejan de ruborizar. ¡Cómo estará el patio para que tengan que exhortarnos a usar adecuadamente la coma, el punto o el punto y coma! También se incluyen advertencias sobre el abuso de gerundios en un ámbito donde, por cierto, la mayoría ya se han desterrado con la actual liturgia judicial sin resultandos y considerandos; o sobre el uso inconsciente de galicismos al valerse de preposiciones. En fin, también hay admoniciones perfectamente discutibles, como es el caso de las estructuras pasivas, que aunque los redactores reconocen que es correcta, “aleja el lenguaje del ciudadano”. Algo que viene a reconocer la derrota en el uso culto del idioma. Como ejemplo se pone el siguiente: “Se aprobó por el Congreso… (redacción que se ha de evitar). El Congreso aprobó (redacción recomendada)”. Con todos los respetos, pensar que el español de a pie entiende mejor la oración activa que la pasiva en este caso es tanto como llamarlo imbécil. Y añado: no es más complejo decir y comprender que “se aprobó por el Congreso y por el Senado la ley…”, que escribir y leer que “el Congreso y el Senado aprobaron la ley…” Cuestión menor, a fin de cuentas.
Pero lo verdaderamente importante, como se reconoce en el documento y en las iniciativas precedentes, es equilibrar rigor técnico y facilidad en la comprensión por quienes son legos en derecho. Todas las ciencias, técnicas y artes tienen su propia terminología, muchas veces no aptas para cualquiera. Nadie se escandaliza de que sólo los iniciados comprendan el léxico propio de la biología molecular, de la física nuclear o de la ingeniería aeronáutica. Y todo el mundo acepta que un especialista médico o un arquitecto que prestan sus conocimientos profesionales, adapten su terminología al nivel de comprensión de los interlocutores, pero sin renunciar, en sus foros privativos, al rigor y a la concisión nominal propia de sus ámbitos.
Es cierto que los lenguajes crípticos son muchas veces camelos tendentes a crear murallas inaccesibles para el común de los mortales. O formas cerradas y defensivas de corporativismo. Ahí está el dato histórico, inapelable, de las jergas de los oficios, de tanto interés para los lingüistas. Pero de la sencillez a la chabacanería hay un trecho que debemos confiar en que nadie quiera recorrer. ¿Van a desaparecer términos como enfiteusis, usucapión, demanialidad…? ¿Las sentencias van a redactarse con frases vulgares y refranes campechanos? Esperemos que no, pero ha de recordarse cómo sustantivos y adjetivos centenarios se han esfumado en las últimas décadas de las leyes y de las rotulaciones institucionales. A veces a costa de largas perífrasis sustitutivas, como ha ocurrido en más de un caso en el Código Penal de 1995.
Sencillez y claridad, sí; por descontado. Degradar el Derecho, como si cualquier indocumentado pudiera codearse con Savigny o con Ihering, en absoluto. Y más en estos días en que entra en vigor el nuevo estatuto formativo de una abogacía que se pretende dignificar y tecnificar al máximo.
En fin, la Carta de Derechos del Ciudadano ante la Justicia, apostaba también por evitar “el uso de elementos intimidatorios innecesarios”. Propósito que excede claramente el marco lingüístico y se sitúa en el borroso límite entre el recordatorio de las tipificaciones sancionadoras y la amenaza. Realidad, esta última que, desgraciadamente no ha desaparecido de la praxis de algunas organizaciones administrativas a las que la ciudadanía –y me incluyo- sigue teniendo casi el mismo temor reverencial que en épocas felizmente pretéritas.
Yo creo, querido Leopoldo, que pretender aproximar la justicia al pueblo recomponiendo las inumerables incoherencias expresivas que podemos encontrar tanto en las redacciones de los procuradores de los tribunales como en las sentencias y en otras resoluciones judiciales, no hará otra cosa que desfigurar aún más nuestra ya maltrecha lengua. Ese 82% de ciudadanos señalados por el CGPJ que no son capaces de interpretar el lenguaje jurídico, representan, sin duda, la expresión del nivel cultural predominante en España. Y el problema no es nuevo. Tu ilustre antepasado ya tuvo sus buenas batallas con el lenguaje, si bien parece ser que muchos estudiosos y biógrafos no han reparado en este detalle, como tampoco han reconocido los esfuerzos que hizo para incorporar a su literatura términos casi desconocidos en la época. Resulta decepcionante oir hablar nuestra lengua en paises de América del Sur con un esmero y cuidado envidiables, tanto en la composición de las frases como en la vocalización. Y en España, lamentablemente, no se habla así. Y nada tiene que ver con la aparición del Estado Autonómico, pues en todas las Comunidades se habla francamente mal. No se a qué llaman modernización del lenguaje jurídico, pero espero que no vayan a arremeter contra nuestros queridos latinismos y sí acometer la alfabetización de una buena parte de la clase jurídica, incluido el señor Minsitro.