Siempre he defendido el derecho de los asistentes a cursos, jornadas, congresos y demás saraos profesionales a formular preguntas en el coloquio subsiguiente. Y a que éste exista. Es lo mínimo que puede garantizarse a quien dedica tiempo, desplazamientos y dinero acudiendo a esas actividades formativas para ponerse al día e incrementar sus competencias. Lo digo porque abunda no poco el ponente o conferenciante profesional que va repitiendo por doquier el mismo tema, sin cambiar de diapasón y que, lo que confesadamente desea, es hablar lo mínimo, cobrar lo máximo y salir como una centella después del preceptivo “he dicho”. Mala cosa es, lo digo con total convencimiento, que entre la tarima y el auditorio haya un abismo insuperable y que la voz dogmática desde el estrado no encuentre eco, ni pregunta ni respuesta posible una vez apagada. El empobrecimiento de quien no escucha a quienes tienen experiencias que compartir y dudas que socializar y se limita a consumir su propia producción o la de otros soberbios de la misma casta teórica, es, cuando menos, lamentable.
Afirmado lo anterior, añado algo más: también es justo que quien interroga inquiera la solución de un problema que le inquieta en su trabajo. Esto suele estar mal visto, aun siendo práctica extendida, tanto por algunos oradores como por parte de los inscritos en el evento que, en ocasiones, reciben tales intervenciones, sobre todo si se acerca la hora de atacar el condumio, con un cierto murmullo reprobatorio. Y digo que es injusta dicha censura porque quien busca humildemente el consejo de los supuestos sabios para obrar con rectitud es aún más sabio. El Antiguo Testamento proclama muchas cosas al respecto.
Pero dicho todo ello, también es cierto que los coloquios, a veces, se convierten en conferencias bis de personas con afán de protagonismo que suelen, realmente, preguntarse a sí mismas y dar la respuesta, para lucimiento propio, a conferenciante y público.
Y es que todo tiene un límite, una proporcionalidad. Hace años, organizando un curso sobre una reforma legislativa, tuve a mi lado, como protagonista estelar, a una persona de grandes conocimientos, profundamente admirada por sus colegas habilitados nacionales. Hizo, como era de esperar, una excelente disertación; contestó con solvencia un par de peticiones aclaratorias y, cuando ya pensábamos en clausurar, apareció una mano levantada. Resumiendo, el interesado estuvo hablando durante casi diez minutos en los que no paró de hilvanar preguntas y más preguntas que, además, enumeraba con toda suerte de ordinales, como si del índice de una tesis se tratara. Al llegar a la enésima cuestión, mi ilustre invitado le cortó educadamente y le dijo: -Mire, si usted lleva toda la vida buscando, sin encontrar, una respuesta a un asunto tan enrevesado, que haría rico a un bufete, no puede pensar que yo, sin datos, gratis y en diez segundos, se lo voy a resolver. O en muy poco estima sus conocimientos o en mucho sobrevalora mi saber y mi beneficencia. Y aunque podría decirle cualquier cosa sobre la marcha para cubrir el expediente, sepa que nunca cometo tales frivolidades que serían una falta de respeto con quienes vinieron a oír a un jurista y no a un aprendiz de brujo.
Me quedé para siempre con aquella lección que, de alguna manera, he incorporado a mi liviano bagaje intelectual. En conclusión, coloquio, sí. Intentar responder a lo sensato, siempre. Dar pábulo a la majadería o al abuso, nunca. O lo que es lo mismo: bien está que las preguntas de coloquio sean preceptivas… pero no vinculantes.
Era muy exigente Don Marino. Durante su conferencia en la Facultad de Económicas de Oviedo, hace ya una década, varios abogados aprovecharon el turno de preguntas para resolver un caso pendiente de su despacho, planteando la duda
Me refiero al clásico moderador pelma que hace una introducción del ponente tan larga y tediosa que no deja casi tiempo a éste para disertar. Otra especie temible.
Estoy totalmente de acuerdo y con lo de los presentadores/moderadores inaguantables, también. Pero hay mucho pelma «enrollao» que cuando suelta el mitin en un curso es para enseñar las plumas de pavo real, sobre todo si hay alguna señora de su gusto. La de tíos que se apuntan a estas cosas para salir de casa y darle la vara a la primera mujer que tienen cerca