Naturalmente que todos los potencialmente elegibles para órganos constitucionales del Estado (o estatutarios autonómicos), tienen el derecho a profesar el credo ideológico que más se aproxime a su pensamiento. Incluso, en algunos casos, hasta a haber militado en formaciones políticas o haber desempeñado, bajo la mayoría de éstas, otras responsabilidades (aunque de aquí a la puerta giratoria sólo hay un paso). Y, a la inversa, puedo entender que los partidos, cuando han de proponer candidatos al Consejo General del Poder Judicial o al Tribunal Constitucional o al de Cuentas, tengan sus preferencias; eso, sí, dentro de los niveles de exigencia que la Constitución y la decencia imponen. Pero lo que es entendible “in eligendo”, se vuelve espurio en lo teleológico: se pretende que los designados paguen el favor sumándose a un bloque que ampare las decisiones, activas u obstativas, del elector. Y no uso palabras más duras.
Confieso que -teniendo una militancia política desde adolescente-, lo de las mayorías o bloques conservador y progresista de los órganos colegiados constitucionales, me deprime. Bloques que bloquean renovaciones o de los que se puede presumir que van a dar de paso asuntos de difícil interpretación o digestión. Y, además, en algún caso, esto de la afinidad política, sigue en cascada. El Gobierno de los Jueces, en manos siempre de las asociaciones judiciales, coloca los suyos en todas las responsabilidades judiciales por encima de una modesta presidencia de Sección de una Audiencia, que es donde se acaba el escalafón.
Y nadie parece querer rebelarse, desde dentro, contra esta forma ya petrificada de proceder porque a la alternancia de gobierno le va bien. Y, como he escrito muchas veces, los partidos políticos son instrumento fundamental de participación (art. 6 CE), pero no el único. Nuestra Constitución utiliza este término hasta en diez ocasiones, incluyendo las participaciones directas y las relativas a un Estado compuesto.
Creo que este exceso partitocrático, difícilmente corregible, también va a lastrar las posibilidades, tan cacareadas como aplazables, de reformar el Senado. Una Cámara supuestamente territorial donde el peso de las Comunidades Autónomas no llega ni a simbólico. Y no sólo por la demarcación provincial mayoritaria, ya que las provincias son subdivisión regional o incluso coinciden con la Comunidad. No, el problema está en que, aunque cambiara la Cámara Alta, al estilo alemán, por ejemplo, dudo que viéremos, en España, a una representación territorial votar, por los intereses de sus gentes o de su economía, de forma distinta a los correligionarios de otras Comunidades sometidos a la misma jerarquía del partido a escala nacional.
Hoy por hoy, lo estamos viviendo, el sometimiento al Congreso es total. Casi, vista la composición y atribuciones, hubiera valido la pena el modelo unicameral de la II República (tampoco un Senado de representación de la sociedad, como deseaba Adolfo Posada). Porque salvo en casos muy aislados (leyes de armonización, que no hay ninguna; aplicación del 155 de la Constitución; nombramientos (por cuotas o bloques, naturalmente) para órganos constitucionales; Fondo de Compensación interterritorial o convenios entre Comunidades Autónomas), el papel del Senado es secundario, ya que el Congreso, inicialmente por mayoría absoluta y a los dos meses por mayoría simple, puede levantar los vetos de la Cámara Alta, como posiblemente ocurrirá con la tramitación de la conflictiva ley de amnistía.
¿Cómo blindar la independencia de los órganos constitucionales? ¿Cómo desmontar la ya petrificada política de bloques concordes con la relación de mayorías parlamentarias? Es complicado, pero, por cierto, los propios órganos constitucionales tampoco han ayudado mucho a ello.