[1] El título es del inspirador libro de Simon Sinek “Los líderes comen al final. Por qué algunos equipos funcionan bien y otros no”.
Tengo que darles una mala noticia: no todos podemos ser líderes, como no todo burro o caballo puede ser de carrera. Aquellos nacen. Desarrollan un magnetismo especial, una ejemplaridad atrayente, un equilibrio ecuánime, un apoyo estable y a veces una reacción justa. Frente a los que solo enseñan, con los líderes aprendes porque, recuerden, enseñar no es lo mismo que aprender.
No, no todos podemos ser líderes. Algunos ni meros directores de nuestras vidas. Sus “jefes” son las circunstancias con las que les ha tocado bailar. Solo les queda campear un temporal de accidentes, situaciones y mala fortuna, resignándose a esperar a que escampe lo más pronto posible. Pero no se engañen, liderar no se enseña, en ningún sitio, porque no puede aprenderse. Se puede ser un buen jefe, un gran responsable o mandatario de una organización, pero eso no es ser un líder. Una palabra, como tantas otras, que a base de usarla ha perdido su brillo.
Un líder no busca el liderazgo. Es el liderazgo el que lo busca. Está porque frente a los que se giran para no ver; frente a los que callan para hacer creer que no están o contra los que la imposición constituye su única arma para asegurar el respeto que tanto envidian, sin percatarse que tristemente solo el miedo se quedará a su lado; los líderes, en cambio, toman el rumbo frente a lo imprevisible empujándote a seguirles sin necesidad de obligación o coacción. Conocen la medida de cada uno, por eso con ellos te intimas a dar lo mejor que portas dentro de ti. Aprendes que la competencia no es con el grupo al que perteneces, ¿cómo vas a competir con quienes os “cogéis de las manos”, fuertemente para subir los peldaños de la incertidumbre de cada día para seguir paso a paso? El líder sabe que todos los del grupo gozan de valor y por ello deben ser valorados. Es el líder el que deba crear un entorno donde las personas sean las realmente importantes. Las organizaciones donde las personas comparten valores y son valoradas tienen éxito en los peores momentos, que es el momento donde la cohesión, la armonía y la fortaleza de un grupo se somete a examen, como el casco de un barco, su integridad se pone a prueba en los esfuerzo de arrufo y quebranto.
El liderazgo genuinamente humano protege a una organización de rivalidades internas que pueden destruir la propia cultura de confianza y valor que deben ser los pilares fundamentales de defensa frente a las agresiones externas del grupo. Cuando las personas tienen que gestionar peligros procedentes del interior de la organización, ésta se vuelve menos capaz de enfrentarse a los que vienen de fuera. Por eso cuando la confianza y la colaboración florecen en el seno de la empresa, la organización o el grupo avanza con paso firme, y como resultado, la organización se fortalece.
Quienes tienen la oportunidad de trabajar en empresas que los tratan como seres humanos a los que hay que proteger en lugar de como un recurso que debe explotarse, se produce un doble efecto: la persona ya no trabaja “para” o “en” un lugar determinado, sino que empieza a hablar de “mi” empresa u organización. La persona ya no es que se sienta parte de algo más grande, es que es parte de algo importante y con su colaboración y aportación contribuye a que sea más fuerte. El líder es el que hace que eso ocurra, es decir, que desaparezcan los miedos y aparezcan las confianzas: te sientes seguro porque “tú” aportación, tu contribución es valorada, es apreciada. Eso es ser valorado. Y eso lo lleva a cabo un líder sin necesidad de impostura o sobrepostura.
Esta debería ser la norma, no la excepción. Volver del trabajo sintiéndose inspirado, seguro, realizado y agradecido es un derecho humano por naturaleza y no un lujo moderno que solo logren disfrutar unos pocos afortunados.
Para esto se necesita un líder. Esta es la responsabilidad de serlo. No nos engañemos. Ser un líder es como ser un padre y la empresa, la organización o el grupo es como una nueva familia a la que unirse. El líder cuidará de nosotros como si fuéramos de los suyos…en la salud y en la enfermedad. Esto es lo que conlleva a “querer” a tu empresa. A sentirte orgulloso de llevar el logotipo o el nombre de la misma. Esto es lo que no entienden los que se mofan cuando militares y miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado besan los escudos o emblemas que portan en sus brazos o torsos, sintiéndose orgullosos de pertenecer a un grupo donde los valores y principios están por encima de todo. Tanto es así que sacrificarían sus propias vidas defendiendo a su compañía y grupo; y el primero de todos sería el líder, sin dudarlo.
La ironía de todo esto es que cuando esto ocurre; cuando es la persona el centro de la organización la empresa funciona mejor, con mayor ímpetu y con mayor rendimiento. Cómo vamos a pedirles un mayor esfuerzo, implicación o sacrificio a los trabajadores o colaboradores si solo les pedimos sus manos y no les inspiramos confianza, valoración y lealtad para que se comprometan, de corazón, con nuestras organizaciones. Tratar a los trabajadores como miembros de una familia no es darles “demasiada” confianza. Todavía no se han dado cuenta los que piensan así que sus vidas se (mal) gastan con “estas” familias mucho más que con las que los ligan por vinculo sanguíneo.
Los líderes de organizaciones que crean un entorno laboral más idóneo no sacrifican la excelencia ni el rendimiento, solo ponen en el centro de la organización a las personas. Al contrario, estas empresas crean lazos muchos más potentes que las que piensan que las personas son solo puestos, numero, gastos y contabilidad.
No hace falta ser biólogo para saber que somos un saco de hormonas. El líder motiva para que tanto la serotonina (pertenencia al grupo), la dopamina (la hormona de la recompensa), incluso la adrenalina (la hormona de luchar o correr) sean segregadas cuando deban. Ser líder es ser justo, es encontrar la justa medida de cada uno, subrayando las fortalezas y gestionando las debilidades personales.
Los líderes de las mejores organizaciones no consideran a sus trabajadores un material que deban manipular para ganar más dinero. Entienden que el dinero es el material que hay que gestionar para hacer crecer a la empresa, es decir, a sus propias gentes. Por eso, el rendimiento es tan importante. Cuanto mejor funcione una empresa; más combustible habrá para construir una organización más grande y robusta, que alimente los corazones y las mentes de quienes trabajan en ella. A su vez, las personas darán todo lo que tienen para ver a su empresa crecer y crecer. Ese es el secreto. Nada más. Pero nada menos.
Lo que hace grande a las personas no es un genio que da instrucciones desde lo alto. Son las grandes personas las que hacen que parezca que el que está en lo alto es un genio. Sin embargo, tenemos un problema: solo el 20% de los trabajadores se sienten de su empresa; el 13% trabaja por vocación y si hablamos de sentirse útil o valorado, el porcentaje desciende mucho más. Así, no se puede “hacer empresa”. De esta forma es imposible. Una empresa es mucho más que contabilidad, cuenta de resultados, “Ebit”, “Ebitda”, flujo de caja y rentabilidad.
Hemos de construir más organizaciones que den prioridad al cuidado de los seres humanos. Como líderes se tiene la obligación intransferible de proteger a los nuestros, y a su vez, ellos tienen la responsabilidad de protegerse unos a otros y hace avanzar juntos a la compañía. Se precisa el valor de dar el paso adelante, y crear organizaciones donde el líder asemille en cada uno la máxima de que sin la ayuda mutua, la vocación, la inspiración, la valoración no hay empresa, no hay compañía, no hay nada. Por eso, cuando esto ocurra, se tendrá que poseer el valor de hacerlo unos con otros, y al hacerlo podemos convertirnos en el líder que nos gustaría tener. Así, se encuentran a los verdaderos líderes.
La pregunta es: ¿tendremos el valor para hacerlo?