En España son muchos, muchísimos, los pueblos que están por debajo de los quinientos habitantes. Son miles de ellos los que observan, desolados, el cierto riesgo de desaparecer en el piélago de los tiempos. Pocas imágenes evocan una tristeza más honda que la de un pueblo abandonado, derruido, fantasmal, con el desgarro de sus ruinas tratando de aferrarse a una vida que ya se les fue. Mucho se ha escrito sobre la España vaciada, sin que, a la hora de la verdad, hayamos sido capaces de revertir el proceso. Cada año que pasa, menos gente vive en los pueblos pequeños del interior, sin que, a día de hoy, alcancemos a otear un límite a este tenaz y corrosivo proceso. Se trata, sin duda alguna, de un fenómeno de muy compleja reversión. No se trata de un endemismo hispano, sino, que, en mayor o menor medida también afecta a nuestros vecinos europeos.
Estas líneas no pretenden abordar las sostenidas dinámicas de despoblamiento, ni sus causas ni posibles soluciones. Sólo quiere focalizarse en unas instituciones que aún resisten a los embates de los tiempos y de las soledades, y que están llamadas a jugar un papel crecientemente importante en el futuro rural. ¿Cuáles? Pues las cooperativas agroalimentarias. Sin ellas, muchos de esos pueblos pequeños, sencillamente, ya no serían. Cooperativas, algunas muy veteranas, pero que gozan de la lozanía de la motivación y las ganas de luchar, no sólo por sobrevivir, sino por ampliar sus actividades, su huella beneficiosa en el mundo rural y mejorar la renta de sus socios y proveedores.
Las cooperativas agroalimentarias, como no podía ser de otra forma, sufren con el castigo que el campo ha sufrido durante décadas, incomprendido y despreciado por una sociedad urbana que sueña por una naturaleza virgen y que quiere desterrar de ella a cualquier actividad agraria significativa, sean regadíos, invernaderos, granjas, silos o maquinaria. La agricultura retrocede en Europa y los precios suben, como hemos denunciado bajo el alegórico título de La Venganza del Campo (Almuzara). De alguna forma, de manera casi inconsciente, ¿o no?, hemos decidido dejar de producir en casa para que sean otros, de terceros países los que lo hagan. Queremos comida buena, bonita y barata, pero sin agricultores, ganaderos y pescadores europeos. A nadie parece preocuparles la garantía de nuestra despensa, que, a modo de irresponsable suicidio en estos tiempos de guerra, hemos decidido externalizar. Así nos irá.
Tarde o temprano, alguien reparará en la imperiosa necesidad de garantizar la despensa de los europeos con la alimentación – variada, sostenible, sana, abundante y al precio razonable – que precisamos y, para ello, nuestros agricultores – y sus cooperativas – son la solución, que no el problema, tal y como son vistas por muchos hasta ahora. Hasta ahora, sorprendentemente, nuestra despensa no parece preocupar a los prebostes comunitarios. Los alimentos se encarecen y la gente comienza a protestar. Esperemos que la cordura nos inspire y que abordemos una estrategia europea alimentaria al igual que hicimos con la energética. Y, atención, las cooperativas serán uno de los agentes más eficientes para implementarla.
He tenido la fortuna de asistir recientemente a dos importantes eventos cooperativos. Por una parte, al I Foro sobre cooperativismo y reto demográfico organizado con gran éxito en Cuenca por las Cooperativas Agroalimentarias de Castilla la Mancha, y, por otra, al espectacular VI Congreso Cooperativas Agroalimentarias de Castilla y León, organizado por Urcacyl. En ambos encuentros, se puso sobre la mesa el importantísimo e insustituible papel de las cooperativas en el mantenimiento de la población en las zonas rurales y su compromiso innovador para trabajar por conseguirlo. Abiertas a las nuevas tecnologías y a las demandas de la sociedad actual, con equipos altamente profesionalizados, están dispuestas a afrontar a los grandes retos alimentarios por venir, tanto sea por la modernización digital de las explotaciones como a abordar el factor crítico de su dimensionamiento.
Con la nueva agricultura y ganadería, serán necesarias superficies mínimas para poder amortizar inversiones, diluir gastos generales y profesionalizar y mecanizar producciones, transportes y distribución. Se pueden optar por dos vías, o la concentración vía compras de tierras por empresas o particulares, o bien por acuerdos entre pequeños propietarios para una explotación en común, en la que se dividan gastos e ingresos. Y nadie mejor capacitado que las cooperativas para esa explotación integral común, bien implantadas en el territorio, con capacidad financiera, tecnológica y profesional para abordar con éxito la gestión compartida, que le abriría las puertas a las ventajas de economía de escala.
Pero, ante el hecho de la despoblación, las cooperativas tienen también otras responsabilidades que atender. Dado que son las únicas empresas en muchísimos municipios, pueden convertirse en prestadoras de servicios que, de otra forma, serían imposible prestar y recibir. Servicios, entre otros, de atención personal, domiciliaria, financieros, energéticos, de comunicaciones, culturales, formativos. No se trata de excluir a los servicios públicos, sino colaborar con ellos en zonas donde, a la hora de la verdad, les cuesta mucho llegar. Y esta ampliación de servicios conlleva una actividad exigente, cualificada, con uso de tecnología avanzada, que resulta atractiva para talentos jóvenes. Se trata de crear una mínima masa crítica de profesionales para incentivar una vida estimulante en las zonas rurales. Sólo las cooperativas pueden garantizarlo en amplias zonas de nuestra geografía.
El mundo rural y sus poblaciones tienen en las cooperativas agroalimentarias su mejor aliado para garantizar su supervivencia, prosperidad y calidad de vida. Cuidémoslas, nos va mucho en ello.