El Consejo de Estado francés afirmó, en una ocasión al menos, que la estética era uno de los conceptos jurídicamente más “incómodos”. En el Derecho español, como es normal en todos los Derechos avanzados, las prescripciones del poder público sobre estética dependen (para ser conformes a Derecho) de una previsión en una norma aplicable, sea un plan, sea una ordenanza, un catálogo urbanístico, etcétera. Diríamos que la estética no funciona como concepto jurídico indeterminado. Al menos, con carácter general, al margen del criterio de la adaptación de las edificaciones al entorno del lugar (en este contexto sentencia del Tribunal Supremo de 9 de diciembre de 1986 y sentencia del Tribunal Supremo de 15 de diciembre de 2003). En Baviera, donde históricamente hay condicionantes culturales especiales, sí ha podido funcionar –la estética- como tal concepto. Este sería el reto de futuro, lo que conlleva una especial evolución del concepto.
En estas afirmaciones que acaban de hacerse están presentes fenómenos antiquísimos (de pugna entre el Estado de derecho y el Estado de la cultura); en nuestras sociedades modernas se entiende que ambos principios se expresan en perfecta compatibilidad. Sin embargo, no es tan fácil la cuestión. Las potencialidades de la cultura, o los logros a los que podría llegarse desde esta perspectiva se atemperan bajo el Derecho que, en el fondo, impone límites. En algún libro anterior a esta publicación en puesto de manifiesto la posibilidad de profundizar mayormente en el Estado de la Cultura y por tanto en la estética (principalmente en el tomo cuatro de mi tratado de derecho administrativo, editorial Civitas-Aranzadi cuarta edición 2021 y en El estado de la cultura editorial Tirant lo Blanch; pero también en la reciente ensayo literario titulado “Soberanía pop” con la editorial Colex).
El Estado de la cultura casa mejor con el estado de policía que es la contraposición al Estado de Derecho, desde luego en lo estético es así. De partir del Estado de la cultura o del Estado de Derecho los resultados son finalmente distintos. Uno termina dudando (acaso por el escepticismo propio de las edades algo avanzadas) de las bondades de este urbanismo basado en “números” que dominan economistas y arquitectos y basado en “reglamentaciones” que dominan juristas. Es decir, aunque suene a “bárbaro”, uno termina pensando si no sería mejor que primara la estética directamente, como concepto evolucionado. A la vista están, muchas veces, los deficientes resultados que se producen en la actualidad por no hablar de la vivienda social (donde se actúa con total desprecio a la estética) y los loables resultados estéticos de las ciudades del pasado (o de los pueblos). Quizás no sea tan relevante que haya una casa en el campo, o que deje de haberla, o que tenga una altura u otra determinada, sino que esa edificación mejore la realidad, mejore la naturaleza, mejore el paisaje, mejore el hábitat, como expresión de lo cultural en el fondo.
Estas ideas suenan discutibles hoy día, pero quizás en el futuro no lo sean tanto. Quizás en el futuro el urbanismo pudiera estar dirigido por bellas artes y no por ayuntamientos. Vale más personas formadas en estética, que personas que conozcan preceptos. Desde luego, son saludables los esfuerzos que se hacen a veces, como por ejemplo que se realicen (en tiempos más recientes que los históricos) informes de adaptación paisajística, etcétera. También se observa una cierta conciencia social tendente a valorar lo estético a veces, por ejemplo en las carreteras se construyen “miradores” que se desplazan hacia el interior de los valles, desde la altura. Y es de aplaudir este esfuerzo de la administración pública. Al final, esto es lo que vale.