Seguimos en la línea de grandes anuncios de medidas pequeñas e ineficaces, bien intencionadas, eso sí, pero de escaso o nulo impacto. Me refiero hoy a la rimbombante Ley de Unidad de Mercado que ha ocupado nuestra atención estos últimos días.

Sin duda, es otro hito más en el camino de reformas que se había planteado el Gobierno para impulsar el desarrollo económico; y como tal, por sus buenos propósitos, es bienvenida, pero desgraciadamente, no pasará de ser otro parche más  del tipo “Sor Virginia” a los que me refería en la columna anterior. 

La prensa especializada se hace eco de las estimaciones del propio Gobierno sobre el impacto económico de su Ley que “supondrá un aumento total del PIB del 1,52% en un periodo de diez años”; es decir, el 0,15% cada año, o lo que es igual, unos 1.500 M € cada año. Lo primero que se me ocurre oyendo estas cifras es desconfiar, porque si alguien tiene que recurrir al efecto acumulado después de 10 años para resaltar las bondades de una medida, mal asunto, eso es que ni los propios autores esperan un impacto apreciable. Además, pensándolo más fríamente, no se dice desde cuándo empezarían a contarse esos 10 años, si desde la publicación de la Ley, o desde una hipotética fecha de entrada en funcionamiento real; es decir, otro brindis al Sol.

Y el asunto es bastante grave, porque nuestra economía arrastra muchas carencias y defectos, pero sin duda uno de los peores es la fragmentación que el sistema político ha producido en el mercado: conforme Europa ha ido eliminando fronteras para el libre tránsito de personas, mercancías y capitales, buscando un mercado amplio y por tanto económicamente eficiente, España ha recorrido el camino opuesto, hacia el Siglo XVIII (o antes incluso), restringiendo el movimiento de las personas, dificultando la prestación de servicios a los contribuyentes fuera de su zona, levantando barreras a la competencia de empresas procedentes de otras autonomías, multiplicando absurdamente las normas y reglamentos aplicables a la prestación de servicios profesionales y la compraventa, etc.; es decir, justo lo contrario de lo que exige el entorno económico actual.

Quien piense que he descrito un escenario muy pesimista,  si tiene cerca algún amigo o conocido que realice alguna actividad productiva en más de una comunidad autónoma, puede preguntarle qué es más difícil, si vender productos en alguna comunidad de las que todos tenemos  en mente, o en Francia, Italia, Alemania, etc.; y estas barreras existen tanto para los productos industriales, como sobre todo para los que tienen que ver con la alimentación, bebidas, y cualquier  producto que de manera más o menos indirecta amenace al medio ambiente, o así lo piense algún regulador local.

Mi escepticismo sobre el impacto de la medida surge de los escasos medios con que realmente cuenta el Gobierno central para impulsar la aplicación efectiva de la medida: en la práctica, el único resorte operativo que tiene es la sanción económica a la Comunidad Autónoma que incumpla la Ley, pero no recuerdo en los últimos 15 años ningún Gobierno Central que haya sancionado a alguna comunidad incumplidora (tomo el horizonte de 15 años para que no se piense que el comentario tiene sesgo político, y asumo que me puede fallar la memoria, pero si hay algún caso, será excepcional).

En virtud de los famosos consensos que con tanto ahínco buscan los políticos, la Ley de Unidad de Mercado contempla que las autonomías podrán regular si la actividad pone en peligro la seguridad, la salud pública, ocupa un espacio público, bienes de patrimonio cultural o supone un riesgo medioambiental. ¿Alguien cree, objetivamente, que no habrá ningún escalón de la nutridísima organización administrativa de nuestro país que no invoque en algún momento políticamente adecuado esa clausula para mantener las barreras al libre comercios que más le interese?  Yo me temo que serán muchos: allí donde gobierne un partido distinto del gobierno central;  o que siendo del mismo partido, tenga elecciones regionales o autonómicas pronto; o siendo del mismo partido, tenga congreso regional para elegir los órganos de gobierno del partido; y, por supuesto, las comunidades habituales.

En el proceso de construcción europea, los arquitectos contemplaron un escenario que no sería muy distinto, en el que todos los países se inventarían barreras a las personas, servicios y productos de otros para defender “su mercado” (recordemos los camiones españoles volcados en la frontera francesa, por ejemplo),  y diseñaron una herramienta muy convincente: la sanción económica al incumplidor, ya fuera como multa directa, o como retirada de fondos europeos, pero dañando el bolsillo del país insolidario. Hasta que nuestros políticos no comprendan que ésa es también la única razón que entenderán todos los implicados en la reestructuración económica  y, en consecuencia,  diseñen un mecanismo  rápido, de sanción inmediata a los incumplidores, no saldremos del pantano; pensar que la futura Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, podrá imponer esta disciplina mediante los mecanismos que contempla le Ley (recursos contencioso administrativos, prohibición de medidas que frenen la actividad, etc.) es pecar de  inocente y arriesgar el éxito.

Al leer las virtudes y buenas intenciones de esta Ley y de las conclusiones de las comisiones de expertos, me ha venido a la cabeza algunas de las cosas  (pocas) que se estudiaban en mi bachiller de autores tan olvidados como Melchor Gaspar de Jovellanos, y los escasos o nulos  progresos que consiguieron; y es preocupante, porque la situación no admite demora.

 

 

 

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