Menores y función pública

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Menores y función públicaEl Estatuto Básico del Empleado Público, aprobado por Ley 7/2007, de 12 de abril, ha fijado en los 16 años la edad mínima de ingreso en la función pública (art. 56.1.c). Esta edad, también conocida por el Derecho Penal y en otras facetas del Derecho Administrativo, es la que pone límite a la enseñanza obligatoria (Ley orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación) con lo que parecía lógico que se facilitara el acceso al empleo público y no sólo al privado a partir de la misma.

 

Naturalmente, este precepto no está pensado para los Grupos funcionariales con mayores exigencias de titulación, sino para los dos Subgrupos del Grupo C del artículo 76. El tema, en todo caso, no es novedoso ya que, hasta la fijación, mediante Real Decreto-Ley 33/1978, de 16 de Noviembre, de la mayoría de edad en los 18 años, no era infrecuente el acceso a funciones públicas de menores de 21 años, de manera paradigmática en los Ejércitos. Como también es sabido, en Derecho Administrativo a los menores de edad se les reconoce, de ordinario, capacidad de obrar (arts. 30 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre y 18 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa), lo que viene a impedir el supuesto grotesco de un funcionario asistido de padre o madre o tutor para pedir un permiso o responder de una falta disciplinaria. O de una exigencia de responsabilidad por daños a los bienes o efectos públicos (art. 145.3 de la Ley 30/1992) que, a la postre, con el Código Civil en la mano (art. 1903), podría encontrar estación término en los progenitores.

El artículo 6 del Estatuto de los Trabajadores prohíbe la admisión al trabajo a los menores de dieciséis años, lo que significa que, a partir de esa edad, si pueden suscribir contratos de trabajo. Ahora, también en el ámbito público. Pero en la franja entre esa edad y los dieciocho años no pueden llevar a cabo trabajos nocturnos ni actividades oficialmente declaradas insalubres, penosas, nocivas o peligrosas, tanto para su salud como para su formación profesional y humana, teniendo igualmente vedada la realización de horas extraordinarias.

Es de suponer que, poco a poco, las leyes de función pública que se vayan aprobando, perfilen alguna suerte de medidas tuitivas también para los menores funcionarios.

Pero aún queda algo por resolver. También en el ámbito laboral privado: el ingreso de la nómina en una cuenta abierta libremente y a nombre exclusivo de quien no ha alcanzado la mayoría de edad. Dado que las Administraciones nos obligan a cobrar a través de una entidad financiera –menudo momio para tan benéfico sector-, no estaría de más eliminar, para los trabajadores menores de dieciocho años, las últimas trabas de apertura y disposición y la imposición de las figuras de cotitular o subtitular necesario de padres o tutores. Y es que el Código Civil (art. 319) aunque viene reputando, a todos los efectos, como emancipado al hijo mayor de dieciséis años que con el consentimiento de los padres viva independientemente de éstos, nada dice de quien, cohabitando con sus progenitores, se gana la vida. Y aún más: el mismo cuerpo legal (art. 323), nos recuerda que, incluso expresamente declarada, la emancipación habilita al menor para regir su persona y bienes pero hasta que llegue a la mayor edad no podrá pedir un préstamo o gravar o enajenar bienes inmuebles u objetos de extraordinario valor sin consentimiento de sus padres.

Mirando hacia atrás, aún recuerdo en la mili  a aquellos voluntarios tan jóvenes, algunos reenganchados y con galones de autoridad, que, por supuesto, eran menores de edad. Lo terrible es que, hasta que no soplaron los vientos democráticos en los cuarteles, la amenaza de sanciones de plano y hasta de consejos de guerra, estaba a la orden del día. A más de uno de aquellos le vi metido en un buen lío por poco más que toser estando en formación.

Pero, por ventura, corren otros tiempos y debe ser bienvenido todo lo que favorezca a quienes, acabados sus estudios secundarios o su formación profesional, desean, sin dilaciones, encontrar un puesto en el mercado laboral. O iniciar precozmente una carrera administrativa. Cuando no, como tantos casos meritorios se conocen, compaginar el trabajo y los estudios superiores o, incluso, pagar éstos con el salario de aquél.

El tiempo nos mostrará el grado de éxito de la medida que, intuyo, será elevado. Pero el rejuvenecimiento de la función pública será, en todo caso, una realidad viva y evidente, más allá de la frialdad de las estadísticas.

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