Organigramas mastodónticos

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En las semanas previas a la constitución del nuevo Gobierno de la Nación se había deslizado, en diversos medios, que se pretendía aligerar el número de carteras, lo que creo que la mayoría de los ciudadanos no nos creímos, dado que se afrontaba nuevamente un Ejecutivo de coalición y, además, uno de los socios, partía de ensamblar muy diversas sensibilidades, aunque excluyera a otras. Y así fue: el Real Decreto 829/2023, de 20 de noviembre, por el que se reestructuran los departamentos ministeriales, optó por la cifra de 22.

Ya sé que la Constitución otorga una facultad omnímoda al Presidente del Gobierno en su artículo 100. Pero la norma fundamental también da otras pistas que, igualmente, deberían ser tenidas en cuenta. Y no hablo ya, porque tiene un punto demagógico, del gasto público de crear unidades posiblemente superfluas, con su subsecretaría, direcciones generales, secretaría general técnica y otros órganos superiores o directivos de carácter facultativo. Desgraciadamente, a mi parecer, casi todos los gobiernos habidos en democracia, han hipertrofiado su estructura, a veces con finalidades muy claras de dar cabida a todos los sectores que querían una silla en el Consejo de Ministros o sus aledaños. Hasta de Adolfo Suárez se dijo, cuando, en 1977, resucitó, con distinto cariz al histórico, las Secretarías de Estado.

Lo mismo ocurre en las Comunidades Autónomas. En los Pactos de 1981, de los que salió la Ley del Proceso Autonómico, se impuso el límite de las diez consejerías a las regiones afectadas que, alguna, pese a las reformas estatutarias, viene manteniendo de iure o de facto. Pero otras, no, creando gabinetes desproporcionados y una burocracia territorial que busca emular o superar a la estatal.

Nos quedaba el consuelo local, donde Ayuntamientos (y Diputaciones de régimen común), tienen tasado el número de concejales en función del número de habitantes. Pero ¡ay!, llegó la Ley 57/2003 y nos coló en nuestras pequeñas “grandes ciudades” o municipios de gran población, el nombramiento de altos cargos sin acta de elegidos, que ahí siguen, pese a alguna limitación marcada por sentencia. Tal parece que el funcionariado no vale para gestionar los asuntos administrativos y no voy a referirme aquí a cuestiones más dolorosas como la que, no hace mucho, destapó aquí mi maestro, Francisco Sosa Wagner, con respecto a los habilitados nacionales.

¿Y qué decir de las Universidades públicas, que deberían ser ejemplo ético y de mesura económica, dado que siempre están reclamando, creo que con razón, más recursos para infraestructuras e investigación? Pues muy sencillo: en la mayoría, en tres o cuatro décadas, la autonomía universitaria traída en 1983, ha sido la llave para pasar, en una universidad mediana, de cuatro a veinte vicerrectorados. Y con una estructura vertical más compleja que el árbol genealógico de las casas reales.

La pregunta del millón es ¿para qué? En todos los casos, lo que se echa en falta es una nómina de empleados públicos eficaces y responsables; una atención ciudadana real y no publicitaria; una transparencia efectiva; una presencialidad; unos cauces de participación efectiva; una diligencia extrema a la hora de resolver consultas y reclamaciones… Eso es lo que quiere la ciudadanía.

Decía que, aunque no esté tasado el número de ministerios, la Constitución cuenta con principios que deberían ser tenidos en cuenta. La eficacia, por ejemplo. Muchos compartimentos, normalmente estancos, sólo generan disfunciones y descoordinación que perjudican a la ciudadanía a la que se debe “servir” (verbo que está en la Carta Magna). Porque la coordinación, principio basal que también tiene el máximo reconocimiento normativo, se vuelve imposible cuando hay tantas dependencias con funciones muy próximas y tendentes a pisarse en sus cometidos. Y así podríamos seguir largo y tendido. Pero déjenme citar, para no aburrir más, la objetividad. Tras esos organigramas complejos existen, no digo que se escondan, porque es algo evidente, razones puramente subjetivas. De satisfacer a personas, grupos o, como ha ocurrido en el último Gobierno español, a facciones o “confluencias” de un coaligado. Repito que esto no es nuevo, en absoluto. Pero, con todo, peor es que las líneas políticas de Gobierno, pese a lo señalado en el artículo 97 de la Constitución, se condicionaran desde fuera y, obviamente, no me refiero a las justas reivindicaciones de la sociedad española.

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