Pintadas: algo más que decoro

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Pintadas y grafitis están inconteniblemente presentes en nuestro paisaje urbano, trenes, señales y hasta espacios naturales. Reconozco que me desagradan profundamente, por más que, en alguna ocasión, los autores tengan dotes pictóricas. El que negocios o comunidades de propietarios, en más de media España, hayan decidido pintar sus portones y paños exteriores con técnicas propias de quienes, de no hacerlo, causarían un embadurnado poco estético de letras redondeadas y polícromas, cuando no de frases o monos de zafiedad manifiesta, es prueba de la claudicación ante este fenómeno de “desahogo artístico” a golpe de spray. Lo curioso es que los grafiteros espontáneos suelen respetar esas “decoraciones” obligadas de los privados. No voy, por respeto, a invocar el dicho de “perro no come perro”.

Y, como aludo en el título, estamos ante algo más que un problema de decoro y urbanidad. Naturalmente, todo tiene su mayor o menor relevancia y no es lo mismo un garabato gigante sobre una fachada renacentista que en los bajos –aunque, a veces, los autores escalan y mucho- de una edificación moderna. Porque, por cierto, aunque parezca que colorear y deteriorar un monumento civil o eclesiástico es, jurídicamente, más reprochable que hacerlo en la tienda de un autónomo, también hay que tener en cuenta la mucha mayor dificultad económica o técnica que tiene este último para eliminar las pintadas, que una Administración Pública o un Obispado.

No es sólo un tema estético. Es contaminación visual, degradación de calles y plazas; es una afrenta al turismo, porque incita a pensar en la escasa limpieza de un lugar. No hace mucho, en una maravillosa ciudad portuguesa, me alojé en un hotel, también muy grato, pero rodeado de paredes donde no cabía ya ni un guarismo ni un “guarrismo”. Y eso, espanta.

Veo que los Municipios y los responsables de otras Administraciones, literalmente, no dan abasto a eliminar estos desaguisados, aunque se pongan a ello; que también hay mucha pasividad coadyuvante. Y voy aún más lejos, por algo que contemplé hace unas pocas fechas: transitando por una autovía, vi un talud afianzado tras muchos meses de obras para reparar un desprendimiento. El talud se había ejecutado con un exquisito respeto a la integración ambiental. Pero antes de que la vegetación que iba a tapar el cemento se desarrollara, allí había ya una enorme pintada. Sentí pena y rabia a la vez.

Jurídicamente, al margen de normas sectoriales, la previsión es clara. El artículo 37.13 de la Ley orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana, tipifica como infracción leve, «los daños o el deslucimiento de bienes muebles o inmuebles de uso o servicio público, así como de bienes muebles o inmuebles privados en la vía pública, cuando no constituyan infracción penal», lo que parece referirse a hipotéticos delitos de daños.

Y la Ley 7/1985, de 2 de abril, en el polémico tema de la regulación de infracciones y sanciones mediante ordenanzas municipales, considera que éstas, deben considerar conductas muy graves «los actos de deterioro grave y relevante de espacios públicos o de cualquiera de sus instalaciones y elementos, sean muebles o inmuebles, no derivados de alteraciones de la seguridad ciudadana» (artículo 140.1.f, incluido en la reforma operada por el art. 1.4 de la Ley 57/2003, de 16 de diciembre).

Pero, aunque a veces salta la noticia de que se ha pillado a algún infractor, estas fechorías que tienen poco de bellas artes, desbordan todas las previsiones habidas y por haber. Y creo que no es un tema secundario, ni una muestra de tolerancia y comprensión el no perseguir más decididamente estas conductas y exigir su reparación, económica o, quien sabe si “in natura”.

Cosa distinta es que esas Administraciones no faciliten la práctica del dibujo o la pintura como forma de manifestación de las inquietudes y habilidades de la juventud (aunque los hay talluditos). Pero esa es una cuestión distinta y no faltan en nuestro país, a todos los niveles territoriales, organizaciones públicas y privadas que tienen por objeto la defensa de los derechos e intereses de los jóvenes y el fomento de su participación cultural, como demanda la Constitución (artículo 48).

Hace pocos años, en mi Comunidad Autónoma se organizó, sobre las paredes de un recinto público, una exhibición de este tipo de arte callejero, para lo que se prestaron medios. Hasta una grúa. Coparon la convocatoria aficionados al “manga” que, como en todo, unos eran buenos y otros, un desastre. Ha pasado el tiempo y ahí sigue el recinto público –incluido un trozo de fachada- con esa suerte de museo al aire libre, con los colores ya bastante desvaídos. En alguna ocasión, ya que, además, está al lado de mi campus universitario, he escrito en los medios locales que ahora, lo que procede, es otra convocatoria, pero de pintores “de brocha gorda”. Profesionales que puedan enjalbegar una visión deprimente.

Repito otra vez: es más que decoro.

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