¿Por qué interesa tanto la arqueología en estos tiempos digitales?

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Vivimos volcados hacia el futuro, hacia sus pompas y sus obras, hacia sus tecnologías e incertidumbres. El progreso, la vanguardia, la innovación, se erigen como auténticos tótems a venerar. ¿Qué sentido tiene entonces la arqueología, empeñada en desenterrar los restos de un pasado que desconocemos? Pegados como estamos a nuestros móviles, ordenadores y redes sociales, súbditos del reino de los microchips, ¿por qué habría de interesarnos milenarias historias de templos, dólmenes y necrópolis? Cabalgamos sobre los lomos digitales de un potro en estampida, que galopa hacia un futuro incierto. ¿Quién tiene el tiempo ni el interés como para volver la mirada atrás y agudizar su mirada para reconocer los caminos que hollamos siglos atrás? Sin embargo, la arqueología nos interesa, y mucho, además. De hecho, cada año un mayor número de personas se interesan por los hallazgos y descubrimientos arqueológicos. ¿Por qué? Si fuéramos seres-máquinas, en efecto, ni la historia ni, menos aún, la arqueología, tendrían sentido alguno para una sociedad que idolatra el vértigo de lo porvenir. Pero, afortunadamente, somos personas. Nos interesa el futuro que habitaremos, pero también pasado que nos conformó. La humanidad no podría explicarse sin conocer el larguísimo y accidentado viaje que nos ha trajp hasta dónde ahora nos encontramos. Por eso, tanto la historia y la arqueología son importantes y, por eso, nos atrae e interesa en grado sumo.

La arqueología estudia el pasado a través de los restos materiales que fue dejando en su devenir. Lo que hicimos, lo que adoramos, lo que comimos. El cómo rezamos y nos enterramos. El cómo combatimos, descubrimos y conquistamos. El cómo nos divertimos y comerciamos. La arqueología, en suma, habla de nosotros mismos, reflejados en el espejo brumoso del tiempo. La acción, sueños y creencias de nuestros antepasados nos dejó un legado en piedra, cerámica y metal que los arqueólogos investigan, interpretan y ponen en valor. Sin arqueología, sólo conoceríamos aquello que las crónicas y fuentes antiguas nos contaron. La arqueología alumbra mucho más allá de lo que los siempre limitados y parciales textos del pasado nos permiten conocer, hasta llegar más allá, hasta el reino de lo desconocido y del asombro.

Una gruesa capa de sedimento y olvido hizo que perdiéramos el recuerdo de los que hicimos y de lo que vivimos en los siglos y milenios del ayer. Es como si una densa amnesia nublara nuestra memoria. Si la amnesia golpea a una persona, pierde su propia identidad, su propio sentido. Sin recuerdos, el <<yo>> se diluye. A la humanidad, de alguna manera, le pasa lo mismo. Sin entender de dónde venimos, el cómo nacimos como especie y el cómo evolucionamos hasta llegar a ser cómo somos, nunca nos sentiremos completos. Algo nos falta y nos faltará hasta conseguirlo. Por eso, una pulsión profunda y poderosa en nuestro interior nos impulsa a investigar, a descubrir, a tratar de comprender el camino azaroso que recorrimos. Si corresponde a la neurociencia y a la psiquiatría atender a la amnesia de las personas, la arqueología es la llamada para rellenar los grandes huecos en blanco de nuestra memoria histórica. Sólo ella, con sus estudios y descubrimientos, podrá conjurar los desconocimientos, olvidos y desmemoria que inquietan y atormentan al inconsciente colectivo de la población que nos acoge.

El misterio nos atrae. ¿Y qué mayor misterio que las civilizaciones y ciudades perdidas, qué mayor sorpresa que el hallazgo arqueológico en un lugar cercano, qué mayor asombro que el de un yacimiento con grandes e inesperadas riquezas arqueológicas? Precisamente este año celebramos el centenario del descubrimiento de la riquísima tumba de Tutankamón por Howard Carter, que hizo contener el aliento a la humanidad entera. Y desde entonces, nuevos hallazgos conmocionaron al plantea, como el descubrimiento de Machu Pichu, de los primeros homínidos o de Gobekli Tepe, por citar tan sólo alguno de los grandes. Pero en España, sin ir más lejos, el Turruñuelo de Guareña o los grabados paleolíticos al aire libre de Siega Verde, por ejemplo, cambiaron la forma de entender nuestro pasado, un asombro cercano del que tenemos que sentirnos bien orgullosos.

La arqueología científica de nuestros días, además de buscar el arte, los tesoros y las arquitecturas que interesó a los arqueólogos del pasado, le interesa sobre todo la información, el dato. Conocer la evolución del clima, estudiar el ADN o la paleoalimentación tiene tanta importancia o más que el puro registro material, por rico o valioso que éste sea. La arqueología es vanguardia y hace uso de las más modernas tecnologías a través de equipos multidisciplinares. Por eso, contraponer arqueología con futuro no es más que un sofisma falaz. Por ejemplo, en estos momentos en los que nos adentramos en el vasto continente de la Inteligencia Artificial, la paleoantropología – que estudia nuestros primeros pasos como especie inteligente – se convierte en una ciencia de vanguardia. El futuro más osado que convive con la ciencia que se adentra en lo más profundo de nuestra esencia. Atapuerca o Orce figuran entre los yacimientos más antiguos e importantes del planeta y nos darán grandes sorpresas y alegrías que nos harán conocernos un poco mejor como especie.

La arqueología científica no sólo busca descubrir nuevas pinturas rupestres, sino que se empeña en lograr descifrar su lenguaje y el mensaje que lanzaba a los iniciados en su simbología. Y, por supuesto, datar sus cronologías. Así, por ejemplo, las avanzadas dataciones con uranio-torio, han permitido descubrir que algunas pinturas rupestres de las cuevas de Ardales, Maltravieso y La Pasiega tienen, al menos, 65.000 años de antigüedad, lo que dinamita el paradigma dominante hasta la fecha, que afirmaba que sólo nosotros, Homo sapiens, teníamos suficiente capacidad simbólica y cognitiva como para realizar arte parietal. Como se supone que llegamos hará unos 40.000 años, esa datación vendría a significar que sus autores fueron los neandertales, a los que hasta hace bien poco considerábamos como simples bestias, toscas y rudas. Sorpresas que nos aguardaban bien cerca de casa y que han modificado el cómo miramos nuestra evolución en el paleolítico.

La España vaciada – podríamos extender el fenómeno a casi toda Europa – encuentra en la investigación arqueológica una fuente de empleo cualificado y un motor de atracción y fijación de talento innovador. Si en el pasado la fuente de riqueza se centraba en los salarios y en la explotación turística, en la actual sociedad de la información, la riqueza se genera desde la investigación y el conocimiento. Por ello, la arqueología se convierte en un aliado imprescindible para el equilibrio territorial que todos deseamos.

Por todo ello, la arqueología nos interesa y nos interesará de manera creciente, como podemos comprobar en el tiempo y espacio que los diversos medios de comunicación dedican a la materia. La arqueología, afortunadamente, está viva y bien viva, y seguirá asombrándonos y completándonos a golpe de talento e investigación.

Ya sabemos aquello tan sabio que rezaba en el frontispicio del templo de Apolo de Delfos. Conócete a ti mismo, decía. Pues eso. Conozcámonos mejor a nosotros mismo, que así nos irá mucho mejor como especie. Para conseguirlo, resultará del todo imprescindible la ciencia arqueológica, ese detective riguroso y tenaz que recupera la memoria de los tiempos perdidos y que combate nuestra amnesia colectiva. Por eso, terminamos con la feliz afirmación de que nunca la ciencia que estudia lo más antiguo, paradójicamente, se encontró más joven y lozana que en nuestros días. Que así sea.

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