Decía en la primera parte de este artículo que las restricciones que se nos anuncian un día sí y otro también al albur de la crisis no son más que una variedad de esta saga de servicios low cost cuyo lema parece ser pagar por usar y que se nos propone sustituir el estado de bienestar por tal sociedad.

Se nos plantea por nuestros dirigentes, o mejor dicho se nos amenaza, aunque en algunos casos ya se ha superado la fase del amago intimidatorio, con la necesidad del copago en sanidad, educación y otros servicios públicos.

A primeros de este año 2011, el Director General de Tráfico se mostraba favorable al pago por el uso de las carreteras públicas, acogiendo la propuesta de la Asociación Española de la Carretera de que los usuarios que más kilómetros hicieran al año tendrían que pagar un extra para la conservación de las vías

Más recientemente, el pasado 29 de noviembre, el subdirector del mismo organismo, rebasada la simple opinión de mostrarse favorable, afirmaba categóricamente que el futuro de la sostenibilidad de la red viaria “pasará por el pago por su uso”, sobre todo en un contexto económico en el que “seguramente no se podrán construir muchas más infraestructuras”.

También hace poco, el pasado 21 de noviembre, el presidente de la Generalitat de Cataluña ha anunciado el endurecimiento de su política de austeridad en la que, junto a la subida del transporte, el agua y las tasas universitarias, a la que se suma la bajada del sueldo de los funcionarios públicos – como no iban a acordarse de nosotros – , plantea el copago sanitario o el denominado eufemísticamente “ticket moderador” consistente en una tasa por receta farmacéutica que tiene como finalidad evitar los abusos a modo de una barrera de acceso.

Pero esta sociedad low cost que nos proponen encierra una trampa, porque, en realidad, no responde al lema mercantil de pagar por usar, sino que plantea una doble cotización por la prestación de algunos servicios, a la sazón, los más básicos.

Yo creo que aquellos servicios públicos que no sean básicos o que las leyes declaren de prestación obligatoria como ocurre en el caso de la administración local – piénsese en el alumbrado público, pavimentación de las vías públicas, parque público, biblioteca pública, mercado, protección civil, prestación de servicios sociales, prevención y extinción de incendios; protección del medio ambiente – deben autofinanciarse completamente mediante la percepción de tasas o de precios públicos sin que sean viables lo denominados precios políticos en los que se cobra tarifas inferiores al coste de la prestación.

Los ciudadanos debemos concienciarnos del coste de los servicios públicos, lo que no quiere decir que, obviamente, no se asuma por la administración en el seno del principio de solidaridad el coste de aquellos servicios destinados a sectores más desfavorecidos o a la infancia o a la tercera edad.

Sin embargo, dicho esto, aquellos servicios básicos o de prestación obligatoria por así declararlo una ley fruto de una decisión legislativa adoptada por nuestros representantes políticos deben financiarse mediante impuestos en cuanto tienen naturaleza de tributos sin contraprestación directa de la administración que contribuyen al sostenimiento de los gastos públicos.

Es misión de los poderes públicos, tal y como les ordena el artículo 31.2 de la Constitución, que el gasto público realice una asignación equitativa de los recursos públicos y su programación y ejecución responda a los criterios de eficiencia y economía.

Puedo entender a duras penas que el coste de la sanidad, la educación o de las pensiones sea insoportable y que no se le pueda hacer frente, pero creo que tal aseveración requiere un mínima explicación de cuál es el destino real de los impuestos, por no hablar de las trazas de estafa que tiene el hecho de que les digamos a nuestros jubilados que, después de que hayan cotizado durante toda su vida laboral y de que hayan hecho frente al pago de las pensiones a sus antecesores, ahora no podemos asegurarles una vida digna.

El 29 de noviembre el Centro de Investigaciones Sociológicas hacía público el resultado de un estudio en que se ponía de manifiesto que una gran mayoría de los encuestados no sabe a qué se dedica el dinero que se recauda vía impuestos, el 59,1% entiende que recibe menos del Estado de lo que está pagando y el 60,7%, es contrario al recorte de los servicios públicos.

Si, a pesar de los impuestos que pagamos, no hay fondos suficientes para prestar los servicios públicos básicos, solo quedan dos soluciones o pagamos más impuestos o detraemos fondos de otros gastos públicos que no tengan el carácter de básicos u obligatorios, pero exigir el copago, aún cuando se trate de cantidades simbólicas, de determinadas prestaciones a modo de suplementos para poder recibirlas no deja de tener visos de que estamos pagando por algo por lo que ya hemos pagado, porque la palabra copago, aunque no se encuentra incluida en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, no deja de significar pago entre dos partes alícuotas, pero aquí una de las partes paga con nuestros impuestos. Ni tan siquiera se trata de no pagar por unos servicios que no usamos y de que cuando los usemos debamos pagarlos, lo cual podría resultar atractivo al tiempo que insolidario.

Por eso sostengo que esta sociedad de low cost que nos plantean va más allá de lema mercantil de pagar por usar, porque no se trata solo de pagar por los servicios cuando los queramos usar, sino de pagar impuestos en todo caso y cuando queramos usar algunos servicios – los más necesarios – volver a pagar.

Admitir que los servicios públicos esenciales deban ser objeto de pago cuando sea necesario su uso es gravemente insolidario porque siempre se verán más perjudicadas las clases menos favorecidas –estos días estamos asistiendo impasibles a la desactivación de las tarjetas sanitarias de desempleados que han dejado de percibir el subsidio -, pero si, además, el potencial usuario ya ha contribuido a los gastos públicos el asunto adquiere tintes confiscatorios, sin olvidar el peligro que conlleva de que no podamos hacer frente al coste del servicio y no podamos acceder a él o de que solamente se nos preste en proporción a nuestro poder adquisitivo como parece ocurrir en la justicia norteamericana presidida por el adagio «All the justice you can afford» (Toda la justicia que usted puede pagar).

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