Afortunadamente y aunque siempre con sobresaltos, tanto por fuerza mayor como por negligencia humana, se van ganando batallas no ya en la seguridad e higiene en el trabajo sino en la prevención de los usuarios de equipamientos y recintos, tanto públicos como privados. También, poco a poco, se van arrumbando las barreras arquitectónicas y la higiene soñada por nuestros ilustrados se va convirtiendo en regla general, a salvo, eso sí, los tugurios turísticos y de fin de semana y las zonas abiertas de botellón y otras solemnidades lúdico-etílicas.
Uno de los riesgos más merecedor de medidas preventivas es, evidentemente, el fuego. Hace poco más de dos años escribí una monografía al respecto y pude comprobar el sinfín de disposiciones generales y sectoriales de los distintos poderes públicos que disciplinan el asunto. Hay, como todos sabemos, normas específicas para teatros, para colegios, para garajes, para instalaciones potencialmente peligrosas… Otra cosa es su cumplimiento y supervisión. El mito del grifo oxidado de manguera o del extintor extinguido tienen su base real en un país donde la picaresca es género vivo y permanente fuente de inspiración de las mejores plumas.
Si ustedes, en este contexto, leen que podrán «las respectivas confesiones religiosas erigir y conservar templos y sus dependencias con las condiciones de seguridad e higiene fijadas por las leyes u ordenanzas», dirán que es lo normal y, a lo sumo, se preguntarán si tal precepto se encuentra en la Ley orgánica de Libertad Religiosa o en los Acuerdos con la Santa Sede de 1979 y los similares, plasmados en las leyes de 1992, con las confesiones evangélica, musulmana y judía. Pero no; nada de eso. El párrafo pertenece al artículo 10 de la Constitución chilena de 1925 y se mantuvo en el artículo 6 de la de 1980. ¿Por qué me voy tan lejos? Pues por citar un ejemplo, en español, de una norma adecuada y previsora de cuestiones fundamentales. Nuestra ley orgánica de 1980, sólo al referirse, en el artículo 3, a los derechos de los practicantes, los condiciona a «la salvaguardia de la seguridad, de la salud y de la moralidad pública», pero es evidente que no está hablando de las iglesias y capillas. El primero de los Acuerdos, punto 5, entre el Estado Español y la Santa Sede, de 3 de enero de 1979, se preocupa de la inviolabilidad, no derribo y cautelas adicionales a la expropiación de los lugares de culto. Pero nada dice del cumplimiento de las normas estatales atinentes a recintos donde se concentran personas. Y lo curioso es que, en esa época, los templos siguieron acogiendo muchas reuniones civiles; asociativas, sindicales y políticas, apenas superada la larga clandestinidad. Todavía hoy en día los salones parroquiales suelen ofrecerse o alquilarse para reuniones de comunidades de vecinos u otras entidades asociativas sin sede propia suficiente. En fin, las leyes de 26 de noviembre de 1992, hablan de la construcción de mezquitas, sinagogas y cementerios separados (lo que es muy dudosamente constitucional), pero de cómo se apagan fuegos, ni palabra.
La parroquia del barrio en el que vivo, una construcción bastante moderna, cuenta con tres paños de madera, de suelo a techo, de unos doscientos metros cuadrados cada uno. Más un centenar largo de bancos, puertas y otros elementos provenientes del árbol. Todo combustible a más no poder. Y ni una manguera ni un extintor. Para colmo, el previsor arquitecto de hace medio siglo, diseñó una salida complementaria en el viento opuesto a la principal, pero, recientemente, para improvisar una capilla donde depositar un paso, se cegó. No quiero pensar si, en un oficio religioso, se desencadenara un incendio próximo a la única salida. Ni señalización existe de la vía de evacuación que, necesariamente, debería pasar por la sacristía, cuya puerta, salvo en horas de misa, está cerrada por dentro.
Podrá decirse que son críticas de un mal feligrés, pero empeño mi palabra de que es todo lo contrario: preocupación. Porque, como ya habrán pensado quienes me honren con la lectura de estas líneas, el ejemplo que cito, lejos de ser singular, está sumamente extendido por toda España. Llevo años, por deformación profesional, comprobándolo. Iglesias donde, a cada poco, se acometen obras de mejora, pero, con honrosas excepciones (que sí las hay) olvidándose de las prescripciones propias de los edificios civiles. ¡Ahora entiendo la expresión obra civil, aunque los cuarteles están mucho mejor!
No se trata, claro está, de desguazar las celosías de un templo medieval para hacer una salida de emergencia, ni de colocar, sobre una vidriera gótica, un extintor colorado para que dé el cante, aunque los cristales policromados representen las llamas del infierno. Curiosamente, los grandes monumentos sí suelen disponer de señalética (con perdón de la RAE), más o menos suficiente.
Naturalmente que todos estos templos que no se proveen de mangueras y demás no están amparados por extraterritorialidad alguna. Y, evidentemente, hay normas de los tres niveles administrativos que compelen a sus responsables, como a cualquiera, a garantizar la seguridad de quienes, asidua o esporádicamente, visitan estos edificios, guiados por la fe o el amor al arte (o por ambas cosas). Si alguien tiene curiosidad, como ahora se dice, «me pone un privado» y se lo detallo.
Y, en fin, dado que la asistencia a las iglesias tiene un alto porcentaje de personas ancianas, también podríamos hacer un recuento de cuántas cuentan con servicios higiénicos. Una carencia que, por cierto, también es extensible, vergonzosamente, a algunas oficinas públicas. Pero eso lo dejaré para mejor ocasión.