Nos ponemos o nos ponen mascarillas cuando cunde la alarma social de una epidemia o cuando nos revelan que hemos estado al lado de un foco infeccioso de gran magnitud. Y las autoridades mandan para casa y ponen en cuarentena a los escolares que han compartido aula con algún compañero aquejado de una enfermedad severa y transmisible. Y se sacrifican cientos de animales a la menor sospecha de que estén afectados de cualquier dolencia exportable a los humanos.
Todo lo anterior está muy bien y entra dentro de las reglas más graves de las que se dota la salud pública preventiva. Pero al lado de esos estados de excepción no son menos importantes las reglas higiénicas que debieran disciplinar nuestros hábitos cotidianos, comenzando por los laborales y sociales. Espero no molestar a nadie con las líneas que siguen, pero vivimos en un país –y no es el único- donde lo heroico es ir a trabajar con un gripazo de no te menees, aunque se contagie a toda la nómina de la empresa o la Administración para la que se trabaje. Discutir o negar la propagación de virus y bacterias y la faena de dejar para el arrastre a los compañeros no es propio de personas instruidas y con una mínima sensibilidad, pero estos comportamientos, no sé si culposos o con dolo eventual, no sólo existen sino que son un peligro público aunque no queramos reconocerlo. El efecto multiplicador de quien va a fichar con casi cuarenta grados y se pasa la jornada, o hasta que el cuerpo aguante, regalando miasmas al personal, es tan innegable como devastador. Cada contagiado, a su vez, se prodigará en proporción geométrica con familiares, amigos y lo que se encuentre. Total, que por no quedarse en casa un par de días, al final habrá muchas más bajas o, cuando menos, mucho más bajo rendimiento de quienes queden tocados.
Pero eso son justamente las epidemias y con tales comportamientos hay que contar y de hecho cuentan los responsables sanitarios. A veces y sería el paradigma de los trabajadores autónomos, no queda más remedio que acudir al tajo porque, lamentablemente, nadie está detrás para sustituir al enfermo y éste tiene que comer y sustentar a su familia. Pero fuera de situaciones rayanas en el estado de necesidad –y recuerdo que la propagación maliciosa de enfermedades tiene una larga tradición en nuestro Derecho-, debiéramos cambiar el chip y curarnos en casa esa afección menor en vez de querer socializarla con todo bicho viviente. Y añadiría: con galeno y sin automedicación, que ése es otro cantar donde desafinamos y no poco.
En fin, que llego a entender los padecimientos de ilustrados como Jovellanos, cuando se lamentaba de la escasa permeabilidad que en nuestra patria tenían las ideas higienistas, por más que ahora todos seamos pulquérrimos en el vestir, en el aseo personal y en la cosmética. Por cierto, derrochando agua muchas veces y viciándola con las espumas infinitas de ciertos geles que tienen de todo menos de ecológicos.
La preocupación por no contagiar al allegado debiera enmarcarse en la fraternidad universal, en el amor al prójimo; en tantos valores y virtudes universales como nos enseñaron desde la cuna. Pero dicen los expertos que no; que somos un poco irresponsables y que, además de a los colegas de curro, solemos estornudar al que tenemos al lado en un teatro, en un estadio o en un templo.
Precisamente hace bien poco, asistiendo a un funeral, escuché por primera vez a un clérigo pedir tajantemente a quienes estuvieran enfermos que se abstuvieran de ir a la iglesia a toser. Pensé, admirado, que aquel cura quería redimir al clero de su lamentable resistencia histórica a recibir los aires limpios de la Ilustración y que, incluso, acotaría con el quinto mandamiento y los daños a la salud de los parroquianos. Pero fue un espejismo: el pastor de almas puntualizó que las toses eran muy malas porque distraían al oficiante. Vamos, que sería un pastor pero no era un Pasteur.
Claro que sería mejor que los funcionarios enfermos se quedaran en casa (también los torpes y los bribones), pero aquí tenemos la «cultura» del «presencialismo». En España lo primero de todo es ser formal: estar y estar a la hora, que te vean los demás y sobre todo los jefes, estar muchas horas y salir tarde, etc; aunque no se haga nada, aunque se haga mal, aunque se hagan cosas inútiles y aunque se este hablando del último partido de fútbol. Los españoles «trabajan» mucho de cara a la Galería y van por la mañana a la oficina pública, como el actor de Teatro que va a una comedia para representar el papel de probo funcionario, con independencia de que su trabajo sea de calidad y de que contribuya o no al Bien Público o al desastre de la Nación.
Por otra parte, se ha de notar la tolerancia que hay con toda clase de envenenadores, contaminadores, etc. En España el «derecho» a fumar en espacios públicos, prevalece sobre el derecho a la salud de las personas, y eso que conductas como esta o la que menciona el artículista, rozan el Código Penal, en su artículo 365 que dice lo siguiente:
«Será castigado con la pena de prisión de dos a seis años el que envenenare o adulterare con sustancias infecciosas, u otras que puedan ser gravemente nocivas para la salud, las aguas potables o las sustancias alimenticias destinadas al uso público o al consumo de una colectividad de personas.»
El tabaco que fuma la gente puede contener más de 4.000 sustancias nocivas para la salud (nicotina, alquitrán, amoniaco, cianuro, dioxinas, furanos, etc.), pero los que lo fuman, lo hacen a través de un filtro y los demás lo recibimos directamente sin filtrar. ¿Que pasaría si yo drogara a una persona contra su voluntad, con una jeringuilla, por ejemplo? Un escándalo ¿No?; pues algo así hacen los fumadores con los no-fumadores en los espacios públicos, amparados los primeros por la incuria de los Gobiernos estatal y autonómicos.
En EEUU los fumadores son considerados peor que apestados, porque drogan contra la voluntad ajena, con daño a la salud; pero España sigue siendo en gran medida, ese país mugriento, insalubre y miserable que horrorizó (y fascinó) a viajeros ilustrados de Europa, como Casanova. Un País cerrado «a cal y canto», como coto privado de la Iglesia Católica, para que no entraran aquí los «virus» y las «bacterias» europeas de la Reforma y de la Libertad, aunque los nacionales malvivieran sarnosos y comidos por las liendres.
Los españolitos de hoy son muy limpios y aseados, pero su limpieza termina donde termina su cuerpo y la puerta de su casa. Traspasados tales umbrales, tan solo queda la pureza de su castidad y ñoñería, pues arrojan con desprecio y altanería la colilla y el paquete de tábaco por el suelo, te ahuman con su coche o moto y su alma esta sucia como el Medio Ambiente que dejan para los demás.