Empezaba la sesión plenaria mensual, viernes, ocho y media de la tarde, cuando el alcalde, nuevo en las lides municipales tras las últimas elecciones, dijo al secretario: “Se levanta la sesión”. Huy. Fue en sus inicios como “secretario de pueblo”. La cuestión es que el Alcalde lo dijo con tal convicción que hasta el mismo secretario dudó de que si levantar la sesión era que se iniciaba o que se acababa. Ese mismo alcalde “dejaba” el peso de llevar la sesión, al secretario, de tal suerte que cada pleno se convertía en una sesión de control al secretario en vez de al alcalde, el mundo al revés. La cosa empezaba bien, cuando, dirigiéndose al fedatario, le decía,

—Hale, primer punto… —Y era el secretario quien tenía que “tirar del carro”. Ese primer punto era el de “Lectura y aprobación, si procede, del borrador del acta de la sesión anterior…” El alcalde echaba una mirada al tendido de concejales y preguntaba:

—Qué, ¿estáis de acuerdo con el acta?

Nadie decía nada. Y reiteraba, repreguntando:

—Bueno…, ¿Tenéis alguna cosa…?

Otro silencio.

—¿Pero no hay nada? —insistía, sin admitir casi que nadie tuviese nada que decir al respecto.

A la tercera vez que preguntaba, siempre había un concejal, el listo, que decía probablemente algo así:

—En la página 4, al principio, pone que “el concejal Zeta se opone a esa propuesta” cuando realmente dije que “no estoy de acuerdo en absoluto con esa propuesta”. Y, en la página 7 a mitad de página pone “sin embrago las circunstancias”. Y está mal, es las “sin embargo”.

—Ah vale, —dice el alcalde—, ¿alguna cosa más?

Silencio.

Frecuente era también que el concejal equis, en la aprobación del borrador del acta pretendiese iniciar una discusión de nuevo sobre un asunto que ya se trató, intentando rebatir posiciones de otro concejal u otro grupo. Un alcalde avezado de inmediato habría reconducido la cuestión, reconviniendo a ese concejal Equis para que no entrase en asuntos ya debatidos, y recordaría que se trataba de aprobar el borrador, no nuevas aportaciones. Pero a este alcalde, nuevo y en el fondo bonachón y bienintencionado, se le olvidaba. De nuevo el secretario debía hacer de “malo de la película”, pidiendo la palabra para recordar qué es lo que se pretende al aprobar un borrador de acta, e indicando la imposibilidad de volver a entrar en el fondo de un asunto.

Finalmente, el ingenuo alcalde decía:

—Bueno pues si no tenéis nada más pasamos a lo siguiente.

Entonces el secretario tenía que incidir en que se debían votar esas “rectificaciones”. Es decir, el propio alcalde, en un alarde de absurda y mal entendida transparencia examinaba -ya de inicio- al secretario y permitía el descontrol del pleno.

Cuando se pasaba a otro tema, como -por ejemplo, pongamos-, una modificación de la ordenanza del impuesto sobre construcciones y obras, se dirigía de nuevo al secretario y decía:

—Hale, ya puedes explicar esto.

Y ahí debía sudar de nuevo, tratando de dar una clase de derecho tributario de urgencia a nueve concejales: hecho imponible, base imponible, bonificación, exención, cuota, etcétera. Masterclass exprés, quién sabe qué es lo que podían captar o no y quién puede saber si realmente lo que allí se plasmaba era lo que realmente querían aprobar. El bueno del secretario nunca regateó esfuerzos, pero probablemente pensó que era muy complicado. La conclusión municipal era, obviamente, que, cuando alguien construye algo, tiene que pagar y el ayuntamiento necesita siempre dinero. No había lugar a muchas matizaciones.

Cuando se llegaba al turno de “ruegos y preguntas” la sesión se convertía en un festival de despropósitos. Probablemente se habían empleado dos minutos en aprobar una propuesta de una modificación puntual del Plan General, pero ¡ah!, los “ruegos y preguntas” eran otra cosa. Podía durar ese último punto del orden del día hora y media o dos horas y se pretendían debatir y votar ocurrencias sobre la marcha. De nuevo, reconvenir para recordar que, si había algo urgente que debatir y votar, previamente había que votar afirmativamente declarar la urgencia de la cuestión. Normalmente a las sesiones plenarias aquellas, no acudía público, pero el concejal equis y el concejal zeta deseaban lucirse, así que se podían exponer las cuestiones más peregrinas. En realidad, lo que esos intervinientes querían era: 1) mostrarse ante el resto de concejales como personas preocupadas por su pueblo, 2) escucharse a sí mismos. Y 3) “salir en el acta”, teniendo en cuenta que ésta quedaba colgada en el tablón de anuncios y había ciudadanos a los que gustaba pasar un rato mañanero antes del vermú fisgoneando -quizás sanamente, por qué no- las cuitas municipales.

En más de una ocasión el concejal equis, zeta o eme, protestaba porque decía que no se había hecho constar que dijo que…. cuando fulano defendió aquello…. Al principio, el pardillo secretario, creyendo en la democrática virtud del derecho a la participación en los asuntos públicos se limitaba a añadir bienintencionadamente la intervención (si le constaba que así había sido). Pero claro, la cuestión empezaba a desmadrarse y lo que empezaba como una matización puntual vino a convertirse, en sesiones sucesivas, en una costumbre. Así que si lo que se quería era una transcripción literal, dijo el secretario que se podía grabar, para que no hubiese dudas, y alguien que se contratase, que no el secretario, podía escribir un diario de sesiones para solaz de los intervinientes y de futuras generaciones. Eso sí, advertía que muchas barbaridades que decían, incluidos tacos, insultos e imprecaciones de todo tipo, ahí quedarían por los siglos de los siglos. Pero también indicó que se iba a limitar seguir lo que indicaba el ROF que debe constar en un acta:  propuesta, opiniones sintetizadas y sentido de la votación,haciendo bueno el refrán de que mejor es estar una vez colorado que siempre sonrojado. Así que, de este modo, terminaron los problemas. Ni grabación, ni diario de sesiones, ni historias. Cuando un concejal, a pesar de todo, quería que constase algo literalmente en acta, el secretario, previa petición de la palabra y en defensa propia, rogaba al concejal que “dictase” exactamente su intervención, solicitando que lo hiciese despacio para poder escribir la literalidad de la intervención, puesto que en el programa de las oposiciones a secretaría no está el tener que saber taquigrafía (menos mal). Y así se hizo en alguna ocasión. Dado lo absurdo que era, al poco, nadie decía ya nada de literalidades.

Y una duda a compartir con los colegas. Ya he indicado que a las sesiones no solía asistir público, y, frecuentemente el alcalde o el concejal zeta decía alguna burrada, advirtiendo previamente al secretario, “… y esto que no conste en acta…” y zas, decía la burrada. ¿Qué hacen ustedes en estos casos? ¿Reseñar la burrada, o tener la fiesta en paz?

1 Comentario

  1. Mi primer destino fue un municipio de 4000 habitantes, donde la costumbre era elaborar un documento formalmente llamado acta, pero que realmente era un diario de sesiones. Perdía el secretario una semana en su elaboración. Cuando hice mi primer acta, fue una disrupción y poco más que un ataque a su idiosincrasia municipal. No se preocupen, el siguiente acta fue total y absolutamente literal, con todas las frases inconexas, todos los errores, todas las palabras

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