Hace más de veinte años los altos responsables políticos y administrativos de España descubrieron, de la mano de la Nueva Gestión Pública, que sus instituciones tenían básicamente problemas organizativos. Las administraciones públicas eran incapaces de prestar servicios con los suficientes niveles de eficacia y de eficiencia y esto era un problema de déficit de buena gestión y de diseños organizativos excesivamente arcaicos y complejos. El diagnóstico era acertado y las soluciones pasaban por mejorar las capacidades organizativas de las instituciones públicas.
Ítems como la racionalización de procedimientos, reingeniería de procesos, auditorías operativas u organizativas, ISO, planes de calidad del tipo modelo EFQM, cartas de servicios, cuadros de mando integrales con infinidad de indicadores, simplificación de estructuras, relajación de las normas internas, gestión por resultados, reencuentro con la planificación estratégica y operativa, etc. se convirtieron en los instrumentos de moda. No hay ninguna duda que estos instrumentos de gestión son imprescindibles de cara el buen rendimiento de una organización pública y que su implantación durante más de dos décadas ha logrado éxitos muy significativos.
Pero con el tiempo fue surgiendo de forma sutil y silenciosa un grave problema de fondo de carácter conceptual con devastadoras consecuencias negativas (de hecho tan sutil y silencioso que muchos estudiosos del tema todavía no se han percatado de ello): la confusión entre organización e institución. El dominio del pensamiento managerial hizo percibir que los únicos problemas de las instituciones administrativas eran de carácter organizativo y solo organizativo y que mediante estos instrumentos no solo mejoraría la gestión sino que permitiría también reforzar a las instituciones públicas. Y esto no ha sido así.
De forma sibilina se confunden instituciones con organizaciones. Para muchos gestores públicos una administración pública, sea la que sea, es fundamentalmente un holding de organizaciones (o ámbitos de gestión) prestadoras de servicios. Hace un tiempo participé en una mesa redonda ante un foro de empresarios españoles y el entonces gerente jefe del Ayuntamiento de Barcelona afirmó que su ayuntamiento era básicamente un conjunto de organizaciones prestadoras de servicios. Su objetivo era buscar la complicidad con los empresarios y dar a entender que los gestores públicos en el fondo y en la forma también somos “empresarios” pero en este caso prestadores de servicios públicos. Yo me solivianté en el calor del debate y negué de forma taxativa la mayor: “no es cierto que el Ayuntamiento de Barcelona sea una organización prestadora de servicios” dije. Y continué: “el Ayuntamiento de Barcelona es ante todo una institución pública cuyo objetivo fundamental es aportar a la sociedad seguridad institucional y jurídica para fomentar y favorecer el desarrollo económico de la ciudad que no es más que un instrumento para lograr el objetivo último que es lograr el máximo desarrollo humano y el mayor índice de felicidad a los ciudadanos”. Y, continué, “y además (es decir por añadidura) de ser una institución pública es una organización que presta servicios bajo los criterios de eficacia y de eficiencia”.
Esta confusión para mi es capital ya que para “vestir el santo” de la eficacia y de la eficiencia en la prestación de servicios públicos hemos tendido y tendemos a “desnudar a la santísima trinidad” de la seguridad institucional y jurídica que es la competencia básica de cualquier institución pública. No se trata en absoluto de desacreditar a la visión managerial sino de contextualizarla y aclarar lo que aporta de positivo, lo que no aporta y de percibir las externalidades negativas que puede generar. En este sentido, el managment es útil para alcanzar organizaciones más eficaces y más eficientes pero es inútil (y además puede generar efectos contraproducentes), a mi entender, para lograr instituciones públicas sólidas, estables y solventes que aporten al sistema mayor seguridad institucional y jurídica.
La visión instrumental y pragmática de los postulados de la Nueva Gestión Pública implican la búsqueda de flexibilidad, de discrecionalidad, desregulación y con todo ello, de forma implícita, implican desinstitucionalización. ¿Cuál es el problema fundamental que tienen las instituciones públicas y administrativas en España? La respuesta evidente es su debilidad institucional y ante este problema las soluciones organizativas son totalmente inútiles. Pongamos un ejemplo: imaginemos que un empresario europeo quiere invertir su capital en un país de América Latina para crear una empresa. Resulta que en este país se han logrado reducir los tiempos de los complejos procesos interadministrativos para dar de alta una empresa en solo quince días gracias a una buena implementación de técnicas de gestión innovadoras. Resulta que en Europa este proceso puede prolongarse varios meses (en España de forma incomprensible este proceso puede durar hasta nueve meses).
Obviamente el empresario va a quedar encantado con el impresionante nivel de eficacia y eficiencia que posee la Administración pública de este país latinoamericano. Pero la pregunta clave es: ¿este elemento de buena gestión va a ser determinante para que este empresario decida invertir su capital en este país? La respuesta es obvia: no, en absoluto. Va a decidir invertir su capital y a arriesgarse si detecta instituciones públicas sólidas, solventes y estables que le aseguren la máxima seguridad institucional y jurídica a su inversión. Si además los trámites administrativos son fluidos y rápidos pues mejor pero no van a ser el elemento determinante para atraer esta inversión y con ella más desarrollo humano. Pues este es el tema: a veces reforzando nuestras capacidades organizativas debilitamos nuestras capacidades institucionales y, de esta manera, no hay forma de lograr un mayor desarrollo económico y humano.
La solución a esta encrucijada no es descuidar los temas organizativos y de gestión sino abordarlos en paralelo con estrategias de reforzamiento institucional y detectar las contradicciones entre ambos vectores de mejora e innovación para descartar aquellas medidas organizativas que puedan implicar desinstitucionalización. Vamos a utilizar otra metáfora: las mejoras por la vía de la organización y la gestión son como unas lentes para mirar de cerca; permiten mejorar las operaciones, los procesos, las estructuras, etc. permiten leer con mayor claridad la letra pequeña de las administraciones públicas. Estas lentes son totalmente necesarias e imprescindibles para la mejora administrativa. Pero en paralelo debemos utilizar otras lentes para mirar de lejos: para poder percibir los problemas y las soluciones de carácter institucional que requieren una visión más general, más estratégica, más política, más social e incluso histórica del fenómeno.
Hay que utilizar al alimón las lentes para mirar de lejos y las lentes para mirar de cerca (para esto existen en el mercado conceptual las lentes bifocales o las progresivas); poseer a la vez una visión institucional y una visión organizativa. El problema, durante las dos últimas décadas, es que la mayoría de los altos responsables políticos y administrativos de nuestras instituciones públicas se han puesto únicamente las lentes de management para mirar de cerca y no poseen la capacidad para poder leer las letras más lejanas pero mayúsculas, es decir: para detectar los problemas y las soluciones de carácter institucional. Es como una miopía institucional autoimpuesta que es una de las causas fundamentales que ha impedido, a mi entender, una mayor progresión en la fortaleza institucional de nuestras administraciones públicas y, en algunos casos, ha supuesto una cierta regresión.
Comprendo lo que usted dice de la necesaria complementariedad de ambas visiones, pero no acabo de entender de que forma las actuaciones del management pueden debilitar la capacidad institucional
En el ejemplo que se expone de la agilización de trámites en un país latinoamericano, más que una relación entre simplificación administrativa y deterioro institucional, parece que estamos hablando, de entrada, de un país que no dispone de instituciones que garanticen la seguridad jurídica necesaria, pero, entonces, lo uno no sería causa de lo otro.
Entiendo que, en el fondo, de lo que trata el autor es de dos subdisciplinas que pertenecen al ámbito general de las ciencias políticas: la «ciencia de la administración» y la «ciencia política» en sentido estricto de las relaciones de poder. Y como en muchos campos científicos empieza a discutirse desde hace un tiempo, el problema reside en cómo los vasos comunicantes entre estas dos subdisciplinas se cohonestan para conseguir sus objetivos.
Cuando hablamos de ciencia política clásica nos referimos a cómo se configuran las relaciones de poder, que a su vez moldean el tipo de instituciones. Aquí entran en juego el derecho político, el derecho constitucional, la teoría política, las relaciones internacionales, la macroeconomía, el comportamiento político y la historia, por citar algunas disciplinas estudiadas por la ciencia política. Su objetivo principal es establecer el tipo de sociedad que queremos dentro del reino de las necesidades humanas, dados unos límites en forma de posibilidades factibles de realizarse.
Por otro lado, la ciencia de la administración es un tipo de ciencia «organizacional», que trata de un nivel inferior del poder y lo aborda desde el punto de vista de la eficacia y la eficiencia, preestablecidos unos objetivos que, más o menos de forma implícita o explícita, surgen del contrato social. La ciencia política está para poder cambiar -o mantener- el contrato social, mientras que la ciencia de la administración tiene como misión implementar esos cambios.